En
mí nada se salva, en algún punto todo se quiebra, se va desgajando. Algo, como
una hoz o una zarpa, va amputándome la sensibilidad de cada músculo, corta los
tendones de mis sentidos y me deja como muñeco de trapo, como una mancha de
sombra, como una noche larga o insomne desnucada sobre una escalera.
De tanto quemarme he dejado
de arder. El gusto se me escapa de la boca; el oído, a pesar de ser un grifo
abierto, está oxidado y seco. Ya no hay rapto, ni cuello largo ni hombros
desnudos ni muslos que lubriquen el mecanismo de la verga. Rey que se muere en
el trono de su carne, madera vieja ajada, triste de inviernos.
Todo estalla en un segundo y
en un segundo no queda huella de nada. Sí, es verdad, hacia fuera el tiempo, la
velocidad sigue, mi cuerpo continúa moviéndose. Respiro. Los ojos miran desde
su pecera el mundo, pero no puedo asirme a nada, no tengo un presente, al menos
me gustaría tener un cúmulo de memorias descabaladas.
Soy un vaso de cristal
sangrando, agua que no sacia su propia sed. Sin cauce y sin forma los
pensamientos caen de un décimo piso, veo los últimos estertores de la infancia,
del paraíso, de la imaginación. No hay pliegues, ni siquiera los de una mortaja
que desciendan sobre mi carne. El polvo duerme sobre la alacena, nada muere y
todo ha llegado a su fin o quizá soy yo, mi casa, mi habitación y sus
soledades.
La mina se ha
cerrado, el derrumbe ha ensordecido sus despeñaderos y sin embargo, presiento
que los pájaros siguen diluyéndose en las frondas de los árboles, el pasto continúa
creciendo, se estira, busca una selva de lluvia y una luna, dos amantes
desgarrados en su premura, en su ansia de muerte.
Un campo
minado que piso metódicamente me susurra al oído. Estalla, estallo, reviento,
siento la fuerza telúrica de la agonía, el rugido del instinto, del terror, la
carne vuela en mil pedazos. La calle sufre la arcada que ya sube por mi
garganta, un espasmo en el silencio, otro derrumbe fuera de mí es aplastado por
el paso apresurado de tacones y de horarios fijos.
Una estrella estalla y nadie
la ve. Estoy solo en la fila dieciocho mil en este funeral de cometas. Tengo la
boca llena de sal y nadie voltea a mirarme, tengo sed, demasiada, la lengua se
me cae a pedazos, se agita en el hervidero del suelo como un pez fuera del
agua. No puedo llorar, mis ojos son dos terrones de vinagre huecos, dos bocas
abriéndose y cerrándose buscando agua, el mar, el auxilio del sueño.
Un siglo solo, un segundo en
que dejo de pertenecer al mundo y soy todo hacia dentro, una luz negra que se
devora en nostalgias: “arder como la vela y consumirse”, para después “entre
llamas arder sin encenderme” Pero por qué el fuego sobre mí, por qué de repente
soy una roca salina derritiéndose, negra, carcomiendo milímetro a milímetro los
hornos de mi sangre y del reposo. Aúllo y no aparece la noche, el pelo se me
cae de repente y no me reconozco.
Grito, nadie escucha. Grito,
las personas a mi alrededor se empiezan a arrancar las orejas y corren. Huyen
del loco que abre tanto su quijada que empieza a sangrar por las comisuras de
los labios. La sangre es una serpiente, dos, tres, cuatro, mil: la Gorgona y su
veneno; la hydra y su amor; la sangre es al fin la noche y la puñalada decisiva de la
tarde, el filo brilla en la última cuchillada pariendo el crepúsculo y sus
bestias. Cierro la boca.
He llegado a un puente y he quedado
solo, a un lado el suicidio, puedo contar tres pasos, la velocidad de su caída,
la desesperación de sus ojos, su mano que se estira hacia la mía que mantengo
en los bolsillos del abrigo. Quisiera ayudarlo, pero no hay salidas aquí, la
pintura donde estamos trazados no muestra la profundidad de la caída ni el
vacío del grito, sólo el horror de los ojos y de la boca. Sólo el terror ante
una mina derruida que no quiero ver, que me niego a ver pues allí sigo
sepultado, ignorando el grito de mi propia muerte.
Poesía pura, Bernardo, digo, vago. Me gusta cómo la primera persona logra una inmersión en las sensaciones del personaje, cuya fuente en un primer momento parece haber sido una experiencia autobiográfica que más vale callar, pero hacia el final, esa vuelta de tuerca de la ecfrasis es un absoluto desconcierto: ¿O sea que siempre estuviste hablando del cuadro de Much? ¿O sea que el personaje se quedó atrapado en él? ¿O sea que mientras penetrasbas tus sensaciones con el pensamiento y con el lenguaje te diste cuenta de que la mejor expresión de tu estado de ánimo estaba congelado en una pintura? Pero, ¿es creación, no? No tiene nada qué ver contigo, vago que escribe y patea las calles, ¿o sí? Tal vez no hayas pensado nada de eso y dirás "Pues yo sólo quería hacerle un homenaje a Montellano!!" Es una excelente entrada.
ResponderEliminar