Julio
Camba en alguno de sus numerosos artículos-ensayos-cuentos-crónicas decía que
el foi-gras es un hígado patológico.
Quizá por la manera en que se extrae o por algo más tenebroso que no logro
vislumbrar. Eso me hizo pensar en otros guisos que pudieran ser clasificados
dentro de lo patológico, que no intentaré si quiera definir, pues si Camba no
lo aclaró, es precisamente porque el misterio –que siempre conlleva algo
terrible o Infra o sobrenatural– es parte
consustancial de su preparación.
Pensé que las salsas, brebaje brujeril por
excelencia, entrarían en este terreno, pues se necesita de cierta patología no
sólo para prepararlas, también para digerirlas y algo de masoquismo –que dicho
sea de paso, también es una patología. Las salsas por definición clínica parten
de un tormento o de un sadismo físico hacia otro psíquico –en el caso de quien
las prepara; y de aquel que las degusta –si se pueden saborear– el proceso es
el contrario, pues de lo mental el padecimiento se extrapola hacia lo corporal.
En
el primer caso, todo empieza en el mercado –tema ya tratado en otra entrada– desde
el momento en que se escogen los chiles –placer que ya supura en los ojos y en
las manos– , hasta el instante en que se pone la salsa en la mesa.
Confieso
que por más que traté de averiguar cuáles eran las recetas que se usaban, todas
eran secretas o tenían un ingrediente oculto que jamás pude conocer, pues al
tratar de preparar ciertas salsas nunca me quedaban tan bien como las que tuve
la suerte o la desgracia de probar.
También,
no sin cierta vergüenza, aclaro que al principio, cuando comencé a cocinarlas,
tenía unas inmensas ganas de vomitar. Sentía las arcadas a cada segundo. Pero
después de varios intentos el placer empezó a dominar mis manos, la sangre me
bullía, comenzaba a hipar, a excitarme sin poder evitarlo. Tuve que detenerme
–dejar por la paz mis experimentos–, sentía que estaba irrumpiendo en zonas
prohibidas para el hombre y sabía que si me aventuraba a ir un poco más allá, no habría para mí retorno.
Pero
volvamos al asunto de la preparación. Después de escoger y acariciar los chiles,
los ajos, las cebollas, etc…, estas señoras o señoritas educadas en los
placeres gustativos, los acuestan en la tabla de picado o los ponen, con
ternura, sobre el comal –algunas sienten un inmenso placer en poner la llama
baja y esperar a que el acero se vaya calentando paulatinamente para que vaya
en crescendo la agonía de estos
pobres infelices– para dorarlos junto a los demás insumos –que muchas veces se
sofríen con un poco de aceite de oliva. En el momento en que son pasados por
las brazas, sus aullidos y sus lamentos ahogan la cocina –es mejor no estar
presente cuando eso pasa.
Desafortunadamente,
yo tuve que presenciar ese acto –y por desgracia lo llevé a termino en varias
ocasiones. En esos momentos sentía como si fuera mi propio cuerpo el que ardía,
en vez de la de aquellos infelices sentenciados a serles arrancada la piel en
vida, dejando al descubierto la carne quemada y supurante. La agonía dura
bastantes minutos, hasta el momento cumbre en que son desmembrados. Ya sea por
medio del rudimentario molcajete –proceso dolorosísimo, pues se lleva su tiempo y la persona que los
machaca siente un infinito goce en mirar y oler cómo todos esos jugos explotan,
se aplastan bajo esa negra piedra porosa manejada con arte, descubriéndose, la
mano, voluptuosa ante esas rojas, blancas, verdes entrañas que va triturando;
aunque hay otras, más piadosas –aún la maldad no las llena por entero– que
utilizan los artilugios modernos para terminar rápidamente con aquel tormento,
como la licuadora.
Pero
todos saben que nada es gratis en este mundo, que de una u otra forma se pagan
nuestros actos y nuestros pecados. La constatación más clara –por inmediata– en
el ámbito culinario es el llanto que provoca la cebolla al ser pasada por el
cuchillo. No sólo afecta a la cocinera, sino a todos los que entran y presencian
los filos de la muerte. La blancura es llanto –decía un poeta sin nombre–,
ceguera que arroba la razón y los sentidos –continúa–, y es por ello que muchas
–hasta las más expertas– tienen que dejar un poco el negro mango sobre la mesa
para enjuagarse las lágrimas. Lo
que comprobé con terror, es que lo hacen sobre todo para mirar la claridad de
cada corte. Al inicio es un movimiento tímido, pero conforme pasa el tiempo y
las rebanadas se enciman sobre la tabla de picar, la gula empieza a devorarles los
dedos; éstos, con precisión de cirujano, van tajando y tajando todo lo que pase
bajo sus ojos, “todo”.
Las
brujas –y esto es moneda corriente– son las esposas del demonio, cada que
elaboran una pócima o uno de sus potajes piden un favor al Siniestro para que
éstos sean exitosos. El pago, siempre es una merma de su ser, el caso extremo
es la pérdida del alma; pero también este intercambio de favores se puede
traslucir en un agotamiento físico, en la palidez del rostro, en lágrimas –como
ya hice notar–, falta de apetito o un apetito desaforado –en algunos casos –o
en muchos– también es sexual–; caída de pelo, dolores de cabeza, antebrazos
aguados –los famosos brazos de salero. Las vendedoras de gorditas, por ejemplo,
son un caso típico de este tipo de pagos–, entre otros…
He
visto a muchas preparar salsas, pero una vez observé sin que me vieran, cómo
una mujer, sonriendo para sí misma, echaba las lágrimas que las cebollas le
provocaban dentro de aquellos menjurjes.
Mi amistad con el hijo de aquella mujer me obligaba a entrar y comer en
esa casa con cierta frecuencia; pero después de un tiempo, preferí perder la
amistad, porque siempre salía agotado y con una desesperación y depresión que
no sabía a qué se debía. Era una familia demasiado triste y en la casa dominaba
una atmósfera bastante pesada. Todo esto viene a colación porque quizá lo que
vi en aquella cocina –en este momento es que lo pienso– explique lo que les
sucedía a todos los individuos que llegaban a pisar aquella casona.
Hay
también un mito popular sobre la preparación de las salsas y es aquel que
menciona el enojo como principal ingrediente, al menos en lo referido al picor.
Entre más enojada la bruja, digo, la cocinera, más picoso estará el potaje.
Ciertamente, cuando mi madre decide hacer las salsas, nadie puede entrar en la
cocina, además todos tratamos de hacer que se sienta lo más relajada posible,
pues queremos evitarle cualquier tipo de enojo que pudiera, a causa de las
salsas, rajarnos vivos los labios y ulcerarnos el estómago. Este tipo de malestar ya es propio del degustante de salsas. Por tal motivo, ahora me dedicaré a él.
Las
consecuencias que conlleva probar este tipo de platillos son varias, ya mencioné dos en el párrafo
anterior –psíquicas–; pero después que el temor inunda al individuo, este tipo
de platillos pueden llegar a desgarrar, literalmente, la garganta –malestares
físicos–, hacer del cuerpo una llama viva –el sudor que se transpira mientras
se está en este vicio digestivo, es un paso anterior a la combustión total del
individuo–. Las lágrimas y todo tipo de segregaciones que escurren por el
rostro y por el cuerpo también se deben a la ingesta de este tipo de preparaciones.
Otras se manifiestan en los huesos, éstos empiezan a perder
consistencia y densidad, la vista comienza a opacarse por algunos instantes; el
aire falta, se pueden presentar alucinaciones y una sed horrible –en todos los
casos se ha comprobado– empieza a dominar al individuo.
Las
salsas son sustancias altamente adictivas, una gota es más que suficiente. Después
que entra en nuestro organismo es imposible, por el resto de nuestras vidas, comer
sin ellas. Es quizá esta adicción –y un cierto grado de temeridad– lo único que
vence el miedo a probarlas, sobre todo cuando llega el recipiente rebosando de
todos esos insumos que no sabemos bien a bien qué son y de dónde vinieron
–quizá en sus entrañas lata la sangre y la baba de Satán. ¿Quién podría
saberlo?
Como
colofón señalo que si ustedes observan a la cocinera un poco apartada del
festín y su mirada está fija en ustedes mismos y sonríe ante la voracidad y la
premura que los gobierna a causa de su “sazón”, deberán temer, ¡oh, sí!; deberán
temer, sobre todo, cuando les acerque las tortillas y los trozos jugosos de
carne.
Estoy
seguro que si es una bruja, sentirá un tremendo placer –casi imperceptible–
cuando ustedes comiencen a deshebrar con tosquedad la carne, a arrancarla del
hueso y empiecen los gritos –porque siempre llegan– y se alcen –en un momento
de ceguera– los tenedores y los cuchillos en contra del contertulio –el hermano, el padre, el
amante, el amigo–, tomando como pretexto el hambre, defendiéndola con la
rapidez y la brutalidad de dentelladas rabiosas y asesinas.
Taco
tras taco, sin notarlo, engullirán litros y litros de ese brebaje preparado
sólo para ustedes –hombres ignorantes; y en aquellos ojos, de ascua negra, verán
el eco de sus propios rugidos, la bestialidad con que tragan, con que rasgan, muerden,
salivan hasta que la última gota de salsa deje de lubricar el cerdo o la res –o
cualquier otro tipo de carne que haya puesto ella ¿para sus deleites?
La Odisea no es clara con respecto a la transformación de los navegantes en cerdos: se dice el qué pero no el cómo. La estirpe de las Circes quizá se haya extendido por el mundo y tiene su base de operaciones en nuestro salsero país. Una vez transformados podemos ser caníbales y comer a nuestros predescesores. Creo en la salsa y en las brujas, cada vez me veo más convencido. Salud por los vagos que revelan misterios milenarios con los mecanismos del detective.
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