De verdad que soy
un completo inútil, ni dos semanas, ni dos, y yo aquí, quebrado, un
rompecabezas de tres piezas que no sabe dónde poner la de la cabeza. Tampoco entiendo
por qué a estas horas estoy buscando el reloj, por un pinche reloj he puesto la
casa boca arriba.
He
tratado de cumplir con la investigación. He salido cada una de estas noches,
sobre todo al Centro. Últimamente es el único lugar en donde no me pierdo. Como
de todo: gorditas, quesadillas, pambazos, huaraches y hasta pido para llevar.
El refrigerador es una desgracia y no sé, ni tengo ganas de cocinar. Pero de
nada han servido las salidas. ¿Alguien podría culparme? La verdad no tengo la
agudeza de otros días, ni el paladar sensible. Es una joda depender de alguien,
lo malo que es tarde cuando uno se da cuenta de ello.
Lo
peor es que estoy encadenado a este pinche celular. Lo miro cada segundo
pensando que llamará o que lo hizo y yo ni me di cuenta. Le he dejado cientos
de mensajes y nada. Le escribo mi
itinerario, le invento cualquier pendejada –según yo graciosa– que pudiera
conmoverla. Hasta le he escrito lo que ciertos lugares del Centro, que
compartimos juntos, me evocan, pero nada, nada. Sigue con el celular apagado.
El
cliente llamó varias veces, pero no tengo ganas de hablarle. Me dejó varios
mensajes que no recuerdo y tuve que borrarlos de mi celular para poder seguir
guardando los que le mandaba a Pilar. Además, siempre es para apurarme, cuándo
entenderán que hay cosas que no se pueden apresurar y que ahorita no estoy para
que me caliente los huevos. No sé ni por qué acepté un caso tan idiota.
Pero
al fin, trabajo es trabajo, así que decidí en las tardes visitar mercados
–además me salía gratis la comida. Quería fijarme en las salsas, pero había
perdido el gusto a todo. En un momento de cólera, regresé al mercado donde
sucedió todo, pero ahora sí, no olvidé la pistola e hice que nadie olvidara que
cargaba con ella.
Me
desquité con un gordo sudoroso que tenía unos bigotes de vello púbico y que
vendía cortes de cerdo. Se parecía tanto a una de esas cabezas de la vitrina de
su refrigerador que me dio un verdadero asco y lo empecé a golpear. Lo pateaba
y lo pateaba pero la impotencia seguía allí, no me podía quitar de la cara la risa disfrazada de la gente por lo que estaba viviendo. Pero la que más sobresalía era la de mi suegra, esa pinche arpía. Pateaba aún con más furia,
pero ella seguía riéndose, cada vez más fuerte, incrementando el dolor de mis huesos,
de la soledad, cada vez más fuerte y más y más fuerte; una y otra vez, sin parar, regresaba, una y otra vez, lamiendo el hocico, la rabia de mi bota.
Reaccioné
hasta que el carnicero, del puesto de enfrente, quiso detenerme y lo recibí
con un cachazo. Después encañoné a todos los que empezaron a rodearme. Una
vieja empezó a gritar y sin importarle la pistola se abalanzó contra mí. Yo,
sin pensarlo, cegado por el odio, le pegué y al ver la sangre en su boca, me
fui de allí, estaba quebrado, confundido. El recuerdo de mi mujer en el suelo fue demasiado, demasiado. Una
patrulla, saliendo del mercado me detuvo, pero les enseñé la placa, además no
maté a nadie. No pasó a mayores.
Lo
que más me emputó, digo, lo que no me deja de seguir chingando fue esa pinche
entrada de las salsas, tan pendeja y aburrida. La verdad no logré terminar de
leerla, ya veré qué le invento al pendejo del cliente. Pero es que de verdad,
patológicas, ¡el puto favor!, ¡cómo una salsa puede ser patológica!, esas son
pendejadas. Aunque más que el coraje, me sentí golpeado en lo más bajo, chillé
un poquito, pero es que mi Pili siempre me tenía la salsa y las tortillas
calientitas y no, no puedo…, hasta el pinche gusto me quitó el cabrón.
Y
luego se lleva al escuincle, ya ni la chinga. Y ese puto reloj que no aparece.
Al menos debería dejarme verlo o llamarme y ponerlo al teléfono, si no quiere
hablar conmigo, ni modo, pero qué culpa tiene el chamaco. Cuántos trabajos
pasamos para tenerlo. Cuando ya pensábamos que no podríamos queda enbarcelona.
Y
era por ella, ella que no quería tener hijos. Yo siempre le preguntaba el por
qué y me salía con puras pendejadas, que tenía miedo, que no era posible, que
era muy arriesgado, que si la quería que no hiciera preguntas, que y que y que… Si al final no
quería al niño para qué se lo llevó. Cierto no sé cocinar, ni planchar ni nada,
pero para eso tengo al pendejo ése que me está pagando la tragadera y hay
lavanderías; yo podría arreglármelas con él. Quién hubiera pensado que los
extrañaría tanto.
Pinche
Pilar, además, qué decirle, si tiene toda la razón, le partí toditita la madre,
pero es que también si me llega por atrás y en silencio como si quisiera
asesinarme, pues qué voy a hacer. Recibí un entrenamiento, los madrazos me
salen por impulso. Debió entenderme, no fue a propósito. Pinche vieja, ya ni la
jode y a unos cuantos meses de la jubilación. Si para eso me casé, para tener a
alguien que cuide de mí en la vejez.
Espero
que no le esté diciendo mierda de mí al niño. Por lo pronto, ya fui a dar constancia
a la delegación por abandono de hogar por si me quiere hacer pendejo. En estos casos más vale prevenir. Uno piensa que
conoce a alguien y al final se da cuenta que vive con otra persona.
Dónde
puse el puto reloj y quién chingados… –Qué otra vez me vas a golpear. –Pili, hola,
yo, yo… no sabía, perdona, perdona, pensé que alguien quería entrar y mira este
desorden, no sé dónde tengo la cabeza. Perdóname. –Tenemos que hablar Jenaro…
Quizá la vuelta de esa Pili encubridora ayude a este detective a resolver el caso. Mientras tanto podrá ser de ayuda seguir hurgando en las entradas. Tal vez arrojen pistas, tal vez sólo se desquite el salario. Hay que seguir vagando hasta que se cierre el caso.
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