En qué pararán tantas caminatas, cuáles serán los
zapatos que dirán: hasta aquí, mira, un café, siéntate un poco, pide una taza,
deja que el humo meta sus dedos en tu cerebro, que lo vaya calmando, que le
imponga otro ritmo hasta detenerte.
Abre tu olfato, que poco a poco el
olor de la taza te recuerde un perfume, una cabellera, unos dientes, la silueta
de ella, la de ahora, la del quizá, la del nunca, la de siempre, la de la muerte diaria que
necesitas para vivir.
Observa a la barista, sin prisas;
nunca has ido a ninguna parte, para qué el engaño del tiempo, si de aquí no se va nadie, ni el loco ni el
suicida. Mírala, codíciala, finge que salivas por los pastelitos que te
ofrece y no por esa imagen de felicidad que ves en ella y que ves tan lejana,
que sabes casi imposible, pero al menos el dolor ya no está en tus rodillas, ni
en el camino. Ahora se goza, te recuerda que en tu carne hay otro tipo de
heridas, otro tipo de sed, de ardores y de soledades.
Un trago, que juegue en tu boca, en
toda ella. Cierra los ojos, piensa que su aliento está calentando tus labios,
te imaginas mordiéndoselos, arrancándoselos, alimentándote de ellos,
haciéndolos parte de tus dientes que salivan de amor y de hambre; pero como
siempre, sabes que ésta, es otra y es la misma, es todas. En nada puede cambiar
tu destino.
Hay cenas que son venenos, que son
dulces y rubias, que te conducen a un estado muy cercano a la demencia. Aunque éstas
son de puertas hacia afuera, pero también, al igual que la locura, se van
vertebrando en un sueño, en un nombre que aún no dices porque la quieres
indefinida, necesitas que sea todas, pero no puedes olvidar ahora su rostro que
se acerca y te pregunta si deseas algo más.
Y cómo decirle el más amargo de tus
deseos, el que se clava en tu vientre y va bajando hasta lascarse en tu falo y
sientes el dolor de ser; y la peña de la soledad de pronto desquicia tu
equilibrio, destroza la tela de tus calzones.
Sabes lo que quieres, por qué el
miedo, si en tu mente ya atrona el sonido de la charola de latón bailando en el
piso junto con la porcelana quebrada y el café derramándose por los azulejos,
mientras los cubiertos brillan de impotencia ante el grito que ya tu boca
sofoca mientras la cargas y la postras sobre la mesa y miras su espalda
arqueándose, ardiendo por los jugos del café que hace un momento pacían tranquilos sobre el mantel y
ahora humedecen su blusa, la queman, la desbordan y no escuchas el gemido en
sus ojos, no puedes, no quieres. Su boca está completamente abierta, tanto que
notas la fragilidad de los hilos de saliva escurriéndole por el mentón, sacas
tu lengua le lames la barbilla, el cuello. No puedes mirar su dolor, porque a
duras penas puedes con el tuyo.
Sabes que sus jeans y su blusa no
guardan la ternura necesaria para que te detengas, ¿cómo podrías? Si la has
hecho tuya desde siempre, a todas ellas. Nada ha podido salvarte. Desde ese
primer beso en aquella perrera azul el universo se derramó por tu cuerpo. ¿Cinco,
seis años? ¿Cuántos tenías?, ¿con qué edad empezaste a consumirte, a ser un
demonio en pena, a codiciar el aroma, el cuerpo, la voz de todas ellas?
Pero muy tarde -por ello el caminar
y el caminar- fue cuando descubriste tu calidad de condenado. Nada te llena,
nada cierra la herida y apacigua a los tigres de tu sangre; por eso el
cansancio físico para no echar de menos esa maquinaria elástica y precisa que
es otro cuerpo, otra sombra que te refresque un poco del infierno en que has
querido vivir hasta el día de hoy, mi pequeño y patético demonio, mi semejante,
mi yo mismo que ardo de amor, que me arranco la carne en este momento para
decirle a ella, que me ofrece un muffin
de plátano con chocolate, el más sagrado
y telúrico de mis deseos, del que menos dudo.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarComo amigo, jurando como católico-cristiano, recomendaría que espaciaras paulatinamente tus visitas a ese café; como macho, ese tigre interior que a veces no sabemos atar (¿y para qué?),te diría que no fueras puto y le dijeras el telúrico y segoviano deseo que tanto te atormenta; como lector, te puedo desear el más dulce de los sufrimientos, en el entendido de que mientras más sufre el que cuenta más goza el que escucha. Me gustó el texto, como ya es larga costumbre.
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