Unos pájaros
enrojecen al fondo de una taza. Se miran, sus picos –quizá desde antes que el
hombre– parece que se acercan, rompen el espacio donde árboles, nubes y sombras
de porcelana parecen querer alejarnos.
Se
miran, nunca han podido hacer nada más. Esperan a que el otro rompa la rama de
su conjuro y empiece a esponjar las alas, a encenderlas, a torcer la voz y el
vuelo e iniciar la embestida, la persecución, el aleteo de voces y de ecos.
El
silencio es ancho y milimétrico, se extiende sin prisas y desde siempre, pero
sólo basta un parpadeo y las nubes y los árboles y las sombras enmudecen, se
difuminan, se funden sus colores, todo gira y es movimiento.
Ahora
lo veo porque lo quiero, se adelanta, el pico tramonta esos pocos centímetros o siglos
de porcelana. Yo estoy lejos, sentado en el sillón, escucho música y más se
ahonda la distancia entre la taza y yo. Acerco sin un sentido preciso mi mano a
la mesa, a la realidad, a las horas, a los tropiezos, pero no soy importante en
esta historia. Tomo la taza sin levantarla, le doy vuelta, no quiero saber más de aquellas aves. Una blancura inunda mi
cerebro, un río, un olvido ha volado de pronto hasta mis manos. ¿Cuándo?, ¿Cómo?
Un
segundo basta para perderlo todo.
La tomo con
mis dos manos, la recorro, por qué no, lentamente mis dedos sienten la porcelana
–no tan pulida como pensaba. Tampoco es tan blanca, ni tan dura–. La aprieto
fuerte, muy fuerte como un “no te vayas”.
Una
lágrima pende de algún árbol sin fruto y de una ventana. Alguien espera una luz
que nunca se encenderá. Pienso dos veces antes de volver a girar la taza y ver
en qué terminó aquella historia.
Doy
un trago antes, el café tiñe mi barba, escurre por mis labios, mi barbilla, no
tengo ganas de limpiarme, presiento las manchas del café sobre mi camisa
blanca, sobre la madrugada que está despuntando sobre mi nuca y no hago el
intento por dormir en este par de horas antes de ir al trabajo.
El
humo aletea hasta el techo, empaña el foco. La luz de pronto es una quimera con
mil ojos o una hoja en blanco. Por fin, mientras enfoco las uñas sucias y
largas de mis dedos, giro lentamente la taza hacia aquella escena, pienso en mil finales posibles,
en la cercanía, en la distancia, en nada.
Las
manecillas de los relojes golpean mi espalda, vibran los cristales de la ventana, quizá esté
lloviendo y afuera el olor a tierra mojada me alegre un poco. Pero mis huesos
no tienen ganas de levantarse, sigo girando hacia mí la cara oculta de la
porcelana, ahora, lentamente...
Divertimentos de la escritura, divertimentos mientras el café se enfría en la taza. Las palabras dan vida a los pájaros, cuerpo a la porcelana, tarea del poeta.
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