Hay veces, sólo
algunas, en que la lluvia es lluvia y no otra cosa. En que no tiene esa
consistencia de aceite o de mineral líquido o de mar y que no dibuja siluetas
en los charcos, ni el sonido al golpear la acera me recuerda un gemido o un
susurro humedeciéndome la oreja o que golpea como un “lento adiós que no se
acaba”. Pero son pocas las veces en que la lluvia se comporta como lluvia y no como otra cosa.
Hay
días, sólo algunos, en que la lluvia es sólo eso y puedo salir sin peligro de
entristecerme o de embriagarme de saudade o enamorarme como estúpido de una
mujer que esconde su rostro bajo un paraguas amarillo. Entonces, sin temor,
puedo mojarme completamente y refrescar un poco este ardor con
el que amanezco y va corroyéndome a lo largo del día, hasta que vencido entrego
mi carne al colchón, más duro –como diría Garfias– que mis propios huesos.
Pero
digo, son pocos los días en que de verdad llueve y que la ventana es sólo una
ventana que muestra la calle y a las personas apuradas en llegar a casa o
resguardándose en la tienda o en la panadería.
Porque
hay otros en que asomarse a ella es mirar lo que se creía ya en el olvido; y a
veces, por uno de sus ángulos, puedo ver mis dedos enceguecidos, bebiendo la
humedad que escurre por unos muslos orgullosos de su rotundidad, de su presente
macizo y absoluto que surge, no de ellos, sino de un gemido ahogado y moreno, que
culebrea por la espina dorsal hasta la espalda baja, y seguir así su descenso
erizando la piel de los glúteos tensos, redondos y duros, como si estuvieran
temerosos o al acecho o en espera de mis manos, para al fin, terminar deshecho
en los huesitos del coxis que empujan el sexo hacia mis dedos, anegándonos a
ambos o a esos dos, porque ya no soy el de aquel entonces.
Y
en otro ángulo, casi enseguida de aquel, siento el olor de tierra mojada macerada
por el de dos cuerpos que sin pudor se abren y luchan sin otras armas que su
propio deseo; y se mueren y se agotan a la luz de la luna de algún pueblo
perdido o que jamás existió, bajo un pirul que frota sus palmas como si buscara
acariciar el aire o el aliento de aquellos dos que se resguardan bajo sus sombras. Él
tiene sus senos entre su boca y por primera vez siente el peso de la vida y la
fugacidad del tiempo. Los bebe con avidez como si el desierto estuviera a un
paso y llegando a él, no pudiera regresar a aquel oasis. Lo que nunca sabrá es que esa será la última vez que
estuvieron juntos; aunque se asomará infinidad de veces a la calle y esperará
horas y horas hasta que su rostro desgastado por la ausencia sea un reflejo de
mi propia cara asomada a otra ventana que me abre ésa o ésta en la que él sigue allí
esperando, sin saber que la alegría nunca se repite, es voluble, siempre nos
abandona para llegar después con un sabor diferente.
Pero
hay otro ángulo en que aparece un cortejo fúnebre. Un vuelo negro que quisiera
olvidar pero necesito retenerlo en mi sangre, licuarlo en ella, porque para
ser es necesario el recuerdo de los muertos, su ausencia debe seguir latiendo
en nosotros porque somos parte de ella y va perfilando, sin que lo sepamos,
nuestras vidas.
Hay
quizá en medio de la ventana, una sonrisa y un jardín lleno de girasoles y una
perrera azul donde mordí mis primeros besos y mis primos y amigos se burlaban
de mí, quizá por envidia, porque yo era un niño de seis, siete años y no sabía
dónde poner, en qué parte de mi cuerpo grabar tanta belleza, aún ahora se me escurre
y quisiera cubrir entera la ventana con aquella niña rubia que parecía un girasole encendido, pero hay cosas que me niego aún a escribir, que quiero guardarlas sólo en mi cuerpo.
Hay otro, arriba a la izquierda, que me recuerda todas las posibilidades que tuve en mis manos y no quise, y otras que quise y nunca estuvieron ni cerca de mí.
Hay otro, arriba a la izquierda, que me recuerda todas las posibilidades que tuve en mis manos y no quise, y otras que quise y nunca estuvieron ni cerca de mí.
Sería
inútil tratar de mencionar cada uno de los pasados que las ventanas, cuando llueve,
aunque no llueve, han traído hacia mí. Afuera cae el agua, la siento golpear
sobre las paredes y el pavimento y estallar en los cristales de las ventanas,
pero tengo miedo de mirar, dejaré corridas las cortinas porque hoy ando
demasiado susceptible a la tristeza y no quiero que el amor me interrogue en
esta noche en que no tengo una sola respuesta para justificar sus reclamos.