Entre Mario Benedetti y Jaime
Sabines
La poesía crece como uno mismo, madura
al igual que el cuerpo y sus alegrías y decepciones, ¿madura? No lo sé, ahora
no estoy tan seguro. ¿Madurar es pensar en otros temas distintos del Eros, es
tener otras preocupaciones? ¿Es pasar del amor a los soliloquios de la muerte o
del vacío, a las “grandes” e insignificantes preguntas del ser? Es el cambio
del:
Porque
te tengo y no,
porque
te siento,
porque
la noche está de ojos abiertos,
porque
la noche pasa y digo amor,
por
qué has venido a recoger tu imagen,
si
eres mejor que todas tus imágenes…
al
En
medio de un silencio desierto como la calle antes del crimen
Sin
respirar siquiera para que nadie turbe mi muerte
En
esta soledad sin paredes
Al
tiempo que huyeron los ángulos
En
la tumba del lecho dejo mi estatua sin sangre…
¿Es inmadurez el amor, es acaso un
tránsito a la obsesión de la muerte?, ¿y el pensar sobre la muerte es acaso
madurar? ¿La madurez es liquidar la cursilería, los arrebatos amorosos? ¿Por
qué aprecio de un modo geométrico, abisal, enfermo a poetas como Villaurrutia y
desprecio ―sí, lo he hecho― a un poeta como Mario Benedetti que tanto me ha
dado?
Poemas como “Corazón
coraza” han hecho visible, le han dado sus contornos y su agudeza a esa espina
clavada en mí, a ese vacío que uno desconocía hasta que llega la pubertad y que
uno mismo no quiere llenar porque desea “arder como la vela y consumirse” o “ser
polvo mas polvo enamorado”, ser parte, de cualquier forma posible, del otro,
destruirlo con la rabia de la propia carne, del inmisericorde deseo, de esa fe
que se tiene uno mismo en ser en el otro y para el otro, aunque aquel no
entienda ni quiera saber de tales sinrazones.
Benedetti como Jaime
Sabines me hicieron darle, en mis años de secundaria, un cauce, una estructura
de palabras a eso que empezaba a sufrir, el deseo que no conoce lenguaje, que
no sabe de alfabetos, “que acerca tan sólo un cuerpo interrogante”, una
pregunta como dirá después en mi vida Luis Cernuda.
Yo no sabía en aquellos
primeros años que el amor era un monstruo ―no supe verlo―, que hacía más
evidente y dura nuestra propia soledad, que es esa bestia sepultada en los
espejos que nos lame la mirada, que nos mira con deseo de muerte y no sabemos
si es el deseo por morirse o matarnos. “Por qué has venido a recoger tu imagen/
si eres mejor que todas tus imágenes”, escribe Benedetti, y pienso ―con estos
años―, qué nos queda detrás de esa ausencia, de ese amor que nos ha dejado un
espacio vacío. También el poema es en sus silencios, en lo que no dice; es en
esa incertidumbre, en la ausencia inmediata del amor donde está el “amoroso”
confrontándose así mismo, sólo, cautivo en sus sombras.
La pregunta que hace el
poeta ―o el yo lírico― hiere, porque sugiere la soledad siguiente, la orfandad
que encierra todo amor no correspondido, y en ese abandono está uno enfrentado
a sus sentimientos: quiere y no quiere sentir, no desea amar y es la única posibilidad
de vida. Mutilado se observa el enamorado, el grito es imposible, no hay ayuda,
el Amor es el único enfermo sin hospital.
Cuando leí por primera
vez ese poema no percibí esta soledad, sentí, sí, la mutilación, la falta del
otro para ser feliz, pero obvié lo más doloroso de la experiencia, lo propio de
mí mismo, la pequeñez que soy, el piélago de soledades que me conforman y que
nadie, sino yo mismo, puedo llenar.
En ese tiempo de lo
único que sabía era de ese deseo insatisfecho, de esa pena apenumbrándome; día
tras día me volvía más amargo, pensé que la vida se reducía a un cuerpo y una
voz y a un uniforme que me eran crueles. No entendía tanta claridad, ni la de
ella ni la de Sabines ni a Benedetti, sólo veía la imposibilidad del amor, su
mecanismo roto, no me veía en mi propia soledad, yo frente a mi abismo y mis
temores; sólo pensaba en el futuro desastroso de la confesión amorosa, en ese
“porque te tengo y no” o “el amor es el silencio más fino, el más tembloroso,
el más insoportable”.
Yo pensaba que era
debido a que el amoroso era un ser absurdamente incomprendido, que todas sus
fuerzas las obtenía y agotaba en los trabajos desconsolados de su oficio de
amante, en “hacer torres sobre tierna arena”, el amoroso era para mí el
onanista por antonomasia. Ahora sé que no, sé que mi lectura era errónea,
aunque sigue siendo sincera. ¿Hay una lectura errónea en la poesía cuando es
sentida, cuando se digiere y se va integrando a nosotros?
Probablemente a mis
doce, a mis quince años no pude entender ni la cuarta parte de esos poemas que
leí a pesar de ser tan claros, pero la claridad también nos ciega, nuestra
propia tozudez nos aferra a la verdad que mejor nos convenga, pero si no fuera
así, si no hubiera sido parcial, si no los hubiera traicionado y malentendido
―la propia memoria hoy en día cambia palabras, versos enteros― no podría
recordarlos, no me serían tan memorables “Los amorosos” o “Corazón coraza”, no
hubieran trascendido a mi pubertad, a ese suicidio diario de tener y no tener a
la niña de mis insomnios; si no fuera por todos esos poemas tampoco guardaría
su rostro y aquel cuerpo y esa manera tan bruta de escurrirme a todas horas, de
morir en mi propio campo de batalla y hacerme el triste, y “de serlo jamás
arrepentirme”, porque sufrir también es un vicio, y una necesidad para salvar a
ese monstruo del otro lado del espejo, al hermanarnos con él.
Claudio Rodríguez decía
que “La claridad es un don”, y lo entiendo ahora al recordar aquellos poetas, y
con ellos, a ella sobre todo en su uniforme y en su nombre, ahora tan mío, sólo
mío, ni siquiera le pertenece, ya es otra y no ésta a la consagro o consagraré
un homenaje idéntico al de aquellos días; sólo así “guardo la forma divina de
mis amores descompuestos”, sólo así entiendo a Baudelaire y a la poesía,
haciéndola mía, deformándola y al mismo tiempo dejándola deformarme, como las
mujeres, la amistad, como la muerte, pero éstos dos últimos son otros temas y
otros los poetas que ahora corren paralelos al primer gran tema de la poesía de
todo puberto: que es el amor; la cara de la cruz del Tánatos, que es
Villaurrutia y que son tantos Vallejos y que es ese giro en que ambos rostros
son una sola moneda: Rubén Bonifaz Nuño, Juan Manuel Roca, Max Rojas…
La poesía debe de ser
sincera para ser cierta, para describir el interior del hombre, para
reflejarnos en ella, así lo sintieron poetas como Manuel Gutiérrez Nájera
o Luis G. Urbina que hicieron de ello
una poética; la exageración es necesaria cuando la realidad no nos es
suficiente decía Charles Tomlinson en su “Arte poética” o Blanche DuBois en Un tranvía llamado deseo.
Yo amé en aquellos
tiempos de secundaria como creí que lo hacía aquel hombre en el poema de “Corazón
coraza”; yo necesité ser un amoroso, un ser exiliado por el amor, un hombre marcado,
melodramático, diferente a todos los demás, porque el amor, el que siente cada
uno es diferente, pero el que padece uno mismo debe de ser excepcional, ser un
exceso de alma, ser un exceso. Yo era joven, Benedetti y Sabines lo siguen
siendo, es necesario que así sea.
En algún momento de mi vida gatuna pensé en algo similar. Me encantó.
ResponderEliminarGracias infinitas por pasar a leerlo. Abrazote
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