Tomo aire, estoy sentado entre clases, el
frío me reconforta, siento vivos mis pulmones, las costillas; el aire se abre
dentro de mí, estira los dedos, me lastima un poco y, me da pena confesarlo, me
gusta cuando el dolor es justo, lo necesario para respirar y no perder la vida
de este instante, el ajetreo de las hojas en los árboles, en el suelo que de
repente es un panteón de hojarasca que despierta y gira a mi alrededor, danza como
la fiebre, como la carne rejuvenecida de las brujas alrededor de un gato o un
perro de aguas negras, siempre de aguas negras.
La
vida es un rasguño en las vísceras, una mano que tantea el corazón como si
comprara mandarinas en el mercado, a veces aprieta de más y ya no hay manera de
impedir el desastre, que el zumo se derrame por los dedos, que se consuma en la
soledad de una mano en soledad.
Respiro,
siento el golpe en el costado, la patada de cabra que impide levantarme de la
banca. Hoy amanecí cansado y la verga tan cruelmente humana, era un
desbarajuste, un atentado contra mí mismo, una declaración de guerra que mis
ojos se negaban a ver, que mi propio cuerpo rechazaba, pero estaba allí, dura,
marcada, imposiblemente bruta a mis años.
El
deseo no respeta el sueño o un cuerpo triturado por el insomnio, el deseo es
ese animal que nos muerde las venas, que lame el vientre, el pubis, que recorre
religiosamente las laderas del sexo y bebe; hay tanto río en mí que me ahogo,
me desboco entre el balido de la bestia, entre su sed.
El
deseo es esa noche que es ahora en esta banca, que es ahora en el recuerdo de
una lluvia y una calle que nos dio la esquina de su oscuridad, es este dolor en
el costado, eres tú y tus senos y mi boca en ese brillo tuyo que hiere y
lubrica, la saliva que cae y desespera una tarde y toda la violencia de la
hojarasca que insiste en olvidar su muerte y cubrir de abril lo que me queda de
otoño.
El
aquelarre se adelantó este año, la cabra no deja de balar y patear mi costado.