Observo en esta noche a las aves que van formando las
frondas de los árboles, oigo sus graznidos en el viento, me persiguen con su
tortuosidad de lejanía, de mar nunca encontrado. En mis venas, para paliar un
poco la ausencia que van formando en mí, se agitan otras ramas, otros trinos que hacen más
amables las luces eléctricas que manchan con su estridencia la avenida.
A causa de los faros de los
automóviles, la humedad de mi silueta se va emparedando a las casas por donde
paso, me voy quedando solo. Mi ropa es lo único que me cubre de la noche, me
salva de perderme en esos ángulos de sombra que parecen devorarlo todo.
Me animo a mirar de frente, un
parque en medio de la avenida, a mi alrededor una multitud de parejas sonríen, se
abrazan, buscan su luna particular. Sé que debe haber algún otro solitario,
algún perro ladrándole a la sombra de un gato para encenderla, para asirla y
terminar con su soledad; pero sólo puedo enfocarme en las sonrisas, en las
manos engarzadas, en el paso lento de quienes han decidido guillotinar el
tiempo y sus trabajos.
Observo la orfandad de mis manos y
pienso en las suyas: pequeñas, morenas, las uñas lo suficientemente largas para
verlas hermosas sobre mi carne y temerlas al mismo tiempo. Sonrío o al menos me imagino sonriendo. Soy
demasiado tímido y la calle… No estoy acostumbrado a que un recuerdo me
arranque el rostro. Un recuerdo, ¿un recuerdo? Si pudieran ser más precisos, si
conservaran cada uno de los detalles de un viernes, por ejemplo. Pero los
recuerdos cuando no son fieles con nosotros mismos es mejor dejarlos; y con
fidelidad no me refiero a dar fe de un hecho tal y como sucedió, sino como
nosotros quisimos o creímos que se dio. Bastante dolor hay en el pasado como
para traerlo puntualmente al presente.
En mi memoria guardo un viernes,
precisamente. Once con cuatro de la mañana; cuarenta y cinco minutos antes pensé
que llegaría tarde a la cita. En esos momentos la recordaba como hace unos días,
dos para ser más preciso. Su ombligo, con justeza, es el miércoles de la semana.
Salí a las siete de la noche de mi
clase y me quedé en la “sala de lectura” de la Facultad –que de sala y de
lectura no tiene nada–, leía una novela
sobre animales o niños, sobre idiotas o ángeles, no recuerdo muy bien. Un amigo
me saludó de pronto y eso me hizo mirar el reloj, casi las ocho. Tomé un poco
de agua porque necesitaba hidratar mi boca, en el hueco formado por las palmas
de mis manos comprobé el deterioro de mi aliento, estaba en el crepúsculo de su
dignidad, pero aún digno.
Traté de peinarme un poco, de
alisarme la playera y acomodarme la chamarra. Enseguida, me dirigí a las
jardineras del Ágora. Me gusta esperarla allí, a esas horas ya ha obscurecido;
la única luz proviene del edificio de la facultad, que para mí comienza en las
escaleras. La vida misma parece ser alumbrada desde ese punto, aunque estoy
casi seguro que surge de más arriba, de ese lugar sin límites, inalcanzable
donde depositamos nuestra fe, nuestras esperanzas y deseos.
Me imagino que las escaleras entre
más ascienden se van difuminando en aquella claridad; porque más
arriba la luz debe ser total, una especie de infinito, de eternidad desde donde
ella desciende con su sonrisa en las manos para buscarme. Quizá ella, en su esencia, no sea más que una gota de esa luz, y ese cuerpo y ese rostro que tanto busco e imagino, se los he dado yo, mi deseo que desde hace mucho buscaban un cuerpo y un rostro como el suyo, no sé porque busco una explicación a lo que probablemente no lo tenga, porque siendo sinceros, quién puede hablar racionalmente de la belleza, quién puede explicarla en términos científicos. No, la belleza siempre tiene algo de misterioso, de inexplicable, de muda palabra, está allí como un espejismo, como una verdad no dicha, que abrasa los sentidos y la razón, que trastoca el mundo y lo hace habitable.
Pero me desvío demasiado, estaba hablado de la escalera, de ese otro mundo que está más allá de mi vista. Sí, lo sé, muchas veces he subido y
bajado por allí. Sé perfectamente que la escalera da a posgrado, pero eso
sucede en la mañana-tarde; por alguna extraña razón cuando espero en las jardineras parece que
llevara hacia alguna otra parte, un lugar que me está vedado. Al menos, los
miércoles de siete a ocho de la noche pareciera que se transfigurara o que la
facultad ascendiera a otra dimensión, otro espacio y tiempo, si allí se puede
creer en el espacio y en el tiempo.
He intentado –no crea que no– subir
por allí, pero por alguna extraña razón siempre pasa algo que me desanima o que
hace olvidarme de mi deseo, haciendo de la obscuridad, de la jardinera el lugar
donde suceden los milagros, donde ella se materializa e inaugura la noche,
porque la obscuridad o ciertas horas del día, pocas veces se pueden llamar
noche.
En esa hora de espera me quedo
contemplando esa escalera blanca que de tan iluminada y concreta, pareciera que
no existiese, que fuese un espejismo, un fruto de mi anhelo por escuchar la
suela de sus tenis, mirarlos descender; y ni hablar de la tela de sus pantalones rozando sus
muslos, transfigurando mis sentidos, mi propio cuerpo en una especie de ser
primigenio, de animal nocturno, mono obsceno, pelambre de la lívido, aullido de
semen que se va desdibujando hasta ser sólo una mancha de espera ante aquella
claridad, ante tanta nitidez de peldaños, de barandal, de loza, pero sobre todo de belleza. Ella, tan contundente como la escalera misma, tan cierta como la luz, tan entera como la alegría de mirarla bajar y sentir sus brazos próximos a los míos. Al verla
no puedo evitar preguntarme: ¿será?, ¿estará ahora aquí? ¿“Será esa felicidad
imaginada, ahora dicha concretísima”? Me
da un poco de miedo tratar de indagar sobre esos asuntos. Además, ¿quién puede
negar que “los sueños, sueños son”? Y si la felicidad es esto, ¿para qué querer
buscarle una explicación? Esa es la mejor manera de jodernos la vida.
Por fin baja, veo sus tenis, su
pantalón de mezclilla lamiendo sus muslos. Baja con la sonrisa que aquel lugar
le ha dado. Baja y su pelo se agita un poco, negro maullido ante tanta blancura
que la rodea. Me pierdo en la rosa de su rostro moreno, pétalo a pétalo lo
desfloro. Su cuerpo de barro tiene la forma de un cántaro de agua entre la
curva de mis manos; su cintura es un puñado de niñas haciendo la ronda, mis
dedos la ciñen y al tomarla se funden. Voy por ella como un navegante ciego,
como un sediento en el desierto le acerco la súplica de mis labios.
Un rayo me recorre la columna, la
sangre, los monos del falo gimen, luchan, se golpean, se muerden, sangran, tocan
sus tambores, se hinchan, crecen, se agigantan, tienen el tamaño de mi deseo.
Ciudad Universitaria es ahora un puntito en el fondo, allá abajo. Pega su
cuerpo al mío, su noche, sus estrellas. Sus manos marcan una constelación en mi
espalda. Desde las Islas y sólo aquellos que en ese momento se desesperan
pueden observar la cartografía estelar que ella va dibujando en mí –si el
orgasmo tuviera una forma sería ésa–.
Cruzamos la frontera de luz que se
condensa en ella, me quema la boca. Bebo su saliva. Sin saber cómo y cuándo estoy
fuera del mundo. Camino con ella, la detengo, le doy el ramo de mi urgencia y
el tiempo empieza rabioso a ir delante nuestro, empieza el descenso, pero la
detengo a punta de besos en Derecho, en Economía y Odontología. Mi necesidad se
apresura a su cuerpo, a ella, repito su nombre y conjuro la eternidad.
Atravesamos el pasillo de las facultades, ahora
somos dos gatos buscando una calle, la miro y un brujo deseo me arranca la
piel, jamás el deseo mismo. La beso, aprieto sus glúteos en el abismo, le pongo
sus manos dentro de mi pantalón. Aproximo su cóccix a mi urgencia, pero el
tiempo empieza a ladrarle a cada uno de nuestros maullidos. Es tarde, ella
conjura unos minutos más y después, al cumplirse el plazo, nuevamente nos vemos
en medio de un río de mochilas.
La miro y la deseo aún más, el
tiempo aunque avanza se detiene en sus ojos y yo me quedo con ella aunque me
veo sólo en el andén y ella me sonríe y se despide desde el vagón que ha
cerrado con encono sus puertas. Un borrón va quedando de la noche, de su
rostro, de su ropa. Los rieles quedan vacíos. Me veo sólo en medio de la
multitud. Camino medio muerto a casa, sin alma, con el cuerpo lleno de
recuerdos, como ahora que avanzo sobre Polanco viendo a todas esas parejas que
se solazan en su dicha; y les decía que hay días que recuerdo con tal precisión
como un viernes, pero creo que ya me he extendido demasiado, será mejor dejarlo para otra ocasión.
Por impulsivo que parezca el deseo, no permites que el mono se te trepe al lenguaje y desvirtúe la calidad poética que hay en este texto, en el que por cierto empiezas a dar síntomas de tu enfermedad por los espacios. Me gusta la atmósfera borrosa es indefinida, sin rostros ni nombres, pero llena de vivencia que se proyecta al lector a través de esos personajes que podrían ser cualquiera. El erotismo está presente precisamente por los velos que lo recubren, el de los rostros y el del lenguaje que dice el deseo pero no la realización, la cual sólo se intuye o se trasmina por las palabras y acentúa el deseo, porque es la ansiedad de un placer ya conocido que siempre es un gusto repetir, así sea frenéticamente, como un mono. De esas entradas en las que la extensión no es un pecado.
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