La
inversión tecnológica priva sobre el material humano. La monumentalidad de las
producciones cinematográficas aplasta el multifacético y luminoso rostro de la
estrella. Éstas son las primeras razones que se me vienen a la mente sobre la
extinción de una especie que era vital para el cine: las divas. Al menos una
raza de ellas –la otra no tarda– ha
sucumbido al frenesí del tiempo y de la taquilla.
Meryl Streep me ve, levanta
la mano –se siente indignada–; y yo aprieto los labios mientras muevo de un
lado a otro la cabeza, le suplico que la baje. Hay para mí dos tipos de divas.
¿Cómo negar que tanto Marilyn Monroe como Audrey Hepburn lo son? Pero en ellas
a pesar de sus similitudes, hay diferencias muy marcadas. No me imagino a la
actriz de Sabrina en una escena donde
se esté cambiando y, de súbito, alguien entre y se tope de golpe con la
blancura de sus senos, velados súbitamente por sus dedos largos y esa tela
negra del camisón que no se decide en cubrirlos o descubrirlos del todo. Ese
alguien podría ser Humphrey Bogart, distraído y práctico, cansado y
melancólico. Sube los diecisiete escalones y en el umbral de la puerta, pintada
de blanco, enciende su cigarrillo –pasan siglos–; después, lentamente gira la
perilla y entre sombras, lo primero que ve es… No, por más que trato no puedo
imaginar la mirada codiciosa, ni los párpados lívidos y vencidos, provocando la
voluptuosidad del deseo. No, no. Ciertamente, hay actrices que nacen para
determinados papeles, Audrey no tiene los dones de una Loren, ni ésta la
delicada malicia de aquella.
El glamour, la lejanía, su esencia evanescente, sus cambios de humor,
la histeria, la risa desaforada, el cigarrillo o esas frases dichas fuera de
cámaras, despreocupadamente, que parecieran no provenir de sus labios por lo
terrible de su significado son fundamentales para ser una diva; porque ellas se
pueden dar el lujo de ser inmorales, caprichosas, insensibles, drogadictas,
ninfómanas, etc., pues sólo necesitan justificarse de una sola manera ante la
sociedad: que su existencia o al menos una pestaña de ellas, sea para nosotros,
para todos aquellos que las codiciamos y sólo podemos tenerlas, en ese sueño
fingido y tan cierto que es el cine.
Ahora bien, lo que las hace
distintas es la manera en que están allí, iluminando la pantalla. Meryl Streep
sigue la línea de Audrey, de Bette Davis, etc., son mujeres que actúan, que
interpretan, que encarnan, que son poseídas por un otro que no son ellas y que
nos hacen odiarlas, amarlas, entristecernos…
El otro tipo de divas son
las sensuales, son ese encono de hormigas
en las venas voraces, las sex symbols.
No importan sus actuaciones medianeras, con que cumplan con el papel basta, de
hecho muchas películas son únicamente el pretexto para verlas en una sala a
obscuras. Lo esencial es la manera en que las medias se sujetan a sus muslos,
el modo en que su sonrisa juega con el pececito de la lengua que juega a su vez
con la ingenuidad de un escote caprichoso y una mirada distraída, perezosa, que
no se decide a abrirse o a cerrarse del todo. Ésas son las características
fundamentales de esa raza ya extinta de divas.
El caso de nuestro cine no
es diferente, las sex symbols
mexicanas tienen un poco de todo lo anterior, ni son tan buenas actrices ni tan
malas; ni son tan hijas de la Cucaracha ni de María Candelaria. Pienso en la
triada: Dolores del Río, María Félix y Silvia Pinal. La primera, es quizá, más
actriz que sex symbol –aunque muchas
veces se excedía en sus actuaciones, su veta dramática era más teatral que
cinematográfica; la segunda, es nuestra femme
fatal –claro a la mexicana, sin poder salirse de ese código católico y
moralino– y Silvita, pues, es Silvita y sobre todo es Buñuel –nuestra mancha en
el paraíso.
Las propias características
del cine de oro impedían que nuestras divas fueran –por decirlo de alguna
manera– más libres en sus interpretaciones, pues al filmarse bajo un código de
“buena conciencia”, teniendo como base la familia –claro que hay sus
excepciones, pero son las menos– eran o santas caídas en desgracia o putas –las
más de las veces sólo esbozadas– redimidas. Ni nuestra María Bonita podía
interpretar un papel donde se diera vuelo –al menos en pantalla–, pues la sal y
la pimienta y el sudor –sobre todo el sudor– tenían que estar sobreentendidos.
El tono en muchas ocasiones caía en lo pálido, en lo desteñido. No eran flores
del mal, sólo edulcoraciones de aquellas florecitas que aparecían en los poemas
de Antonio Plaza. Pero seguir por esta pendiente me llevaría a otro tema muy
distinto del que estoy tratando.
La buena actuación nos hace
aplaudir, exclamar, reír o llorar, pero jamás tragarte la respiración o
prolongar indecorosamente el silencio, como sí lo logra una Marilyn que intenta
cubrirse y calmar la carcajada de su vestido o Anita en el instante que baila
en un rapto báquico o dejándose penetrar por el oleaje –que ella misma provoca–
de la infortunada Fontana de Trevi, que en estos años ha visto palidecer sus
espumas por tanta indecente y ridícula mujer que trata de emular –como si eso
se pudiera- el sex appeal de la
Ekberg. Gracias al cielo, ya está prohibido hacerlo.
Lo anterior da motivo para
hablar de la capacidad que tiene el cine de crear íconos para la sociedad.
Podemos no haber visto una sola película de ellas, pero hay escenas o imágenes
que están grabadas o en la piel o en el intestino, como esa escena final de
Casablanca: la lluvia, el perentorio ruido de las hélices, ese beso que se da y
no se da; o tatuadas en la entrepierna, en la baba del inconsciente, provocadas
por ciertas tomas de Marilyn o de Sofía Loren y que me hace querer, al
evocarlas, alejarme de aquí y ocupar mis manos en tareas más gozosas, mientras
repito más con el cuerpo que con la voz: I’m
your Daddy, Marilyn.
En la historia del cine hay
momentos eróticamente memorables. En los noventas tenemos el movimiento de
piernas de Sharon Stone, pero ella no se volvió ni ha trascendido como un sex symbol porque buscó papeles “más
serios”; afortunados o no –eso no me toca juzgarlo–, pero como ya dije al
principio de este texto, la seriedad actoral, no es parte de este tipo de
divas. ¿Striptease? ¿Demi Moore?
Tampoco lo logra, porque una diva no es una encueratriz –y que me perdone Ninel
(¿ha actuado en el cine?) y la vieja guardia: Maribel, Lorena Herrera, Rosa Gloria Chagoyán, etc…
La fuerza erótica no radica
en el abuso de la desnudez; ésta proviene o es parte de su naturaleza, de su
mismo ser. El cuerpo, como objeto de deseo, puede ser el vehículo de esa fuerza,
pero jamás el erotismo se puede cifrar totalmente en las redondeces de la sex symbol. Ella crea a su alrededor una
especie de áurea orgásmica que consume –nos consumen– todo, hace que sus
vestidos negros, que sus medias, que sus bocas, que sus miradas y cada uno de
sus gestos nos carcoman la inocencia –si es que aún queda algo.
Se puede ser ingenua, tonta,
rubia, morena, carnosa, carnosísima, pero si no hay esa naturaleza erótica, ese
no sé que, pero ¡qué que!… Es imposible llenar una pantalla. Además, con los
adelantos médicos en materia estética, no hay mayores problemas para llenar un
escote, un pantalón o tener un rostro geométricamente hermoso y si todo esto no
fuera suficiente, se puede contar con extensiones de cabello, uñas postizas,
maquillaje, salas de bronceado, programas de edición de video, etc.
Lo anterior es una prueba
irrefutable de que la belleza, por sí sola, no construye divas, si no,
estaríamos invadidos por ellas. En lugar de buscarlas, estaríamos intentando
evitarlas, pues como dice el príncipe de la canción: hasta la belleza cansa.
Por ello, otra característica de las divas y en particular de las sex symbols es que no son, más bien, no
eran tantas; no se hacen en serie, aunque la mercadotecnia y la moda abuse de
la ingenuidad de aquellas –o aquellos– que quieren parecerse a sus ídolos.
Marilyn, señores y señoritas, sólo hay una, afortunada y desafortunadamente
para nosotros. A usted no le queda torcer la boca ni guiñar el ojo, porque
parece que tiene retortijones.
Por tal motivo, en mi mente,
tengo una sex symbol y no más, para
cada ocasión. Si quiero que me manipulen a tontas y a locas, me dejo querer por
Marilyn; pero los martes –no sé por qué– ando con una glotonería que no es de este
mundo y sé que Anita es la indicada; el miércoles, Sarita, Sarita Montiel me
mete el humo en el cigarrillo hasta el tuétano de los calzones mientras canta Fumando espero en El último cuplé.
Y hablando de Sarita,
rememoro sus close ups, su especialidad;
y por fuerza tengo que aclarar que una sex
symbol no busca este tipo de acercamientos, es la cámara quien quiere
devorarlas, que siente urgencias de aquellos ojos, de esos labios que se comen
al mundo, mientras nosotros callamos, callamos sin pestañar y el aire parece
que nos abandona. La cámara, el camarógrafo, el director y todos aquellos
presentes terminan fulminados por esos rostros, esos gestos, sí, completamente
estudiados al cansancio, pero por ello más valederos, más suyos porque los
fueron construyendo por una férrea voluntad; quizá la misma Marilyn pasó horas
frente al espejo buscando, practicando esa gesticulación tan natural que
llevamos mucho mejor grabada que el rostro de la novia o de aquella que con su
retraso prueba nuestra paciencia afuera del cine con la película a punto de
comenzar.
No sólo es un rostro, no. Es
la expresión, lo que enmascara, lo que devela y lo que promete. Eso es lo que
realmente nos conmueve y termina interrogándonos y doliendo; lo que nos hace
naufragar, sentirnos los hombres más viles y sucios. –Si la tuviera ahorita en
mis brazos (cualquiera pudiera pensar y desear eso al verlas en escena). –Si la
tuviera a mi lado en esta sala me faltaría obscuridad para… (Nos decimos y no
queremos concluir la frase, porque sabemos que hay pensamientos que es mejor no
formular, ni siquiera en la mente para no entristecer de carne, para no quebrar
aún ese espejismo de voluptuosidad).
Algo primitivo surge de
aquella estilización, de esos peinados y aquel maquillaje –que tardaron horas
en ser concluidos–, de esos vestidos ajustados milimétricamente, de esas medias
de raya de gis perfectamente centradas a lo largo de los muslos y
tobillos.
Lastimosamente, ya sólo nos
queda el refugio de las salas de arte –cuando proyectan ciclos de cine clásico–
o la Cineteca para poder ver a esa raza de mujeres. Porque dígame, en la
actualidad ¿qué divas tenemos?, ¿cuáles son los sex symbols de hoy?, ¿Charlize Theron?, ¿Scarlett Johansson?,
¿Kristen Stewart?, ¿Megan Fox?, ¿Penélope Cruz?
Quizá de todas, las dos
primeras sean las actrices más regulares de las que estoy nombrando. Las demás,
son bastante malitas y todas, por supuesto, muy hermosas –menos Kristen
Stewart. Pero, ¿alguna de ellas podría ser considerada un sex symbol?, ¿podrían estar en la misma categoría que Marilyn
Monroe o Sofía Loren? Tal vez soy
injusto, digo, todas estas fueron dirigidas por grandes artistas como Fellini,
Howard Hawks o el genial Billy Wilder –entre muchos otros. Y las jovencitas,
rescatando a personajes como Woody Allen o Almodóvar que las han dirigido, no
hay mucho más que decir al respecto. Tal vez se me escapen nombres –algo
normal. Pero estos dos directores –que no serán los únicos– pasarán con honores
a formar parte de la historia del cine y por ello los nombro sin temor.
Es verdad que tampoco ellas
han mencionado nada al respecto de querer ser un sex symbol –al menos ninguna, que yo sepa, ha levantado la mano–,
tampoco se han comparado con estas estrellas consagradas. Pero,
inevitablemente, son un referente de la belleza que se maneja actualmente en la
pantalla grande. Por ello la comparación es inevitable.
Tal vez la carencia de un
nombre que en la actualidad erice mi piel se deba a que poco importa su
presencia en pantalla –sobre todo en los estrenos de verano. El escenario ha
desplazado la función actoral y lo peor es que éste ni siquiera existe, es
creado virtualmente. Es curioso que aún actuando en un espacio vacío –la
dichosa pantalla verde–el actor no sea realmente importante, que no tenga mayor
peso de lo que tiene una nave espacial o un gran palacio derruido por un tsunami.
Su presencia ya no es necesaria, no existe un motivo para tal o cual
toma, porque no se tiene en consideración a la actriz, ni a su personalidad ni
a sus necesidades.
Rara vez, en la actualidad,
el cine surge de una necesidad orgánica, de una búsqueda subjetiva. La
grandilocuencia aplasta al individuo, no puede haber una diva, un sex symbol porque no hay un verdadero
interés en embellecer la vida del hombre o lanzarlo, realmente, al acantilado
de sus deseos. También se debe a una indolencia y cierta soberbia por parte de
los productores y directores al creer que una sex symbol se crea a partir de una receta de cocina.
¿Cómo sucumbir a la belleza
que oculta un rostro si hay otras luces que lo opacan? En una época tan llena
de ruido y de basura visual, es muy difícil que alguien sobresalga por ser
quien es, por sus cualidades únicas e irrepetibles, ya sea para movernos por su
actuación o por su sex appeal.
Nos han quitado el gusto de
la contemplación, de la ociosidad y de la belleza, la verdadera belleza
requiere atención, tiempo para exprimir todo el zumo que nos ofrece; y la
rapidez de la vida nos impide, ya no digamos paladearla, sino esbozarla.
Todavía, la otra especie de
divas, las actoralmente dotadas, las que trabajan día con día en sus personajes
sobreviven a base de su propia constancia y amor al séptimo arte. Tenemos
valiosos ejemplos. Sí, Meryl, ahora sí, levanta tu mano que la necesita mi
mirada. Pero son las menos, como son pocas, poquísimas las películas que les
hacen justicia.
Pero en el caso de la
sensualidad –lo que en un principio se pensaría más fácil de encontrar en el
cine– es lo más difícil de hallar; porque, repito, no es la perfección física
lo que conforma a una sex symbol,
tampoco basta que podamos casi palpar sus perfeccionados cuerpos gracias al 3D;
una diva de este tipo no se puede crear de la nada, porque hay algo que nos
transmite que es único, irrepetible, inimitable, afecta tanto a hombres como a
mujeres, no sabemos qué es, pero es parte de su naturaleza y eso es lo que hace
que unos la codicien y otros u otras quieran imitarla.
Aún no se inventa –y espero
que jamás se pueda crear algo así– un aparato que nos haga codiciar a tal o
cual actriz o hervir la sangre para sentir la necesidad de querer entrar en la
pantalla. El sex appeal no es algo
que se pueda crear con recursos tecnológicos, está inscrito en el código
genético o en el alma o en todo el ser y por ello no todas, ni todos pueden ser
un sex symbol y si a esto le añadimos
que ya no hay el interés de encontrar entre todas las jovencitas que quieren
ser actrices a una de esta raza, pues estamos condenados a la perfección sin
gracia, a la sonrisa fría, a la estética sin alma. Cuando alguien en pantalla nos haga esperar
sentados hasta el final de los créditos para encontrar el sosiego y rehacernos
un poco antes de retornar a nuestra realidad podremos estar seguros que estamos
ante un sex symbol.
La belleza, dice Rilke, nos
destruiría, no se puede tomar a la ligera, pero ésta no es sólo física, no
puede serlo. Quizá se necesite tener una vida tormentosa, una muerte joven, una
sonrisa indefinible. Truman Capote entrevistó a Marilyn Monroe y creo que el
título que le dio a esa crónica, mucho más de lo que escribe en ella, es la
clave de todo. “Una adorable criatura”. Las divas, las estrellas
cinematográficas no son simplemente mujeres, son algo indefinible, algo
adorable, quizá oro evanescente; un algo que está lejos de nuestra comprensión,
aunque las tengamos al lado, como el escritor de A sangre fría tuvo a mi Marilyn.
El entendimiento con esta
raza no se da a consciencia, no se razona, éste se inocula directamente en la
sangre, la consume en esa hora y media o dos que dura la película y que seguirá
rondando nuestra mente al entrar a casa y escuchar en el piso de arriba unos
pasos inusuales. Entonces el corazón palpitará, creeremos que el vecino ha
salido de vacaciones y que en su lugar, una rubia, que casi nos matará por
error –y de algún modo lo hará o ya lo ha hecho–, bajará a disculparse trayendo
entre sus manos una botella de champagne y nosotros sabremos que no somos
buenos, no podemos serlo ahora, e intentaremos cambiar el final de esa película
que no debió de terminar así, que no puede terminar así, que si existe justicia
poética esa rubia nos hará la noche.
Una excelente entrada, casi artículo. Los comentarios sería insulsos en realidad. Mucho hay de Máscara de Jade en este texto, como lo hay de razón. El arte ha apostado por el espectáculo, y las recetas ya no importan tanto para hacer sex symbols o crear una verdadera atmósfera erótica como para vender millones de entradas y de copias. Son los tiempos, aún en ellos surgen los héroes o las heroínas. De todos modos, el cine es algo muy del siglo que se ha ido, quizá no vuelva a ocurrir. Nuestro modo de interactuar con el gran cine ha cambiado, creo.
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