Uno siempre vive cometiendo
errores, por eso se dice que es bueno aprender de ellos. Por lo general no
afectan a las demás personas, vaya, quizá hieran a los miembros de la familia o
a los pasajeros de algún coche, pero hasta allí. Pues un hombre común, un
individuo como cualquier otro no puede causar un daño a gran escala. Aunque hay
veces que sí. Por torpeza, por falta de cultura, de sensibilidad se puede
llegar a atentar contra el patrimonio de una nación o de la humanidad.
En
un funcionario público o en algún personaje poderoso estos descuidos por
torpeza o falta de cultura o sensibilidad son intolerables. No hablaré de los
intencionales, que por obvias razones son imperdonables.
Ahora
bien, esta perorata viene a colación porque hace unos días decidí bajarme una
estación antes de Bellas Artes para recorrer la Alameda central. Era lunes y el
clima estaba agradable –lo único.
Los
jardines estaban completamente invadidos por el ambulantaje, al igual que la
acera que los circunda. Sé que la gente necesita trabajar, ¿quién lo niega?,
pero, al igual que nadie se pone a vender algodones de azúcar dentro de
Catedral o –para no ir tan lejos- en cualquier iglesia sin el menor valor
arquitectónico o en la casa de usted o en la mía; tampoco se debería permitir hacer
negocio en lugares que son patrimonio de la nación o de la humanidad: de usted
y mío y de su vecina y de cualquier persona viviente y por nacer –usted dirá que es
innecesaria la aclaración, pero los hechos demuestran lo contrario.
Sé
que es por falta de educación, de sensibilidad artística, pero por sentido
común se debe respetar lo que no pertenece a unos cuantos, como el Hemiciclo a
Juárez. Los leones son estatuas, no juguetes de zoológico para que, ya no
digamos los niños, si no los adolescentes se suban en ellos y maltraten algo
que le costó meses u años de esfuerzo a alguien esculpir.
Ahora
bien, si este error en un ciudadano común y corriente es imperdonable, qué
pensar del jefe de gobierno del Distrito Federal. Marcelo Ebrard. Que por sus
pantalones manda talar los árboles de la Alameda… Pretextando que están muy
viejos y son un peligro, pero que en su lugar replantará y añadirá florecitas
para que se vea retechula de bonita la Alameda.
En
principio no le veía nada malo a lo que argüía, son árboles viejos, ¿qué duda
cabe? Que se planten nuevos, me parece excelente idea; pero ¿cuántos meses han
pasado desde que el jefe del DF anunció
reavivar a este pulmón del centro histórico? A la fecha yo veo media Alameda
pelona, y dígame: ¿Qué calva es atractiva?
Varias
preguntas se me vienen a la cabeza a partir de mi mal andada caminata: ¿cuántos
pulmones tenemos en el centro histórico?, ¿de dónde si no de los árboles
obtenemos oxígeno?, ¿cuánto tarda un árbol en crecer?, ¿por qué han tardado
tanto en plantar nuevos árboles?, ¿por qué se permite el ambulantaje en una
zona que pertenece a todos los mexicanos?, ¿por qué la gente se orina atrás del
hemiciclo a Juárez –ese siempre ha sido un misterio que me gustaría resolver,
bueno a mí y a María Felix, que dios la tenga en su gloria?
Me
siento agredido al ver la mutilación de un lugar que ha servido de punto de
reunión por siglos, de crítica social, modelo de artistas para plasmar sus
obras. Pero al ver la manera en que estamos sembrando escombros y podredumbre
en ella, me da por pensar: ¿es éste el parque por donde caminaba Carlota?, ¿en
esos charcos verdosos imaginó Mathurin Moreau chapoteando a su Venus y a sus Céfiros? Porque
si es así, yo sinceramente ya no entiendo nada.
El
hedor a caño y a meados se entrelazan con el tufo de la grasa quemada de las
fritangas y de la basura en descomposición. Los raterillos, los lazos de los
puestos, los comerciantes y sus carritos, hieleras, parrillas hacen que el
caminante esté atento a no perder el paso y la cartera.
La
vista de la Alameda es una invitación a no cruzar por allí. Pero eso sí, los
policías, muy monos, digo, charros con sus trajecitos y sus caballitos cagando
por todas partes. Claro que ellos tan afables y comprensivos, no les dicen
nada, ni a los comerciantes que cuelgan sus lonas en alguna de las múltiples
estatuas que hay en la Alameda ni a los párvulos que miden sus fuerzas con la
cabeza recapitada del águila o el hercúleo león del hemiciclo a Juárez que –dicho
sea de paso– lo saben mansito.
Yo
no sé quién aún puede afirmar que la Alameda central sea digna de ser recorrida
en la actualidad. Si Ebrard ya empezó las obras para embellecerla –al menos ya
taló los árboles–, debería hacer que su charra policía cuidara lo que todavía
la falta de cultura e insensibilidad artística y sentido común del ciudadano no
han terminado por destruir.
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