Todo sucedió de una
manera inesperada, súbita, tanto que no tuve consciencia de lo que pasaba hasta
ahora. Mi hijo perdió un dedo mientras estuvo fuera de casa y todas las
explicaciones que me dio mi mujer eran demasiado minuciosas para creerlas –pero
las creí. Cesar, al entrar al departamento, corrió hacia mis brazos, casi me
arranca los pelos del pecho, como queriendo esconder sus uñas en mí. Le pregunté
qué le pasaba, pero nada me dije –tal vez debí insistir más, pero en ese
momento no quería presionarlo.
Mi
esposa, después de arreglar las cosas conmigo y perdonarme, se portó muy
complaciente. Algo andaba mal, no sé por qué me negaba a verlo, si era tan
claro. Mi matrimonio nunca fue uno de esos que se dicen felices para un cambio
tan brusco. Todo eso apestaba, sobre todo cuando empezó cada día a traerme las
chelas con una sonrisa en la cara, allí debí de hacer algo, pero estoy viejo, tengo
que aceptar que ya no tengo el olfato tan fino, por algo me jubilaron.
Le
dije al cliente que nada de lo escrito en el blog era cierto, debí esperar un
poco. Pero no tenía ganas de seguir con esto. Además, el putito que escribe el
blog ya andaba hablando de cafés y pendejada y media; y me di cuenta que era la
burla de todo mundo, no sólo de mis colegas, incluso en su pendejo blog recibía
indirectas. En uno o varios –no recuerdo– de los comentarios leí, que su funda
–el que siempre le comenta las entradas– se burlaba de mi trabajo, se daba
aires de investigador. Incluso escribía como si tuviéramos alguna familiaridad,
como si supiera que fuera a pasar, como si mi vida fuera un capítulo de una
telenovela. Hijo de la chingada, nada más porque no lo tengo de frente, porque
es muy fácil chingar por la espalda, pero ya quisiera ver que me lo diga a la
cara –soy patético, no sé si reír o lamentarme, cómo es posible que una sola
palabra pierda todos sus sentidos y a pesar de ello sea ésa: ver; la única
palabra que logre conmoverme. Pero incluso así, mantengo lo que digo. De seguro
ha de ser puto, ¿qué literato no lo es? Par de maricones. Nada más porque ya
tengo suficientes problemas, porque me dan ganas de darle una calentadita para
que aprenda a respetar este trabajo. No cualquiera puede enmierdarse en esto,
no cualquiera arriesga el pellejo y tiene los huevos para apretar un gatillo. No,
no cualquier, no cualquiera.
Desde
que regresé esta mañana a casa he estado muy mareado, no puedo concentrarme en
nada, estoy débil, mis recuerdos son difusos y todo el día he andado con sueño.
Lo último que retengo con cierta claridad es el escozor del aceite hirviendo en
mis ojos.
Fuimos
al centro los tres. Era noche, habíamos salido de ver una película en el
Palacio Chino y pensé en invitarlos a cenar unas gorditas o tacos, algo, lo que
sea. Pero, soy un viejo sabueso, demasiado entrenado para olvidar mis
costumbres, sobre todo con el último trabajo recién terminado. Así, que sin darme
cuenta, empecé a observar a las personas que comían en el puesto donde pedimos
las gorditas y lo que vi me hizo recordar lo que leí en esa entrada del blog
sobre brujas y gordas, algo por el estilo.
En
un instante mi hijo se apretó contra mi pantalón. Y su mirada, no sé cómo
decirlo. Era como si de repente las palabras se le fueran acumulando en lo
negro del ojo hasta que un grito mudo, que fustigaba la presión de sus manos en
mi muslo, me golpeó en lo más hondo del pecho. Al mirarlo, por descuido,
derramé un poco de salsa sobre mi camisa. Sentí los marfiles afilados de la
boca de mi mujer sobre mí; y al voltear alrededor, las miradas de todas
las mujeres que comían me fueron cercando. Busqué la pistola, pero una señora,
más rápida que yo, arrojó su plato hacia mi cara y cuando me iba limpiando los
ojos del chicharrón aprensado, ya la tenía encima, mordiéndome el cuello.
Traté
de safarme y alcanzar la pistola –que desde el día funesto del mercado, cargaba
para todos lados– pero alguien me clavó el tacón por la parte de atrás de la
rodilla derecha –el doctor me dijo que se llamaba corva o algo así (la mía
quedó destrozada). Caí de rodillas, vi a mi mujer y tenía los ojos enrojecidos
y estaba seria, demasiado seria, sentí sus pupilas clavadas en mi garganta.
Traté de… –y no sé si fue cierto o no, pero me pareció que tenía un tacón roto– …gritar,
no sé si lo logré o no. Después, en menos de un segundo, escuché un ruido
metálico atronando en mi cabeza, enseguida un chorro de aceite caliente se
derramó sobre mis ojos.
Estaba
en el suelo, ciego, al fin había alcanzado la pistola, pero no podía disparar,
no sabía dónde estaba César. Después sentí una especie de calor intenso en mi
mano derecha –donde tenía la pistola–, seguido de un dolor que fue en aumento.
Al tocar mi mano con la otra, sentí una substancia viscosa, sangre y al tocar con más cuidado me di cuenta que no tenía tres dedos y el meñique,
mal cercenado, me quedó colgando de la mano –es todo lo que recuerdo.
Amanecí
en el hospital. La abogada me recomendó que no dijera nada, que sólo afirmara
lo que ella decía. Tenía razón, qué iba decir, quién me creería. Hoy por fin
salí. El diagnóstico era el esperado, perdí mis ojos y cuatro dedos. Mi mujer
me llevó a casa. Le he preguntado por mi hijo, pero me dice que ha estado
enfermo y se la ha pasado durmiendo.
Desde
que llegamos tengo la sensación de que no somos los únicos en el departamento,
escucho demasiados pasos y ninguno de ellos me suena familiar. No le he querido
decir nada, ella me trata con mucho cariño, pero me cuesta trabajo sonreír o
estar tranquilo sabiéndola a mi lado.
Es
noche, puedo sentirlo. No he escuchado la voz de mi hijo en todo el día. En la
cocina escucho el sonido del cuchillo, alguien grita ¿mi mujer? –tiene la
música bastante fuerte para identificar la voz. Escucho que alguien llora y se lo
digo a Pilar. Con voz gangosa me responde que se machucó y además la cebolla no
ayuda. Oigo cómo algo cae en el aceite y empieza a arder. Recuerdo lo de hace unas
semanas y mi corazón se encoje. El sonido es como un grito agudo, dura
demasiado, quisiera ir, pero no puedo moverme, estoy demasiado débil. Por fin
el grito se ahoga. Mi mujer me dice que ya está la cena. No puedo evitar llorar
un poco.
Hey, señor detective: ¿no siente usted que al llorar de esa inevitable manera se pone el nivel de los maricones literatos de las entradas? ¿No le parece que alguien en el juego ha tirado una pieza perversa? Quién dice que no es usted el que ha inventado el caso. Sin duda quiere que no veamos, como para bien de la detectivesca profesión, ya no puede usted hacerlo. Dedíquese a vagar por esas calles como sabe, que si no soy detective, tengo mis dotes de adivino.
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