La lluvia nunca empieza en la
cabeza, inicia en los zapatos, en las plantas de los pies. Uno sale a la calle
y se empapa de mundo, las pequeñas cuestas nos llenan de sudor las sienes, el
cuello, las axilas, la espalda; vivimos remojados en nuestros hedores, excepto
en los pies que gozan de la penumbra del calcetín; del zapato como si fuera su
casa. Si algo tenemos de caracoles o de tortugas está precisamente en esos
apéndices protegidos del mundo.
No
hay parte del cuerpo que goce desde la infancia de tanto cuidado como aquellos
animalejos: ¡no toques el suelo frío!, ¡ponte calcetines que te vas a enfermar!,
¡no subas las escaleras con chanclas, te
vas a caer!, ¡cuidado con las patas de los muebles!... Tanta preocupación ha
hecho del hombre citadino un mal remedo de Aquiles. El sedentarismo hizo que nuestras patas
dejaran de evolucionar a tal grado que cualquier piedrita en el zapato o uña
enterrada sea tan dolorosa como una sacada de muelas o un esguince.
Envidio
las almohadillas de los felinos y de los perros, las pezuñas de los toros o de
las vacas, incluso los pies callosos de los hombres del campo o de la sierra, que
nos sugieren un dolor infatigable a causa de las herraduras que la naturaleza clava en
ellos. Sin embargo, tienen su premio, ya que gozan la libertad de traer las patas desnudas, de ese tacto a ras de
suelo, sabedor de la grumosidad de la tierra, de la timidez de las flores y el
jugueteo de los pastos, de la envidia de los cardos y la inocencia, a veces
terrible, del pelambre de las bestias. Los pies son nuestra raíz pero también
el trazo de nosotros en el tiempo.
En
la ciudad, en cambio, son dos niños enfermizos, bastante frágiles y temerosos, por ello la
lluvia no se percibe como calamidad hasta que empapa el calzado y, entonces, ahora sí: el ahogo y la rendición. El recuerdo del diluvio universal se nos viene encima
y ya no hay manera de subir a la barca, ya no tiene ningún sentido intentar
salvarnos cuando estamos empapados de los pies a la cabeza, siempre en ese orden.
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