Quisiera
hablar de la escritura, pero con qué cara, la verdad este año he descuidado el
blog, ya ni siquiera le llamo, cariñosamente, Vagalia. Tantos ensayos, una
ponencia por terminar, otras tantas cuartillas de la maestría para vacaciones, me
han alejado de este oasis que es para mí, ir soltándoles la cuerda a las
palabras, hilar pensamientos sin que estos queden perfectamente unidos unos a
otros. ¿Y la literatura? Ha pasado a ser una urgencia de cada ida al baño, una
bocanada de aire entre tanto análisis y crítica y teoría. Últimamente sueño con
leer una novela sin otro afán que recrearme en ella, espero soñando.
Releer El Cid con
relación a otras tres obras literarias del siglo XX es bastante satisfactorio,
pero sea como sea no es lo mismo que agarrar a ciegas algún libro de mi biblioteca
y entrar en la incógnita y en la súbita alegría que es leer algo que no esperaba,
que me descarne la mazorca del esqueleto o que me encarne fieramente a éste. El
misterio, el encuentro fortuito, el
agrado ante ciertos hallazgos que no se esperaban: una frase, una manera de
mentar la muerte que yo no había leído o un modo de pensar totalmente nuevo o
el encuentro de mis obsesiones tanto estéticas como temáticas; son algunas de
mis alegrías cuando leo. La otra es el placer más sencillo, pero el más
totalitario que el arte me puede dar: el escuchar o intuir una historia –si no
es literario el encuentro artístico. El conocer un nuevo mundo, que es a fin de
cuentas una expansión del mío.
La aventura es un juego, la literatura es precisamente eso, que
a pesar de los años, a pesar del trabajo, de las horas muertas en el transporte
público puedo sonreír ante el encuentro o por la mera suposición de encontrarme
a la vuelta de página con lo inesperado, con el misterio que se revela o se
empieza urdir en x o z obra literaria.
Leer, no es volver a la inocencia, el juego nunca es inocente, es
seguir sorprendiéndonos por lo que nos rodea o por lo que llevamos en el pozo
asqueroso de nuestro ser; porque la literatura revela, porque la literatura nos
sangra, nos lleva a sentir brasa a brasa la sangre que arde en cada uno de
nuestros músculos u órganos. Es saber que el esqueleto es frágil, pero también
que puede trascender su debilidad, su dolor; o intuir –en el otro extremo– lo
que es un cuerpo enfermo de insomnio; pero también es poder darle palabras a lo
que sentimos, por ejemplo a los celos –sí, mi eterno Góngora–, o al amor, que
cada vez es más difícil escribir o leer sobre él.
La literatura, lo único que no es, y que sí lo son, por ejemplo
el cine y sobre todo la televisión o la música comercial, es ser indulgente. Si
hay consuelo en ella se dará a través del autoconocimiento, pero también en el
saber de alguien más que sintió o tuvo la sensibilidad de expresar lo que
estamos viviendo en x o z obra.
La literatura aunque la mayoría de las veces sea un ejercicio en
soledad, no lo es en absoluto, nunca estamos solos cuando leemos, porque los
personajes, las experiencias que viven las empatamos con las que nosotros hemos
sentido o hemos visto en nuestro entorno.
Una
novela, un poema, un drama yerguen un diálogo, quizá la lírica sea el más
silencioso de éstos, pero no por ello el menos expresivo, al contrario, nos
conmueve, nos lleva de la mano a ser esclavos del amor o de la amargura,
heraldos de la muerte o del deseo.
Porque los sentimientos son comunidad, aún el de abandono, el de
la soledad, el del amor, porque llevamos con nosotros el exilio, la herida, la
mutilación de lo que fuimos y deseamos volver a ser, en pocas palabras llevamos
al otro, a ese otro que nos escinde o del cual fuimos cercenados.
Las palabras de la tribu murmuran, se reflejan aún con más
claridad en la distancia, porque en la soledad buscamos al otro con más
insistencia, con más necesidad. La literatura nos acerca al mundo, a ciertas
calles y a ciertos cuerpos, a ciertos estados de ánimo que creíamos sepultados,
es un pasado todo presente.
Sentimos porque no estamos solos, cada uno de nuestros cinco
sentidos están en relación a algo más, a alguien que se encuentra fuera de
nosotros mismos pero que al mismo tiempo hacemos nuestro por medio del tacto,
de la vista, del oído, del gusto y del olfato, herramientas indispensables para
invocar los recuerdos.
Vivir es pertenencia. La soledad es un grito, un puente en mitad
de la nada, sí, pero fue proferido para ser escuchado, fue construido para ser
cruzado; se espera que alguien pase por allí, que se alcen las islas que lo
sustenten de lado a lado. Vivir es estar y estar es tránsito y el tránsito es
río y un río son peces y guijarros, es humedad y la humedad nunca es una
sensación de vacío, aunque a veces, sí, definitivamente sí, de soledad; pero
como ya dije la soledad es un puente. Y el hombre y la literatura son
precisamente eso, un puente, un camino, un diálogo que nos hace humedecer
nuestra soledad para poder digerirla.
Gracias, ahora tengo una nueva definición de Literatura para empezar el curso, una que pueda acercarlos a ella y no la aprendida de memoria. Sirva de confirmación también este comentario de que los puentes tendidos por la escritura son una invitación al paso, aunque a veces sean sólo unas líneas precipitadas las que se esbocen, pero que de una u otra manera, indican el punto por donde se puede vadear el río o sortear las cercas. Quizá este texto inaugure el género (si es que no existe ya) del Ars Lectorum.
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