A veces es la fe,
el misterio del porvenir –de que tendremos uno–, lo que hace confiar en los
retornos. Hasta en la muerte, los que son católicos –y muchos que no lo son–
tienen esperanza de encontrarse en otra vida. Yo, sin llegar a esos extremos,
pues pienso que la vida es irrecuperable y por tanto irrepetible, me entrego al
azar, a la probabilidad de otro saludo, de un nuevo encuentro o reencuentro.
Sobre todo ahora que los años nos alejan de ciertas personas queridas: familiares,
amigos; tengo que confiar en el redondo,
seguro azar.
¿Amigos? ¿Por qué
son personas queridas? Es más, ¿qué es la amistad? Por más vueltas que le doy,
lo único que puedo pensar sobre ella es que es como tener una piedrita en el
zapato. Que nos duele, nos molesta, a veces cosquillea, otras, de tanto que la
traemos, terminamos acostumbrándonos a ella.
En pocas palabras, es inútil negar
su existencia. Incluso, después de que se le ha sacado del zapato sigue su forma
incrustada a nosotros, la recordamos a veces con pesar, otras, pese a nosotros
mismos, la extrañamos –como la víctima a su raptor–, las más de las veces
sentimos como si nada hubiera pasado, como si su presencia fuera una
insignificancia y así nos deshacemos de ella, pero algo pasó con aquella rocosidad, porque si no, para qué tenerla presente, para qué pensarla.
Esa
pequeña molestia también nos da cuenta de nosotros mismos, de lo débiles que
somos, de cómo una cosa tan chiquita puede llegar a molestarnos, a marcarnos
tan profundamente; tanto, que muchas veces la buscamos, tratamos de identificar
su huella, la cicatriz en la planta del pie, el presente que dejó en nosotros, de lo que abrió, cortó
y que no sabíamos que estuviera
allí, en nosotros.
Entonces
es donde nos damos cuenta de su importancia, la necesitamos con nosotros aunque a veces nos esté chingando, porque es ella –muchas veces– el único lazo que tenemos con el
mundo, con lo otro; que sin ser parte de nosotros, nos afecta y la afectamos.
Pues dígame: ¿Usted cree que su peso –y más si está medio resesón– sobre una
piedrita no causará estragos en ella? Ésta –insensibles personas–, muchas veces, es la única
que carga con nuestros traumas y discordias y con nuestra estima –que es muy
difícil de sobrellevar. Y sí, señoritas y señoritos, no me estoy enredando, la
estima y el cariño son un peso que con saña descargamos en el otro. La amistad,
por tal motivo, es un sacrificio.
Además,
es un trabajo de tiempo completo. Donde, si acaso, la paga sean unas cervezas o un
buen chisme venenosillo. Tal vez, si el amigo nos conoce bien, nos presentará a alguien a nuestro gusto para poder descargar otro tipo de enconos mucho más carnales (hay que
ser sinceros, esos son los verdaderos momentos impagables de la amistad, lamentablemente son los menos). Pero
jamás, jamás una metralla de abrazos puede ser un buen presente; y para personas mamonas
como yo, es algo muy molesto tener por tiempo indefinido el collar amistoso de los brazos.
Lastimosamente,
uno no puede rechazar esas cálidas y bien intencionadas pruebas de afecto –no
confundir con los abrazos de alguien que nos gusta, esos bienvenidos sean. Otras
muestras de esa especie son: los mocos sobre nuestros hombros, ¡el pedido de un
abrazo!, la mirada de perro sin dueño –que yo no sé qué significa, al menos
deberían de aclarar qué quieren obtener con ella–, sus ladridos o aullidos, sus
golpes, sus “charlas” –monólogos–
maratónicas, monotemáticas; leer todo –y cuando digo todo es todo– lo que
escribe –hasta las más absurdas pendejadas–, soportar a sus novias o novios o a sus otros pendejos amigos, fletarse las naqueces de canciones que les gustan, sus ausencias de meses, su
bipolaridad, su mamonería –porque sólo puede haber un mamón alfa por grupo–, etc… Si rechazáramos alguna de estas muestras de “cariño” nos tacharían
de insensibles, de malos amigos, de monstruos; por ello, como ya dije, la
amistad siempre es y será un sacrificio.
Otra
cosa importante que se tiene que tener en cuenta es que nunca, nunca los amigos
son uno mismo, ni lo quieren ser. Puede haber gustos en común, pero ni en ellos
encuentran las mismas cosas, ni el mismo goce –el compartir su experiencia
individual es lo que los hace buscarse.
Es gracias a esa divergencia de
opiniones, de peso en la sangre, de humores, que son lo que son; que se
requieren, que se pelean, que comparan sus vidas, que tienen envidia uno del
otro, que se pendejean, que hacen de menos la situación que el otro vivió con
su pareja, padres, trabajo, escuela, etc… –muchas veces la levedad, la burla
que tratan de instaurar en lo que estamos pasando nos ayuda a respirar un poco,
a liberarnos de ese fardo que creemos que cargamos, pues muchas veces sólo es
ilusoria la tragedia.
A
un amigo le basta una mirada, un silencio más largo para que sepa –quizá más
que uno mismo– lo que acontece en nuestro ser. Eso en lugar de agradecerse,
debería ser motivo de odio, pues si uno desde el principio supiera lo que le
pasa, se ahorraría tantas preocupaciones.
Lo
único bueno de la amistad es la lejanía, pero siempre en relación con el
retorno; pues, si han estado distantes por un largo tiempo, sólo necesitan
verse, repetir cierto movimiento de hombros o caminar a determinado ritmo, para
que otro tiempo les sea devuelto. Ése en que ni la barba ni lo grotesco del
deseo aparecían aún en sus vidas. En que una pelota, ir a las maquinitas o
entrar en el misterio de las preguntas y las aseveraciones falsas de lo que
oculta una falda o un sostén o la tersura de unos senos entre las manos eran lo único
que se necesitaba para ser feliz.
La amistad nos devuelve, como por arte de
magia, un pasado en que aún podemos reconocernos, aunque con ello nos engañemos;
pues el hombre gordo y canoso del espejo, no es ese chamaco enclenque de panza
lombricienta, jugador empedernido,
deportista de recreo y de cuadra y porterías de frutsi que no podía controlar sus erecciones en el salón de clases o en el microbús de regreso a casa, con el suéter verde amarrado a la cintura y su
mochila azul samsonite; instrumentos necesarios, vitales, pues fueron éstos los
que lo salvaron y le permitieron pasar inadvertido –el suéter, era el que
siempre lo traicionaba– más de una veintena de veces de tantos y tantos bochornos
estudiantiles.
Ese tiempo es el del retorno a la comunión y a los desencuentros, a las
sorpresas y alegrías rememoradas, a los temores velados, a los misterios y sospechas, a las dudas y a las afirmaciones salvajes
de la virilidad o la femineidad.
Etapa inaugural de la complicidad, de ser verdugos y víctimas de todos los demás,
pero también de ellos mismos, de los amigos; época en que un hermano o hermana
se empezaba a gestar en nuestra vida hasta ser ese gigantón que nos quita el
sol o nos da sombra, que nos invita una cerveza o termina tomándosela nuestra, que nos lleva a casa o que sostenemos en el andén del metro para que no caiga a la vía.
Y todo eso se logra tan sólo con un par de gestos, pero también, éstos, tienen su memoria, nos ciñen al
presente, a la perpetuidad de nosotros mismos, de ser lo que somos, sin
importar lo mucho que hayamos cambiado. Pues ese tipo de gesticulaciones están,
más que en nosotros, en el amigo que los ha hecho suyos, que son parte de sus
ojos y de sus pensamientos, pues a cada gesto nuestro le corresponde una
palabra suya; quizá no la correcta, pero sí la necesaria para seguir
sobrellevando el peso de la vida y de la amistad.
Se extrañará al
amigo que parte, a los que se fueron, a los que vendrán –los menos–, pero todos alguna vez, decía Alfonso Reyes, tenemos una
empresa que cumplir. Pues un requisito para alcanzar la madurez es el partir
tarde o temprano. El truco está en regresar fortalecidos, aún si ese retorno
implique quedarse en la distancia. Hay que seguir siendo fieles a nosotros
mismos, sólo así se podrá ser fiel a ese sacrificio que es la amistad.
A ver, vago, lo primero: Qué bueno que lo publicas en tu blog y no lo enviaste en sobre cerrado a Carolina del Sur (revelaría tu gayez irreversiblemente, jajaja!)
ResponderEliminarDos: es curioso leer un verdadero ensayo tuyo, sin la mezcla que sueles hacer con otros géneros, y que además es muy bueno, revelador de un rostro verdaderamente humano de quien habita detrás de vagos, brandomíneos, donjuanesco y detectivescos personajes.
Un excelente texto, me puso la lagrimita en la niña tuerta del ojo. :)
Pd: Ya volverá, ya volverá jajaja!