Me acuesto en el sillón, cruzo la
pierna derecha sobre la izquierda, las chanclas caen al piso, abro un libro, mi
perro se sienta frente a mí, me mira fijamente, trata de salvarme, mueve su
cola, rápido, muy rápido, no quiere que me vaya.
Observa a su
alrededor, ve su cuerda de trapo, la trae, no le hago caso; ahora deja su
calcetín a mis pies y corre, mira hacia arriba, espera un milagro, nada cae, el
calcetín sigue en el mismo lugar. Regresa y se vuelve a sentar, a él lo mira
fijamente, le gruñe, quiere espantarlo, separarlo de mis manos.
Ladra
pidiendo ayuda, está desesperado por mí, va por mi hermana pegada al Facebook,
la jala de la chamarra hasta el sillón, me ve, me enseña su chamarra, me reclama,
la ignoro.
Él me lame los
tobillos, los dedos de los pies, se acurruca sobre ellos, gime, parece puerta
sin aceitar. —¡Cállate Ruelas! —Avienta los ojos de perro triste, mira las
chanclas y se acuesta muy cerca de ellas, sabe el riesgo que correría, pero es
mejor, no quiere perderme, afuera no hace sol y quizá la lluvia se tarde media
hora más en regresar. Empieza con la lengua, ahora un colmillo, dos, ruge, zarandea una, la
destroza, aviento el libro, me paro en chinga, se para en dos patas y apoya las
otras en mi pecho y mueve su cola, ¡maldito perro!, termino rascándole el lomo,
me lame la barba y se baja, señala su correa, yo a Chéjov en el suelo, me trae los
tenis, ¡demonios!, pero antes le doy unos buenos chanclazos con la destrozada y
le digo que ¡no, no y no! Hay que saber amaestrarlos.
Salimos, me
gustan los días con charcos, a Ruelas más.
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