a V. M. G. M
Y me acuerdo que el amor era una
blanda furia... Sí, lo sé, un Alatristaso; pero no me pude resistir a pasar esos
versos como míos. Total, yo me los sé de memoria, me salen como si fueran parte
de mi cuerpo, de mi digestión, como si fuera un pensamiento propio, mío y sólo
mío, amada; no destruyas mi cuerpo malherido, malformado, mal distribuido. Dejen
furias y cuervos mi hígado en paz, que se corrompa en paz esta carroña, que
sean los años que vayan mordiéndolo suavemente hasta que nada quede, que sea
una luz que lentamente expire, no quiero ser algo muy luminoso que se pierde.
Morir como un recuerdo, lentamente como el dolor la mujer o la vida pegados al
cuerpo hasta que los confundamos como algo nuestro, hasta fundirlos a nosotros y todo, yo mismo
sea la medida de mi dolor.
Putillas
hoy no quiero acompañarlas, váyanse solas al diablo y déjenme sin su rubor que
bastante hielo tengo en el esqueleto. Yo no sirvo de compañía, si acaso soy una
piedra pequeña que no sirve ni para ser piedra de mi casa ni para carbón de una
hoguera. Yo soy como tú, sí como tú que me lees y piensas en el fraude que
eres. En que tus palabras no son tuyas, al igual que éstas no son mías. Pienso
y piensas por un otro, por aquel que mira el mundo y que te busca en el
suicidio del pronombre, esa globalización que llegó tan temprano, que nació
rota, enferma, sin zumo y a pesar de todo sigue, da su fruto y éstos estérilmente
se reproducen; sin verbo y por ende sin un principio al cual girar para
entenderse, para saber qué es, qué somos. Sin verbo no hay mundo y sin mundo no
hay carne y sin carne pa qué tanto diente y deseo, para qué tus caderas sobre
mí besando mi cóccix.
Para
qué Ismael –tan bíblico tú- ponernos el menos gastado de nuestros dos trajes,
para qué –José Luis, carpinterito de palabras- sufrir y aguantar el zarpazo de
la soledad si ella…; sí, tú, dulce susurrar de abejas, bruja del Tajín, verde
corazón de verano y cerro reverdecido, para qué si no vendrás ahora. Porque
nadie ha logrado materializar una invocación. Yo podría mencionar tu nombre
porque no te quiero desasida del mundo, te quiero a ti y te quiero mía, alcohol
de mi boca, alcohol que me enlenguas el pensamiento, alcohol de mi desnudez.
Pero
hoy con el plagio a flor de verdad, a papel quitado te digo que sufro, que no
es posible tanto moho en los ángulos de mi cuerpo. Mientras me quede voz yo
diré, hermano, huérfano, hombre sin fe, desterrado del paraíso, que tú también
sufres y que no es justo, que nadie se merece el sufrimiento. Y me agito como
un árbol colérico que entra y sale de mí y me lleva de la mano a ser tu esclavo
mejor cuando me hieres, yo mismo, mi hermano, tú, mi semejante.
Pero entonces sólo
basta una palabra tuya para sanar mi alma y para caer y perderme y vencerme y
vencerme en tus dulces prendas y reencontrarte y reencontrarme en ellas, en mi
saliva escurriendo en la tela, en el encaje de tu juventud… y recuerdo, memento
del alma dormida, desposorio del vino y el agua en tu pubis donde emerjo más
mío, mitad frío y mitad pez sobre tus muslos; y te digo: por qué no, por qué
no, dulce amor de mi antojo. Ángel por cuyo sueño desvarío.
Y sí, los dos lo
sabemos. Llevo dos días sin coger y ya no me aguanto de tan triste, ya el
marcial acento de mi paso se licua en ese largo pasillo de ausencias donde mi
imagen es un espejo quebrado, dividido y en el fondo una estatua sonríe a lo fin
de siglo, a lo diecinueve degollada.
Miro
a mi alrededor y sólo está ese espejo y me veo y sólo un eco de oscuras
golondrinas que se empecinan en volver a chocar contra mi ventana y otra vez y
otra y otra con el ala en el cristal rabiosas llaman, pero aquellas, ay de
aquellas que vieron… Direlo, pues un sueño fue –ni tanto, pero por pudor
diremos sueño- que te gozaba. Ay, Floralba y yo de otoño te ando desflorando. Y
allí entre el maizal de la cama labriego de tu vientre o sapo negro con dos
alas, yo pecador a orillas de tus senos envidio la justeza de tu sueño.
Quisiera
cantarle a mi amor, pero no tengo voz o era Booz. Era, porque lo nuestro es
pasar como caminos, somos ríos que van a dar en la mar que es y no es y somos
porque aún hay que exprimir más, hacer chillar a las putas palabras, hay que dar un rodeo antes de
volver siempre, porque si no ¿cómo serías la forma de mi deseo?, ¿cómo esa
arcilla que ya era antes que flores y frutos y que hormigas y que no sé cuánto
carajo más sería? Pero eras porque yo estaba allí entonces; y había un nosotros, dos nombres,
ciudad puesta a secar, plaza al mediodía, cine que apretaba mi tacto a tus
piernas antes de llevarte a una habitación y hacértelo por cuatro meses
seguidos, sin descanso, perpetuo péndulo de nuestro deseo.
Cuántas estaciones
han pasado. Alguien se encierra en la habitación ahora y escribe nuestra historia.
Alguien, traza en el papel: y luego ella se elevó al cielo y le estiró su corazón en un vasito con agua. Él desde su pilar, desde su soledad profunda
de eremita descreído estiró su brazo hacia aquella mano y un relámpago le
recorrió los huesos. Tomó el vaso y se bebió su corazón y el pilar se empezó a
resquebrajar y desde abajo ella se abrió la blusa y le enseñó los senos y dos
cicatrices o dos pezones fueron retornándolo al tiempo. Cayó el viejo y su
barba se esparció en el suelo. Sus labios estaban húmedos aún, todo su cuerpo
se desmembraba ante los latidos de aquel corazón que se iba encarnando a su
organismo. Ella le acercó su aliento y de pronto se cubrió los pechos por
pudor. Un árbol como manzana mordida rodaba junto a ellos. El sol estaba en lo
alto, dolía de tanta furia. Los miró. Ella se apenó y le dijo al eremita: no te
fijéis si soy algo morena porque mirome primero el sol; luego, se hizo la luz…