Con este tipo de letra pienso que
cualquier cosa que escriba será literatura, en particular un cuento. Porque
es una fuente muy inglesa, muy correcta, de líneas elegantes y serias, de
letras que siempre llegan a tiempo; de tinta bien medida y entallada.
En una letra así
el texto adquiere una dignidad que con otra sería imposible, pues ya va cargada
de tiempo, de antigüedad y la historia da prestigio, hace que lo que uno
escriba forme parte de ese tipo de textos que aparecían impresos en los
periódicos decimonónicos o en aquellos libros infantiles ilustrados cuyas
historias aún perviven y fructifican en ciertos sótanos y buhardillas de
nuestra memoria.
Claro que para
hacerle honor tendría que empezar con un: Había una vez un hombre que todo lo
que escribía era una lista interminable de aburrimiento, hasta que en el año
del señor dos mil trece en el mes cuarto del día veinte con el poder de la
tipografía Baskerville Old Face comenzó a urdir una historia de ocio sin
ejemplaridad y mucho menos ingenio. Lo suyo era un entretenimiento de horas
muertas, de moco endurecido o pelusa de ombligo entre los dedos distraídos. Su
protagonista era un joven –ya no tanto, de hecho– peludo que todas las mañanas,
después de romper el sortilegio del sueño y quebrar el estruendo del
infrahumano rugido del despertador que lo retorna al brasero de su cama y a sus
desnudeces –pues esta historia acontece en un país donde todo el año es un
infiernillo– y a la idea fija de la empresa que lo obliga a salir todos los
días de su hogar y pelear con los endriagos que gobiernan la ruta dos del
microbús y después ahogarse en el Tufo Tremebundo que habita bajo tierra dentro
de la panza de la Gran Larva Naranja –¡oh, salve, Gran Larva Naranja!–, que en
una hora –más o menos– su digestión lo expulsa desgarbadamente en un lugar aún
más tremebundo como a muchos otros personajes que en ese momento lo acompañan y
que van o el Bosque Trabajo o a las Catacumbas o Solar Herida Escolar–. Así,
nuestro héroe después de bregar en el mar de calamidades e injusticias que su sino
–y el régimen– le impone, llegó al fin a los ribazos de su destino: la gran
fortaleza, la prisión del conocimiento, el yugo del saber, a la Universitata
Naciorum Autoutópicum Malevomaglia, al zoológico letrado que entre balidos,
rugidos y mugidos –dominando sobre todo estos últimos– lo recibían como a un compañero más. La divisó desde la
altura en que lo había depositado el último Lentiturius Verdis Bio –quizá por
ello más caro en poder domarlo y más difícil de poder desasirse de él, pues
sólo hay una forma de bajarse y siempre de los siempres es por atrás–.
Un vértigo que se
empozaba en su estómago –y sabía que natura nada tenía que ver con él– le advertía
de las horas y el hambre que pasaría allí; pero nuestro héroe, necio y peludo,
aunque se sabía preso del hechizo del orinón que lo hacía, siempre que estuviera cerca de la Universitata
Naciorum Autoutópicum Malevomaglia, ir sin tregua, día a día desde que entró en
las fauces de aquella ilustración deslustrada, al mingitorio como si debiera
entregar parte de su caudal para entrar y acrecentar esas aguas del
conocimiento, que sólo, irredentamente e irónicamente, le hacían más patente el
estado de desahucio intelectual en el que se encontraba.
Pero ya ando
adelantando vísperas y aún el camino que le quedaba por andar era largo. A su
mano derecha tenía el Estadium de la Sordïda Calamidá que a esas horas se
encontraba, para su consuelo, dormido, pero ¡ay de aquel que los fines de
semanas, pasado el mediodía estuviere por allí!, pues podría ser consumido por
las hordas, que por un hechizo que no me es dable conocer, hace de estas mismas
unos seres sin voluntad, guiados por el capricho de la gran esfera, que a decir
verdad, ni tan grande, ni tan esfera, pero la siguen de un lado al otro
mientras unos monos sufren el suplicio de patearla sin descanso por más de una
hora.
Frente a él tenía
el Pantano Enaniuns, que era llamado así porque no era tan largo ni tan ancho,
pero era traicionero, siglos y siglos el pantano se alimenta de las suelas de
zapatos y de los pantalones mal bastillados que han cruzado por allí. Se dice
que de esta fosa nació el hombre del fango; y algo habrá de razón en ello, pues
después de las ocho de la noche nadie, y cuando digo nadie es nadie, se atreve
a cruzarlo ni de ida ni de vuelta.
Después de tomar
valor, nuestro héroe –que en el pelambre erizado se le notaba que su valentía
mermaba– atravesó a paso veloz, pero seguro el pantano, sin embargo no pudo
escapar de las huellas de la batalla; partes de aquel foso inmemorial iban
pegadas a su calzado, dejando por donde pasaba el rastro no sólo de su
aventura, sino de la marca que lo perseguiría por todo la Universitata Naciorum
Autoutópicum Malevomaglia.
Cansado, con un
mareo de mar agitado, de borrachera negra caminó “enfermo y peregrino” hasta
los lindes del puente. El mar de metal atronaba su enorme peso sobre él, que
abriendo y cerrando los ojos trataba de encontrar un centro ante tanto caos, de
aferrarse a algún punto de apoyo –más en su interior que su exterior–, pero era
inútil, la violencia del ruido no cesaba, le mordía el equilibrio y las horas
avanzaban y avanzaban; y si no llegaba a tiempo temía que la puerta de aquel
universo ilusorio, “espejismo de sus sentidos” pero tan real como él mismo,
pudiera, de un momento a otro, desaparecer.
Así que, con la
poca valía que le quedaba, fue engarzando sus manos al barandal lleno de
criaturas invisibles totalmente dañinas para su espíritu, pero que sabía de su
existencia pues le abrían o le hinchaban el estómago o convertían su sangre en
una especie de líquido espeso que bajaba por sus fosas nasales y lo hacían
sentir débil y le enrojecían la nariz a tal grado que algunas veces temía por
su vida, pues le daba un inmenso frío en todo el cuerpo a pesar de que si
alguien lo tocaba hervía como esos potajes que surtían efectos similares en la
población de la Universitata… que comía en el malhadado Pasilium de la Amibums…
Con nombres latinos, esta entrada me recuerda un poco cierto cuento (escrito con una tipografía no tan elegante como ésta) donde una amazona de Tláhuac narra su denodada travesía por las caldeantes aguas del Lago de Texcoco con una torta de tamal bajo la consigna de recoger a la "chamaca", con la diferencia de que aquel poco elegante cuento estaba concluido. Reservo el resto de los comentaribus nocivi,pues no disfruté en realidad de esta entrada, al chile al chile hablando.
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