I
El frío no se va,
nunca se va, jamás se aleja. Ni en verano ni a mediodía; el sudor no lo calma
porque éste siempre es una gota de hielo, un colmillo, un veneno que no cesa,
que va resbalando, encarnándose lenta y agudamente. Y a veces es rojo o azul;
negro o violeta; del color y del peso del barniz que nos hiera.
Pensaba
que uno puede acostumbrarse a padecerlo, como se acostumbra el cuerpo o la
mente al dolor, al hambre, al olvido; pero no es costumbre, no puede serlo, es impotencia.
Nadie puede cubrirse completamente de él, ni partir el aire en dos, pues éste
se deshebra y empieza a enredarnos, a tejer lentamente nuestra mortaja.
El
frío no es una presencia, es ausencia y vacío; reflejo y distancia; vuelve una
y otra vez desde la charca del olvido intentando ahogarnos. Endurece los ojos, los
hincha como rocas podridas, como rocas huérfanas, petrificadas en el recuerdo
del crepitar que fueron.
II
La puerta está
cerrada y las cortinas corridas. Miro el reloj: las cinco; últimamente todas
las horas son las cinco de la tarde. Es cuando el frío, con más virulencia, se
adhiere al sol reflejado en el muro de enfrente. Los colores empiezan a sufrir,
a perder la memoria de su lustre; la baba del frío va escurriendo sobre ellos, chupándolos,
lamiéndolos. Bufan tratando de detener la hemorragia, de tomar del aire los
pigmentos que por derecho eran suyos; tiemblan, empiezan a adelgazar… Es
demasiado tarde, el frío los deja secos, como una cáscara vacía.
Mis
dedos me dicen que no; se atiesan mis falanges, me encomian a que pare, se
revelan al teclado, tratan de convencerme que la ignorancia es lo mejor; que uno
puede olvidar lo que dice, pero lo escrito es el arma y la mano del suicida. No
sigas –prosiguen–, mira, hay tiempo, el reloj avanza, pronto pasará y serán las
seis, quizá antes deje de dolerte la sonrisa y los ojos; espera, detén tu mano
y deja la hoja hasta aquí, aún podemos…
Pero
no, no es posible, porque el frío me envicia, porque el dolor estimula la vida,
la folla; lubrica la sangre y la mirada; y entonces, sé que aceptaré, no,
querré, suplicaré por las llagas, por los estigmas del pasado y de lo que
vendrá.
Con
sumisión mi cuerpo se desgarrará por cosas muertas, por cadáveres mal
enterrados, por un pubis o una axila que ya no guardan su olor, que puedo
imaginarlos con notas de ciruelas y arándanos, pero quizá, sólo era el hedor de
un pulpo cercenado, aliento negro que incitaba las dentelladas del deseo y a creer,
como una verdad de piedra, que el día era una noche de veinticuatro horas, un
hotel que me iba encerrando dentro de los espejos del techo y atornillando a
los gemidos de la cama.
Por
ello, no podía, no, no puedo evitar escribir o seguir pagando por uno de aquellos
cuartos donde partes de mí aún tiritan, sangran y se vacían; y que algún día
–quizá–, terminaré por entrar a cada una de esas habitaciones en las que he
quedado mutilado y congelado en una incesante hemorragia de deseo.
La foto es de Bill Brandt
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