La vida requiere
descanso. Basta de contemplación, de análisis, de mamonería intelectual. Baste
mi bien, baste –aunque a veces es imposible evitar ese estado tirano. Esta
semana me dije: detente, que todo me sea esquivo. Leeré novelas policíacas, las
peores que encuentre, las que dejen tiradas en los botes de los aeropuertos,
también a Corín Tellado, a Coelho,
haré palomitas y si siento la necesidad de criticar veré la televisión, una
película, pero baste.
Lo
logré, no. La pura mentada de Coelho y Corín me erizaron la piel. Pero me dije,
no, hay que intentarlo. El cine, sí, en el cine está el ocio que necesito.
Pero sinceramente tampoco me iba a sentar para sufrir, así que traté de ver dos
películas europeas nominadas al Óscar, pero eran tan obvias y tan aburridas que
sinceramente ni las acabé. Malgasté, entre las dos, una hora de mi vida.
Detestando esa manía mía de que todo me parece a disgusto, terminé, como
personaje de Calderón, renegando de mi gusto.
No
pude evitar fijarme en el aburrido y prosaico ritmo narrativo, en el abuso de
ciertas tomas, en la mala decisión de otras; en esas historias que de antemano
sabía a dónde desembocarían. Hay falta de guionistas o talento para hacer de un
guión algo que valga la pena. Para chingarla, las dos tenían un transfondo
pedagógico y moralino. La primera era sobre el abuso que ejercen ciertos niños
sobre otros en la escuela; la otra sinceramente era demasiado aburrida, algo de
una psicóloga y de sus casos tan estereotipados, que la verdad me venció el
sueño. Dónde está ese cine inglés que antes proponía, que era descarado,
burlón, irónico como él sólo.
No
sé por qué los directores piensas que aburrición es igual a cine de arte. No es
la cotidianidad lo que buscaba Bergman. Sus películas no eran una representación
realista, tampoco un “a ver si chicle y pega”; su cine no se basaba en poner a
dos personas en una cama o en una habitación para descubrir, por arte de magia,
un momento memorable para la historia del cine. No, no y no. Tal parece que o no
se ha entendido al autor de Sonata de
otoño, o simplemente no se puede imitar –mucho menos igualar– su trabajo.
En
literatura lo mismo pasa con Proust o con Virginia Woolf. Sería más sencillo si
los entendieran antes de querer imitarlos; digo, uno no hace un soneto sin
saber lo que es. La esencia, tanto en estos escritores como en Ingmar Bergman,
está en la capacidad de fusionar un espacio y un personaje, de que se hieran,
de que sean un mismo cuerpo o dos seres antagónicos, que se contrasten o se
complementen. Por ejemplo, es ver en un sillón o en un florero ya no digamos la
esencia misma de cierto personaje, sino una arista de su ser. Es, en otras
palabras, animar, dar alma a lo que está inanimado; es mostrar el vacío no con
un soliloquio, sino a través del lugar o los objetos que rodean al personaje.
Es fincar el alma en los objetos a los que pertenece, por fatalidad o
casualidad.
El
arte no es un diálogo insustancial, no es una botella de vino y un borracho
hablando de lo frustrado que está por su vida y pérdida de la juventud. Esa
carencia debe brotar de la esencia misma del personaje, quizá éste ni siquiera
conoce su tragedia, el por qué de su avidez por el alcohol; tal vez, sólo la
intuye y únicamente puede ser aludida o vislumbrada a través de su entorno, de
lo que habita o deja de habitar: desde su traje, hasta las cortinas de la
ventana de su vecina.
Vamos,
el cine no radica en hacer lentísima una película; en dejar una escena
congelada dos minutos o en soportar silencios atroces que sólo logran
acrecentar el hambre al escuchar cómo los que aún tienen palomitas las devoran.
Tampoco es esa toma poética, “La toma”; que de poética nada, pues de tanto
forzarlas o buscarlas, se olvida que lo principal es contar una historia.
En
poesía, verso que, por más gustoso, sale de la idea general del poema, se tiene
que quitar por muy lindo-hermoso que esté. El conjunto debe privar sobre los
aspectos particulares, éstos se tienen que ceñir a un plan general, a la
totalidad de la obra. Un atardecer por muy Watteau –que en sus paisajes muchas
veces estaban implícitos los temas–, si nos desvía, aunque sea un poco, adiós.
La genialidad no
radica en ese tipo de cosas, se encuentra sobre todo en la visión, en la
sensibilidad que tiene el artista de ver lo que nadie ve; en encontrar esos
vasos comunicantes entre los objetos y los sujetos. En sentir que en el polvo
sobre la cafetera está fincada parte del alma humana, que un calzón húmedo y
arrugado en el suelo dice más del sexo y sus olores que un desnudo parcial y
una escena fingida de penetración –bueno las de Alfonso Zayas, en las películas
de ficheras, la mayoría eran reales.
No está de más traer a
cuento estos versos de Baudelaire, pues nos hablan sobre las correspondencias
que rigen el mundo y en el arte están más que presentes. Además, el siglo XX
como el XXI siguen siendo, a su manera, Románticos:
La
Nature est un temple où de vivants piliers
Laissent
parfois sortir de confuses paroles;
L'homme
y passe à travers des forêts de symboles
Qui
l'observent avec des regards familiers.
Otro punto a
resaltar es el uso indiscriminado de la crudeza, de las escenas esperpénticas.
¿Cuál es el sentido? Si ya se repitió cuatro veces lo mismo, para qué hacerlo
diez más. Uno: el espectador no es idiota, si se hizo bien la primera escena,
seguro el individuo, ingenuo, que paga su entrada y sólo quiere olvidarse de su
vida, entenderá lo que el brillantísimo director quiso expresar. Hay que
tenerse confianza; dos: una anécdota contada diez veces ya no significa nada,
deja de impresionar, de tener sentido.
Eso
me sucedió con la Venus negra. Era
una película que no se tentaba el corazón. No tenía piedad con nosotros, la
audiencia, que si fue con alguien –como fue mi caso- se tuvo que chutar
enterita la misma anécdota de cinco minutos por más de dos horas. Aunque al
final descubrir que tu acompañante se estaba durmiendo –eso debí de hacer
también–, no tiene precio.
El
cine de “arte” en la actualidad tiene más de pretensión que de genio. Más de “a
ver si le atino con esta escena” que de sensibilidad y visión. No encuentro una
necesidad expresiva por parte de la mayoría de los directores, porque no saben
qué quieren decir, y por tanto, no saben cómo hacerlo. No son unos críticos de
su realidad porque ignoran lo que les rodea, no logran capturar en sus films a la sociedad y a sus individuos
como sí lo hacían un: Billy Wilder o un John Ford; a pesar de hablar éste
último –he ahí el genio– sobre vaqueritos.
Un
verdadero director es aquel que representa una parte de lo que nos conforma,
que habla del hombre con pasión, pero al mismo tiempo con inteligencia, que se
obsesiona con ciertos aspectos de la vida humana y no se puede desprender de
ellos por el resto de su vida.
Aunque
quizá, la mayor virtud de ellos es que no nos damos cuenta de ese peso
intelectual, ni de la intención poética, pues esa intención no es burda, no
pretende que exclamemos: oooooh; tampoco nos dice: mírenme, soy genial, admírenme,
no es “la toma”; no, nunca es una toma. La virtud es quedar atrapados hasta que
es demasiado tarde; es sentir el cuchillo en la espalda hasta que está
totalmente enterrado.
El
andamiaje debe quedar oculto, el cineasta es como un mago, el truco no se tiene
que descubrir, sólo padecer, pues una película no es un panfleto, ni una
disección tediosa y objetiva del género humano; por el simple hecho que el amor
que tiene el director por sus creaturas –a pesar de que muchas veces las trate
como si fueran huérfanos decimonónicos– lo hace ser completamente subjetivo,
parcial con su trabajo y solamente los directores que llegan a este punto pueden
tener una visión y por tanto, se puede hablar de su cine como de “autor”, no
cualquier pelele que ponga a una adolescente haciéndole sexo oral a un gordo es
un artista.
Primera observación, vago: el pasar de vago a "un decente ciudadano con trabajo" ha acabado de amargarte la vida, pues nos presentas un texto didáctico lleno de furia y de "deber ser" que, sin embargo, está lleno de razones. Yo nunca me había salido a la mitad de una película porque ella misma lo ameritara, y hace pocos días, con una película argentina y con una novia demasiado apasionada, descubrí que había mejores cosas por hacer, que soportar estoicamente a que se agotaran las imágenes que mi dinero había pagado (y doble). La parte del panfleto para mí es difícil de tragar, creo que hay películas que sin ser obras maestras de arte se preocupan por denunciar con seriedad una serie de problemáticas que nos son ajenas y no tendrían por qué serlo. Tal vez el problema sea la utilización facilona del término "cine de arte" para designar a todo aquello que no entra en el ingente conjunto, casi siempre desechable, del cine hollywoodense. Me ha gustado tu amargo texto como una crítica seria.
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