Esta semana me ha
costado mucho escribir Vagalia, porque empiezo a soñar en personajes, en
espacios y en historias debido al poco tiempo que tengo para terminar un libro
de minificciones y apenas llevo dos semanas en ello. En este momento,
estoy obsesionado con una falda verde, ceñida a los muslos, vista a través de una
copa de Martini. Es noche –debe de serlo– una falda así no merece otro horario.
Flota
la aceituna y el vestido se mueve, se contonea, se disipa en la copa, la va
ahogando en su color. Estoy mareado, me siento en altamar y con la cara al
suelo. Me entra la nausea, me agarro de la mesa. No sé si me está viendo o no.
Pero no debo vomitar. No, porque tengo que escribir al menos un párrafo, algo, lo que sea. Y sé que debo alejarme de ella porque no me da más, no surge una ficción de
aquí; pero tantas horas sentado, urdiendo todos los días una historia
diferente, pensando –cuando no estoy frente al teclado– líneas argumentales, un
principio, un medio y un fin –a veces no llego al fin o ni siquiera tengo un
nudo–, me tienen al borde de la histeria.
Tengo
una falda vista a través de un Martini, eso es todo, ni un personaje entero
logro crear, es verdaderamente patético. Pero la falda es hermosa, lástima que
no pueda describirla porque su mutabilidad escapa de mis ojos al verla a través
de la copa y del líquido del cocktail.
Si pudieran mirarla seguramente alguno de ustedes se les ocurriría un cuerpo, un rostro, un nombre, y lo más importante, una historia; porque a mí, realmente, a estas alturas, no me queda cabeza para imaginar nada.
Si pudieran mirarla seguramente alguno de ustedes se les ocurriría un cuerpo, un rostro, un nombre, y lo más importante, una historia; porque a mí, realmente, a estas alturas, no me queda cabeza para imaginar nada.
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