Ahora que el alcohol de las cerezas o frutos y hojas, todo,
ya todo se ha secado y comienzan por escupir los fermentos del verano, ahora
que… solo…, estoy solo. Sin temblores, únicamente frente al espejo mellado
del crepúsculo: rostro vidrioso como el
recuerdo de madrugadas con las solapas de la chamarra levantadas y el mentón cubriendo su cuello, y los brazos
cruzados sobre un pecho partido y tiritante.
Avanza,
posa su vaho quebrado sobre todo, el viento es apestado por su olor a penumbra
y madrugada cansada. Los árboles recortan a duras penas sus frutos,
el olor a pereza y desánimo va sembrándose en cada jardinera y ventana de
la ciudad. Los charcos reflejan calles, avenidas, luces, edificios con su
llanto de cabeza. Los piso sin darme cuenta hasta muy tarde, hasta sentir la
ofensa del agua entrando en mis pies y en la bastilla mal bastillada de mis
pantalones.
Sigo en el camino, coloco mi rostro sobre un traje que
pende de la desnudez de algún aparador del Centro. No soy feo
pero el traje me queda grande o será ese color al desnudo, al destinte que
me mira malencarado desde su funda de vidrio, me observa como si quisiera saber
lo que ni siquiera sé que sé; y sin pensarlo meto las manos en
los bolsillos esperando el milagro del peso ciego sobre el tacto, del
reconocimiento de algo que era mío y que de súbito me llenará el presente con una especie de
tormenta que poliniza mi cerebro y se abre hacia otros tiempos, siempre, pero
siempre mejores. Pero nada hay, sigo sin entender las preguntas que me lanzaron del
otro lado del espejo.
Cargo con el desasosiego de mí mismo, de no saber qué responder y entonces me cierro, me clavo
a mis bolsillos a cal y canto, cárcel de músculos abatidos, orfandad, miseria
que me arranca los ojos y trato de ver, sin hacerlo realmente, el horizonte.
Camino y tan anestesiado me pone el ruido y la multitud que
el plañido del hambre se confunde con los pitidos
de los autos o los gritos de los vendedores. Voy hacia mi rostro y mis ojos se han
quedado sin limosnas que dar, no hay goce, ni paz, ni dulzura en las suelas de
mis zapatos..., quizá si fueran de otro color y la vida
fuera y yo...
Muevo la cabeza para desperezarla, para sacarla de ese agujero
donde me preocupo por el teñido del traje y no por lo gris que se
ha puesto todo, yo mismo tan deslavado, tan siglo veintiuno. Cuánto a pasado desde que estoy lagañoso y despeinado despierto en estas pesadillas
de cristales quebrados; paralíticos sueños, maderas y piedras de la fosa de
mi cama.
El adoquinado bajo la lluvia se torna inconmovible. El agua
saca el metal y el frío de cada piedra. Una metralla de
faldas y muslos me hieren, herido avanzo por donceles, el corazón berrea entre mis manos, letra a
letra busco sus nombres y sólo la onomatopeya del deseo gime
acongojada dentro de mis pantalones rojos.
Rojo sobre gris en el albur y en el albor de mi siglo.
Tengo treinta y un años en esta pesadilla, el cabello
desleído y la suficiente edad para
cambiarme el nombre o para al fin acomodarme al mío, edad de olvido, de palabras que
antes me jugaban en la boca y ahora seco se ha quedado el jardín, y el columpio en su seriedad extraña las cosquillas que lo agitaban. Herido y mojado me muevo medio cuadro por
segundo, me muevo blanco y negro, blando en este río rojo que me contiene y me
desahucia.
Siento cómo los músculos me abandonan, tan profundamente
ha calado la bestia de la belleza en mí, tan segura, muslo a muslo ha
hincado la lujuria en este descampado ambulante, bajo esta lluvia triste, ella misma tristísima, siento unas ganas inmensas por
aliviar el hormiguero que lastima mi falo. Me lo rasco y la tormenta
arde y más me rasco y siento en la sien la
flor de sangre consumirme.
Sigo en donceles, los libros de viejo bajo la lluvia son
como un café y una mujer que bebo desde la
distancia. No entro, hoy me niego el placer de ser libre, hoy bajo el temblor
timbálico y pánico de las campanas de catedral dejo
que retumbe el deseo, que sigo rascanda y rascando esperando sacar del hoyo la soledad que me sepulta bajo sus templos.
Se abre la carne en un gris perla, espeso líquido de mí, de esta plaza llena de paraguas
negros, aves enlutadas de primas y corredores entornados, de alientos, de prisas
demasiadas para mi cuadro por segundo y para quebrar este espejo desvaído crepúsculo rojo pantalón humedecido de mí y tan suyo, de usted, sólo de usted.
La historia de una crónica que se va transformando gradualmente en prosa poética. ¿Hay detonador? Lo hay, por supuesto: la sensualidad, el hormigueo que de pronto se advierte al tiempo que la película se acelera levemente en su rodar de medio a un cuadro por segundo. Como caminar por las calles húmedas del centro, llenas de memoria cinematográfica, de cuadros que se sobreponen en el tiempo. Es la ciudad y su corazón, es nuestra que casa que a veces no reconocemos para refugiarnos en la soledad.
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