Tendría que hablar de
su trayectoria, de sus siete nominaciones y sus tres premios Graffiti, del
disco Badaboom!! -que acabo de
terminar de escuchar; de su próximo concierto el once de enero a las diez de la
noche en el Imperial de la condesa; y que el disco se puede descargar gratis en
mintparker.bandcamp.com. Pero lo cierto que toda esa información es
apabullante, no puedo manejarla por la sencilla razón de que mi encuentro con Mint
Parker se dio de una manera muy distinta.
Para
comenzar, la tranquilidad estaba en la bebida, en el aire y en la amistad
remunerada y multiplicada por la compañía de mis amigos. Todo usual, pero por
algo el centro es mi lugar preferido, allí he padecido la mayoría de los
milagros y esa noche, cuando sólo esperaba los labios del alcohol sobre mis
sentidos, estos se negaron a su boca.
Primero
fue la vista, que quizá es el único sentido que aguza el alcohol. Ella charlaba en la barra con una amiga –las
dos uruguayas. Nada fuera de lo normal: dos chicas hermosas que platicaban
armonizando y dando más lustre a una peda que terminaría en ese mismo tenor
–pero esa es otra historia.
Lo
segundo, que me fue obligando a volver a mi cuerpo, fue la curiosidad. El
amplificador, el bajo, la guitarra, todo frente a mí. Estaba escéptico. Me he
llevado muchas decepciones en la vida y pensé que ésta sería una más, pero,
como soy un maldito criticón de mierda, quería escuchar, al menos, la primera
canción. Además, como dije, la chica era hermosa y con acento extranjero –uno
de mis fetiches preferidos.
Lo
primero fue el bajo, siempre lo he imaginado pesado, como un gordo subiendo una
colina, pero marcando el ritmo, dirigiendo desde su austeridad de cuerdas a los
demás instrumentos. Sabiendo que la amistad es una buena charla -en este caso
con la voz y la guitarra.
¡Ay,
La guitarra!, esa puberta que siempre se mueve con apuro, hasta en su lentitud
parece desbocarse, querer robar escena, pero en esta ocasión fue el gordo
blanco –domado por Guille Castillo–, quien le obligó a ser una brisa y a
sostener su peso, acoplándose a él y por momentos ser cargada como quinceañera
por el ritmo que le dictaba.
La
voz tenía la soltura y la intimidad de un patio, de una borrachera que iba
calentando los sentidos, pero no los apagaba, los mantenía, como decía Quevedo:
en amoroso fuego todo ardiendo. Los instrumentos también crepitaban
armoniosamente en esa voz que era un pequeño río, haciendo surgir con cada
nota, con cada palabra ese cuerpo y ese rostro hecho por la alegría –aun
hablando de cosas tristes- de la música.
Entonces,
entré en el secreto, en el pudor de la epifanía que nunca revela, sólo sugiere,
en el breve milagro que fue Mint Parker; que de íntima se volvió clara y de
clara fue una fiesta o una mujer en continuo hacerse en y por el río, el jardín
y la plaza de su voz; abriendo una ventana y una puerta que quizá no existieron
más que esa noche en una calle del centro, pues los milagros no son cosa de
todos los días.
Al
menos -como la flor en la mano del poeta inglés al regresar del paraíso- me
queda su disco para constatar la veracidad de ese tiempo y espacio perdidos; y
poder seguir abriendo algunas esquinas o bares o noches del azar; quizá sin lo fortuito
del milagro, pero aún con la fuerza rítmica de un surtidor y un jardín que no
cesa de prodigarse ante mí.
Pues
la música es una creación instantánea, un rostro que se va conociendo tan
rápida o lentamente como se vaya fraguando; para después, quizá, quedar
flotando en la memoria, como ese verso de Borges que sólo después de que acabó
de cantar Mint Parker supe que la definía, pero también a la noche misma y sus
milagros, y que tal vez sólo tenga sentido para mí: la intimidad de tu frente
clara como una fiesta.
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