Hablar de Manuel Gutiérrez Nájera
sería imposible sin mencionar la labor titánica de todos aquellos a quienes
debe el rescate de su obra. Lo leí primero como poeta —desconozco una buena edición
de su poesía—, quién no recuerda el: “quiero morir cuando decline el día…”;
poema que ciertamente cala cuando se es joven y está en la posibilidad de ser y
deshacerse completamente, en que la muerte, por lejana, no se le respeta. A los
trein…, a mi edad —quiero decir— queda únicamente la melancolía imaginada de
“ese sol que lento expira” y la tristeza puntual de nunca haber sido “algo muy
luminoso que se pierde”.
Sin conocer en aquel tiempo el juicio de Luis
G. Urbina sobre la obra en prosa de Manuelito, y harto de las lubricidades de aquellos
dedos ensalivados y rojos por tragar fresa tras fresa, me topé con un libro de
crónicas del poeta y casi me cago —perdonen la expresión, la sinceridad en
México era un valor estético en el XIX, aunque las vulgaridades por supuesto
que no lo eran—, les decía que casi me cago al comprobar la flexibilidad, la
armonía y el ritmo de su prosa. Por supuesto, no fueron en esos términos que me
expresé de Nájera. Yo, que siempre he querido ser escritor, no pude más que
sentirme aplastado por un tipo que sudaba —para evitar la cacofonía de lo
escatológico— crónica tras crónica —ups—, y mantenía en ellas una calidad
endemoniada. Por ejemplo, podía escribir en un texto político una sentencia así:
“Aquellos hombres estaban enamorados del imposible, y este amor engendra los
héroes, pero no la paz” o “Yo no busco jamás los términos medios, porque pensar
a medias es, como decía Voltaire, vivir a medias”, por último —es que ya le
agarré el gusto—: “La revolución no se hace con promesas, se hace con odios y
con descontentos”. Así que mi ceguera para vislumbrar los acontecimientos de mi
entorno, mi carencia de genio para hacer de lo que sea un texto literario, la
falta de disciplina y un largo, larguísimo etc., afloraron al devorar ese
librote. Fue tanta la impotencia, mi rabia, que todo eso fue expresado como
casi siempre lo hago de todo aquel artista que envid…, digo, admiro: ¡Hijo de
la chingada!, ¡qué bien escribe este cabrón!
—Escribía…
—Siempre me corriges,
pero no puedo dar por muerto a alguien que dejó en mí un pisotón que sigue
doliendo y seguirá, porque Belem Clark de Lara… ¿Por qué me miras así?, ¿no
conoces a Belem Clark de Lara? No es posible. Bueno, sí lo es, pero es una
deslealtad de todo aquel que haya leído a Nájera, como tampoco se puede ignorar
los nombres de Yolanda Bache o Ana Elena Díaz Alejo… A las dos últimas no tuve
la oportunidad de conocer, a la primera hace poco la escuché en una ponencia
cuyo asunto parecía contrastar con el lugar en que fue dictada: el templo Najeriano,
el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM; porque trató sobre el
humor…
—¿Allí, en ese
lugar? Ahora resulta, ¿humor?, ¡por favor!
—Lo juro, fue
sobre humor.
—¿En Filológicas?
—¡Que sí hombre!,
humor, humor…, bueno, carnavalesco, pero el carnaval es universal y popular, ¿qué
no?
—¿Rabelaisiano?
—Era necesario un
molde.
—¿Aderezado con
Bajtín?
—No se puede
hablar de carnaval sin él, hay de risas a risas.
—Vaya, mucho humor
hubo.
—Me reí.
—Porque eres idiota.
—¡Ay, estúpido! Desbordado,
que es diferente.
—¡Vaya, todo un
gracioso! Si ellos tienen tu humor… Pero bueno, me figuro que al menos calcularon
los ingredientes.
—¿De qué?
—¡Del humor!
—Obviamente, no
queremos que se nos sale, mucho menos en un menú cuyos platos corrieron a cargo
del autor que nos ocupa… Y ya, no me desvíes, decía que seguirá doliendo el
pisotón porque Belem…
—¡Qué igualado eres!
—¡Come caca! Y decía
que Belem, Be-lemmmm, “B-e-l-e-m” anunció que sacará otro libro, quizá el
número XIV o XV —ya perdí la cuenta— de Manuel Demetrio Francisco de Paula de
la Santísima Trinidad Guadalupe Ignacio Antonio Miguel Joaquín Gutiérrez
Nájera.
—Nombre es destino,
no cabe duda.
—Ni cómo negarlo.
Bueno, decía que la ponencia trató tangencialmente de la próxima salida de otro
tomo de Nájera publicado por la UNAM —¿por quién más?—. El principal tema fue
el dar a conocer el eje rector de esa próxima recopilación literaria: El humor.
—¿A poco?
—Ya, ¡déjame
seguir! El humor como medio para desencajar la mandíbula de la sociedad y verle
las muelas, los caninos e incisivos carcomidos por las caries de la vida diaria
—los políticos. Temo mucho que seguiremos reflejándonos en sus palabras. El
libro reirá con el lector; pero hacia dentro quedará el vinagre de los
refranes, proverbios, del humor negro y la ironía de la pluma del “Chef de los
platos”. Es necesario que la carcajada nos devore —parafraseo a BELEM— para resucitar y
renovarnos, para adquirir una consciencia —no una nueva, la verdad pocos son la
que se hacen con una—, chiquita, esmirriada pero que esté allí, antecediendo
los temblores del esqueleto, dándoles un rumbo.
En ese sentido las
crónicas dejarán la individualidad y el egoísmo intrínsecos de todo acto de
lectura y se erigirán en plaza, donde estaremos desquiciadamente convocados
junto al rey momo para arder en la pira purificadora que nos permitirá seguir
conviviendo en esta sociedad cada vez más fragmentada, global y sola.
—Tú no estás solo,
me tienes a mí.
—Una pira purificadora
para aventar y gozar, en el espectáculo del fuego, con el dolor, con el
desgajamiento de todo aquello que no nos permite convivir en esta sociedad…
—Ojete.
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