Me pierdo el primer pistoletazo, rápido,
¡carajo!, dos blancos a la vez, una bala. Se toca el rostro, la barba pegada al
pellejo, entrecana. No lleva sombrero, el corte sólido, brusco, una sombra del
cráneo. Los lentes, más que la mirada, comprueban el tiro, justo en medio; la
palabra, el cartucho.
Se divierte, es un
showman, un tirador de circo —no importa el oficio mientras se tenga destreza.
Curiel la tiene para disparar en el cráter de dos volcanes: Revueltas y
Fuentes. No, esta vez no es Reyes, aunque se da tiempo de bromear sobre el cacique
y el sheriff del pueblo. Una ráfaga de oficios, el horizonte Reyes, después se
esfuma, apenas queda un eco en el público: una risa austera.
Sonríe
y porque puede señala la veracidad de lo que va a contar, el cruce de destinos
con el suyo, toda una época de fratricidas. Él, frente a nosotros —ni José ni
Carlos—, único sobreviviente de aquellos tiempos convulsos y rotos. Wyatt Earp
rememora el camino de su vida, va templando el cielo y la pistola, no necesita
de violencias, la ironía es más letal y más juiciosa —no sé, quizá no.
Juega,
muestra el diente añejado por la vida y la escritura. Saca la pistola y ¿tira? La
corbata no se mueve. La boca se calienta. Entre burlas y veraz dispara. Reímos,
¿de qué? De la palabra, la omnipotente palabra. Aunque el gatillo no nos apunte
siempre una esquirla termina perforándonos.
Ante el Paricutín
de Dionisio Pulido, Revueltas tiembla —y nosotros con él. No hay sarcasmos ni
ironías aquí, el tiro es derecho, un hombre y un volcán, otro y sus lenguajes
da cuenta de aquellos terremotos.
El sheriff es un
juez, también hombre, no puede evitarlo. Ante sus ojos el bigotito recortado de
Carlos Fuentes le parece un pastiche, una época entregada a las mascaradas, al
exceso de lujo. Carlitos “políglota, galán, polémico, escénico”. Unos disparos
cerca de los pies para que baile el dandy: “nuestro Francis Scott Fitzgerald”,
“el reportaje carlista”…
Dispara, no falla, no deja que se le escape
vivo. Hay que aprender a matar si se vive de ello, hay que aprender a escribir si
la mente es un arma.
(Receso en
medio de la polémica)
—Cuál de todas.
—Allí.
—Cuál.
—Todas. La carne.
Habitado por la luz, son los ojos
mis manos,
el mundo.
Un calambre me define.
Me parte un rayo la sombra, estoy
desnudo. No ellas, nunca ellas.
Hablan de arte, de
Revistas de revistas, de una visión
monótona de mundo. Mientras haya una mujer —me confirmo en ellas— la monotonía
será un capricho de intelectuales. “Son los años veintes”. Eran, ellas no. Son,
siempre son. Nosotros seguimos “pasando revista a tanta niña…” A tanta niña y
punto.
—Palabras, ¿en eso termina todo?
La miro. Todo
empieza allí —me guardo su descripción a una mano. Agobiada de ojos, sin perder
la sonrisa al llegar a la juventud. Sonrío con la infancia torcida, con los
nervios apretados hacia el deseo.
—Me da pena tanto deseo.
No es verdad. ¿Qué
somos sino algo que arde? “Arder como la vela y consumirse…”
Juego con las letras, un rodeo que
no llega a la rabia de tus muslos, ni pensar en su mordida, en su luz, que bello tu vello sería si…
Todo es falso en
la escritura, a la palabra le falta estupidez, ser un poco descerebrada,
redundante, inverosímil y con algo de retraso en la quijada.
La literatura no
tiene en sus miras al hombre sino a la exactitud, a la justeza de palabra, que
es tanto como buscar el verdadero nombre de dios —con minúsculas. Si está en
todas partes, no le enojará la falta de sustancia.
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