La imagen es una
historia que, paradójicamente, a pesar de haber sido, está por contarse. Una
buena fotografía es como el libro de Las
mil y una noches, pues, si es buena, sugerirá mil y una historias al
espectador.
La foto del inicio podría ser un fotograma de alguna
película de suspenso –pienso en Hitchcock– o la portada de alguna novela
policiaca o del género negro. He aquí dos contrarios que se complementan: la
solidez de la puerta y la sombra de la mano. Este contraste es lo que me hace
intuir una historia. Podría pensar que esa sombra pertenece a la mano de un
hombre que, al regresar a casa por diversas razones que está demás contarlas, escucha ruidos en el primer
piso, específicamente en la recámara, donde la desnudez y la intimidad tienen sus fueros.
Ese individuo, en un comienzo, no distingue aquellos sonidos o no puede
aceptarlos, pero el balazo de gemidos empieza a lamer su mente. No quiere darle realidad a lo que estaba fuera de su mundo, de su
horizonte de hace unos minutos cuando creía que era mejor retornar cuanto antes a casa.
Sube peldaño a
peldaño, cada paso va marcando sus latidos, las maderas de la escalera crujen
aplastadas por su silencio. Se acerca a la habitación; la sombra va cercando el pomo de la puerta. Su
carne está detenida, contempla la sombra de su dedos que avanzan con más
seguridad que su propia mano, que los disparos de su cerebro incitándolo a
cerrar sus falanges sobre esa redondez, apretarla, ahogarla y girarla
desesperadamente.
Se toca el saco, es inútil, no lleva arma, nunca ha llevado, pero por un
momento se sintió parte de esas películas que tanto le gustaban. Se lamenta que
no fuera sólo un actor, que su casa fuera su casa y no un set de filmación; y que esos gritos y ese sudor que se escurren por
debajo de la puerta no sean fingidos.
Sabe que la pistola está en la habitación, pero ella también conoce el
lugar exacto donde él la guarda. Los gemidos son impúdicos, desesperados, un
lamento dorado de pescadería. Su esqueleto se empieza a quebrar, las astillas
de los huesos se le clavan en los músculos, en la sangre, lo fustigan, siente ya
en sus pupilas la quemadura del odio y la tristeza.
Tiene miedo, necesita ser más rápido que su mujer. No debe detenerse a
ver la escena, el dolor y la decepción tienen que esperar hasta que tenga sobre sus
manos la última carta fría y dura que los condene y juzgue a los tres. Directo
al buró –se repite–, jalar el cajón, sacar el arma: un disparo para erguir el
silencio.
Por primera vez sabe que la muerte está a un paso. Teme, nunca fue
valiente, pero la hombría no es un pensamiento ni una cualidad, es un impulso
que lo obliga a castigar y a sentenciar el simulacro de felicidad que ha sido
su vida. Imagina el mueble y siente que cada vez está más lejos; sabe que
cuando abra la puerta no habrá retorno, pero piensa que no llegará, que son
demasiados pasos, pero ya no puede irse, ya no, desde que empezó a subir las
escaleras estaba condenado a terminar el acto.
Su mujer sólo tendría que estirar el brazo, ¿sería capaz de dispararle?
Sabía la respuesta, si no, ¿porqué aún estaba afuera de la habitación pensando
todo esto? Imagina un sinnúmero de posiciones en que los puede hallar; una que
le diera cierta ventaja, pero la olvida enseguida, es demasiado obscena para
creerla posible. No quiere imaginarla, no puede. Traga saliva y la sombra de su
mano parece adelantarse a sus pensamientos, firmemente empuña la manija, está a
punto de girarla…
Las fotos son de Lucía López Canales
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