Pero yo tengo la culpa, ¿quién me manda a desear
verla? Porque de otra manera el equilibrio hubiera permanecido como siempre. Al
día siguiente, en la noche, entre penumbras y con una facultad semivacía su
sonrisa sería toda mía. En cambio, por soñar demasiado, por poner mi mente en
ese encuentro, ¡pum!
Esto lo menciono porque de un
tiempo para acá tengo la certeza de que la Facultad está embrujada, deseo algo
y de repente, delante de mí, allí está. Aunque la mayoría de las veces el
cumplimiento se da de una forma si no ridícula, al menos anormal. Por ejemplo, en
esta ocasión de buenas a primeras me entraron unas ganas enormes de ir al baño.
Por lo regular siempre voy al de la biblioteca, pero esta vez, no sé por qué,
decidí ir al que está dentro del edificio principal; y allí, de tanto querer verla, que se
me aparece, como si me aguardase. Bueno,
no exactamente de ese modo porque puso una cara de susto, digo de sorpresa; finalmente yo escribo esto y tampoco me voy a quemar.
La verdad, en su defensa, debo de
decir que no soy muy agraciado, y aunado al hecho de que nunca me había visto
sin barba el efecto fue mayúsculo. La entiendo, no es la primera que se asusta,
ni el primero. El perro del vecino que es un perrote (perdonen que no les hable
de razas, la verdad ignoro totalmente el tema)
me tiene miedo. No sé por qué, siempre que me ve se enconcha, mete la
cola entre sus patitas dobladas, baja las orejas y empieza a gemir muy quedito
como si lo acabaran de sacar de una tina de agua helada o lo hubieran agarrado
a palos. Yo por más que le sonrío o lo trato de acariciar, nada, sale
despavorido. La vecina me ve horrible, con asco, ni siquiera me responde el saludo, de seguro piensa que algo le habré hecho a su peludo, pero qué le podría hacer al pobre de Lobo.
Bueno, pues lo mismo me pasó con mi novia. Estaba con una de
sus amigas y ésta al verme la miró como diciendo: ¿de verdad?, ¿éste?, parece mono. Yo
me hice el tonto y como que no escuché, mientras miraba para otro lado, digo, no
quería que me viera de frente y con tanta luz, así, así al tiro pues sí espanto. Pero, ¿quién no se sobresalta ante lo inesperado?
Además, quizá mi novia nunca me ha visto
bien y las palabras de su amiga podrían desatar la catástrofe, incitándola a
que me viera como la cruda realidad me había hecho o, mejor dicho, contrahecho;
y no como veladamente le había dicho que era en realidad –las palabras enmascaran un poco tanta fealdad o al menos la hacen más dócil.
Con tal que los minutos que pasamos
con su amiga se me hicieron eternos, quizá fue menos de uno. Siempre me ha dado
miedo estar con los amigos de alguien que me gusta o que anda conmigo, porque
pienso que siempre están juzgando, aunque no lo hagan. Siento que me miran y empiezan
a formular una idea de mi carácter u observan cómo me comporto para determinar
mi personalidad. Lo peor es que cuando estoy en una situación así, siempre me pongo muy nervioso
y nunca puedo actuar como realmente soy, porque de verdad, lo juro, soy una finísima persona. Pero no, a sus ojos termino siendo un mamón, por decir lo menos,
porque las palabras de repente desaparecen y mi cuerpo parece que no fuera mi cuerpo
porque se pone tieso, incómodo. Entonces
es allí donde se empiezan a encarnizar, buscan el punto o los puntos flacos de
uno, los defectos más nimios para hacerlos
insalvables, obscenos. Me han dicho misógino
porque prefiero el pelo largo en una mujer, es un fetiche que tengo; digo,
tanto leer a Baudelaire tiene sus consecuencias, además tampoco las obligo a
dejárselo largo, sólo menciono mi gusto por la cabellera larga si me lo preguntan; también he pasado
por ser un ogro, un freaky, un burlon, un intolerante, un amargado, un idiota, un
analfabeta, un mi-rey, un hipster, puts…
En el breve tiempo en que salgo con
sus amigos, y que yo siento que es interminable, ya tienen el veredicto definitivo sobre mí y
que es imposible de escuchar, sólo padecer; pues le será dicho en total confidencialidad a la dueña de
nuestras quincenas –bueno, para los que trabajan–.
Salir con sus amigos es ser un
condenado sin derechos, no hay abogado y ni siquiera nosotros podemos
defendernos, porque ni sabemos de qué se nos acusará. Para que quede en actas,
una vez me enteré –y eso de una manera muy azarosa– que fulanita había decidido
terminarme por mi alergia al polvo, porque siempre me ando sonando y para ella
era demasiado desagradable andar con un –cito textual–: “moco viviente”. Aunque
la ruptura vino después de que salimos con sus amigos.
Pero bueno, después del primer
juicio que no sé si pasé o no, la acompañé a su salón de clases y allí el mundo
se terminó al aproximarme a ella. Centímetro a centímetro, al irme viendo en
las ágatas de sus ojos y al ir su cintura succionando mis dedos, comenzó la finisterre. El tiempo, aunque fue
abolido por los trabajos de nuestras bocas, retornó en un segundo y adelantó
todos los relojes del mundo, los susurros –que no les diré lo que traían,
porque ultimadamente, qué les importa– fueron desvaneciéndose, hasta que la
premura en todo lo que nos rodeaba era la señal que el término –cual vil Cenicienta–
de la cita había concluido. Me fui corriendo a mi clase y todo transcurrió más
lento, pesado, necesitaba aire, su aire, pero en vano, me esperaban dos horas inmensas y yo confinado a un cuerpo que no quería responderme, que sólo dejaba el grifo
abierto de la mente para torturarme en pasadas presencias y con la vejiga hinchada, presencia
sin pasado, que hacía aún más lentos los minutos, pues, como supondrán, no fui
al baño en mi encuentro.
Al salir fui corriendo y de regreso
nuevamente la encontré, pero nadie es feliz dos veces, al verme la noté
incómoda, yo no sabía si desaparecer o no. La verdad, privó en mí el egoísmo y
se tuvo que aguantar, quería estar con ella, así que caminó conmigo por todo el
pasillo de la Facultad. La sensación era algo asfixiante en ella, su andar,
nervioso, su sonrisa si no forzada, al menos no era ese manantial de luz de
hace unas horas. La Facultad se empezó a hacer más y más diminuta, ella veía
mares de gentes contra nosotros, la observaban, cuchicheaban sobre nosotros, se empezaba a ahogar, le di algunos besos
para tratar de volver a nuestro propio mundo, pero su boca estaba cerrada a cal
y a canto. Con tal que apuró o apuramos, o alguien superior a nosotros lo
apuró, el paso y llegamos en un santiamén al Ágora. Allí hizo un supremo
esfuerzo en tomarme la mano –porque finalmente me quiere, digo andar con un
peluche viviente por la universidad dice demasiado de ella–, escuché las
bisagras de sus brazos rechinar hacia mí, estaba como acartonada, era un émulo
de ese robot flacucho y dorado en aquellas películas de Starwars, por mi parte yo era ese perro peludo enorme –bueno, no
tanto, la verdad soy bastante chaparro– que aparece en la misma película:
Chubaca. Traté de probar suerte con mi boca pero sus ojos permanecían abiertos,
buscaban una salida, un modo de huir, yo chupé mis pómulos para ocultar un poco
mis cachetes a ver si así lograba que se sintiera mejor, pero era inútil, por
más que trataba ella sentía sobre su cuerpo todas las miradas del mundo: sus
amigas, sus exnovios, sus padres, sus hermanos, Johnny Deep, la del tipo que le
hacía de superman adolecente, Muciño, Garrido, Bob Esponja… Con tal que ante esas apariciones, me vi
vencido y lo mejor fue despedirme dignamente. Le di un beso, recatado, sin lengua y sin
babita –y vieran lo difícil que fue– y me dirigí a la salida completamente erguido, pensando que al
final las dádivas otorgadas por gracia de una divinidad siempre se pagan de una
manera u otra.
Tengo cierta sospecha de que esta entrada tuvo algo que ver con la ingesta de elevadas cantidades de té, con el cambio de costumbres que llevan a uno a baños que no son habituales. Es una entrada extraña, como el embrujo de la facultad.
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