La luz sobre sus piernas, entre la
tela de su vestido blanco, como un rocío de campo el estampado de flores flota
más allá de la tela, sus muslos aún más claros y más secretos, un claroscuro
que se va formando cuadro a cuadro, instante tras instante. Todo es apariencia,
la pantalla me guiña un ojo de mujer y alguien a mi espalda fuma o es dentro de
aquella escena y de esa boca a quien no está dirigido el guiño, está en un más
allá y en un más adentro, en mí.
El sonido es
disperso, difuso, fantasmal, atraviesa las paredes, choca con las voces que no
me interpelan y que hago mías, y me duelen o me dan esperanzas o me derriban
del todo. Las otras se cuelan entre las paredes de la sala, otro diálogo se
mezcla en mi cuerpo, pero no lo entiendo, sólo las notas, las vibraciones más
altas abren mi piel y me desespero al asistir a un diálogo sordo.
El sonido del
cinematógrafo es lo único que me hace sentirme en el mundo y fuera de él, liga
mi pasado y mi presente: las películas francesas, las independientes, las
pretenciosas que salgo odiando después de asistir al Lumière. El recuerdo de una amiga a
quien odio con todo mi amor carnívoro y mi desamor vegetariano. Porque uno odia
el recuerdo por pasado, por no ser un presente, porque hábitos que pensamos
inamovibles cambian, porque el tiempo todo lo trastoca y como peones nos cambia
de lugar, siempre hacia adelante, sin mirar, sin retroceder, carne de cañón del
destino, Pípilas que no aguantan su roca y al final sucumben a las leyes y a
los imponderables de la vida.
Ahora estoy flaco
y con todo mi amor odio las verduras y odio la carne por su amor que se me
niega, tan cerca y tan lejos; tan enfermo del hígado o del alma, tan mareado
del mundo, de mí, de la falta de sal y tan depresivo en mi presión baja. ¿El
cine, dónde? ¿La expectación, el nerviosismo que salía de pantalla y me roza
los muslos? Ahora no queda tiempo ni para escribir estas entradas a tiempo.
Trato, pero los segundos se me escapan, me aferro a ellos pero no puedo
sostenerme y caigo y caigo, sin final, sin asideros, porque nadie detiene
nuestra caída.
Silencio, inicia
la película. ¿Cuál? Silencio, me digo. Estoy en el sillón de mi casa, acaricio
esos muslos blancos y morenos con que el director o yo juega. La soledad es lo único
serio aquí. Tengo un ensayo por finalizar pero un reclamo justo me aleja de mis
ocupaciones y tengo que prender la cineteca, una sala, unos besos y unas ganas
que se me quedaron en el tintero y una caminata larga al departamento.
Ahora, con la
imaginación erguida, puedo hacer posible esas tomas, a ella, colocarla debajo
de mí, presente y futuro, pasado siempre –y estoy harto de citar al filósofo
que dijo esto antes que yo- tomarle todas las fotos que quiero, grabarla en la
obscenidad de mi cuerpo, porque el deseo siempre es obsceno.
Caminamos, porque
nuestra plática siempre es o fue o será un andar, un gastar de suelas y de
risas. Un paseo por parques solitarios, por naciones de comidas, de
fraternidades supuestas, de malabares de tiempos que trato de equilibrar en mí,
pero es tan difícil sostener todo, mantener el pie sin dejar caer nada. Pero es
imposible conservar cada instante vivido y no vivido, allí está Funes o aquel
personaje de Marías en “Cuando fui mortal”, nada se salva, sería monstruoso que
fuera así.
Y yo soy mortal y
deseo y siempre seguiré deseando, y desear es preguntarse y hacerlo es
articular la palabra y el silencio y tratar, con ello, de palear el olvido, el
no querer hacer, salir de la inacción y la indolencia, aunque a veces es inútil
e inevitablemente se olvida la salud, los amigos, la familia, fechas de
cumpleaños que son toda una vida que celebrar.
Pero mi deseo es
salvarlo todo, mi lujuria es quererlo todo a un tiempo y mi desgracia es saber
que eso no es posible, que por más que quiera la garra del olvido se aferra más
fuerte a mí, no me deja saber que estas canas, estas cicatrices del tiempo, del
devenir, de la muerte, son el estigma del olvido más tenaz y del amor último
que será inevitablemente cenizas; y en este momento ya no sé si de verdad
tendrá sentido, si el amor, si el deseo podrá redimirme, salvarme un poco del
olvido que yo no escogí, que no quiero y por eso escribo, por eso leo para
traer a mí esos otros que fui y que sigo siendo en alguna parte de mis mundos.
No extraña la dispersión del pensamiento en alguien que enarbola la vagancia como manifiesto estético, y es que el vagar también suele volverse inevitable. Entre cierto sentido del deber, la atracción que ejerce el mundo hacia nuestros sentidos, el deseo, los datos de carácter cíclico como las fechas de cumpleaños que nos cansamos de olvidar, la mente termina por perderse y enmarañarse. A veces las agendas electrónicas ayudan, pero sabemos que los recuerdos artificiales pierden el significado original que nos daba razones para recordar. Un texto un tanto caótico, que vaga para detenerse en la conciencia misma del que escribe, como debe ocurrir cuando uno es el centro del torbellino.
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