La
hora, imprecisa; la precisión la marcaron otras circunstancias que no podría
definir y que no importan, más que dos: mi gusto por el jazz y por Baker. El
lugar es prescindible. Así que mi primer asidero para narrar mi encuentro será
su música.
Como tantas otras veces lo escuchaba: su voz tenía
pegado el polvo del vinil y su trompeta seguía igual de frágil y aguda. Pero
había algo diferente, una incredulidad ante la vida, una ironía que hacían de
“I’m a fool to want you” o “Almost blue” algo difícil de escuchar.
Vacío, no en el sentido de la interpretación, sino
por ella. Esa vacuidad llenaba las notas, la garganta de Chet y mi oído;
obligándome en silencio a rogarle que callara, que no siguiera matándose ni
matándome de esa forma.
Oírlo fue como tener anestesiados los sentidos; no
creer, ni en el futuro ni en la vida misma. Era como si nada valiera la pena.
Ni el suicidio era una salida posible, porque la muerte carecía de tragedia y
por ende, de catarsis. Lo que sentía al escucharlo era un deseo de olvido sin
esperanza de hallarlo. De ese modo –sólo ahora, al escribirlo, lo entiendo– se
alzaba hacia mí su sonrisa al final de nuestro encuentro.
Al principio dudé. No podía verlo por el humo, pero
bastó el inicio de "My funny Valentine"
para saber que era su trompeta. Cantó algunas más. No llegué desde el inicio.
El lugar estaba a punto de caerse. La gente se amontonaba. Algunos querían
subir al escenario. Él calló. Encendió un cigarrillo y pidió –quizá– silencio.
Hizo una mueca, tal vez movió su cabeza negativamente. El micrófono dejaba
saber que estaba guardando su instrumento en el estuche. Fue todo.
No lo había visto aún, pero sabía que era él. La
gente seguía amontonándose. Nadie le tomó atención cuando dejó el escenario.
Miré el reloj. Las manecillas se habían detenido. No supe qué hora era.
Como pude alcancé la salida y rodeé el lugar. Por
tantas películas que había visto supuse que saldría por la puerta de atrás.
Sabía que era drogadicto, ¿quién no lo era en esa época?, ¿quién podía soportar
así como si nada, noche tras noche, un lugar completamente atestado de ruido?
¿Quién puede vivir consigo mismo siendo un genio, un virtuoso de la música?
Alguien como Chet debe de vivir fuera de sí, del mundo para ser, para poder
existir y aguantar su rostro en la mañana. La droga era un mal necesario, su
dosis de realidad ante la locura del talento y la angustia de su entorno que lo
iba minando.
Por fin llegué al callejón, a la salida trasera.
Como en las películas, había una pequeña placa arriba de la puerta que decía Exit y en los dos muros de la calleja
botes de aluminio atestados de basura. Sólo había un farol que prendía y apagaba. De las coladeras subía una especie de tufo grisáseo. Salió. Se detuvo
en la escalerilla; dejó el estuche en el suelo y sus manos subieron las solapas
de su sacó. No sentí el frío hasta que lo vi en su cuerpo. Allí me percaté que todo
estaba en blanco y negro, me sentía dentro de un film noir. La explicación era sencilla: la noche y la falta de luz.
Volvió a tomar el estuche y se dirigió con la vista
puesta en el suelo hacia donde yo me encontraba. Lo vi tan desvalido; apretaba
férreamente la manija del estuche como si la trompeta fuera el único soporte
que tuviera con la vida y con sus manos.
Pasó sin verme o quizá no vi que me miraba o
simplemente no me prestó atención. Se paró delante de mí y encendió un
cigarrillo. Quería hablarle, decirle: ¡ey, Chet!, eres único. Ellos no te
valoran, no saben. Eres grande Chet. Pero tampoco soy un lameculos.
Nada dije. Caminaba muy despacio y lo seguí. Se
detuvo; –sin verme– sacó la cajetilla de cigarrillos y estiró su brazo hacia un
costado. Tomé uno y lo guardé en el saco que llevaba. Le dije gracias, pero su
rostro borró mis palabras. Estaba muy viejo, tendría quizá ochenta años, el
pelo, que le llegaba por debajo de la nuca, totalmente blanco y grasiento.
Siguió
avanzando y no podía dejar de caminar a su lado. ¡Ey amigo! –me dijo, aunque no
sé si estoy traduciendo con exactitud sus palabras–, ¿qué quieres? –Nos
miramos, le pregunté si era Chet Baker. –Volteó y encendió otro cigarrillo…
-Te
he escuchado Chet. Estaba allí. Eres un genio. –Me sorprende que con tanto
ruido escucharas algo –soltó al fin el humo–; ni yo podía oírme. –Me quedé
callado. Dudé de lo que pasaba. Ciertamente el ruido me hubiera hecho imposible
escucharlo, pero claramente era su trompeta y su voz.
Siguió
caminando y le hizo la parada a un autobús. Me miró, dijo –sardónicamente– si
quería un autógrafo antes de que subiera. El cigarrillo cayó de su boca. Me
sonrió burlonamente y era su misma dentadura podrida… Se quedó callado algunos
segundos y después, sin mirarme, tratando de asir un pasado que casi fue suyo: –Me
hubieras escuchado antes. Cuando era joven, en el cincuenta y dos, me escuchó
Bird y le gustó. Hubiera podido tocar con él, muchacho. Quizá hubiera merecido
un autógrafo.
Subió y el
autobús arrancó. No volteó por la ventanilla. Se marchó sin más. Hacía frío. Y
yo seguía escuchando a Baker mientras apretaba el cigarrillo entre mi mano
Los sueños son uno de los mejores amigos de la escritura. Buen texto!
ResponderEliminarJoselo