Siempre es de noche en el infierno,
aunque sin el calor, sin este endemoniado calor que abre y pudre el cuerpo. El
sol no pertenece a la obscuridad. La luz es el puñal del sacrificio, de los
rituales de la carne satisfecha. El
trópico, el mar, el bamboleo de las palmeras, las calles hechas humo no
pertenecen al infierno, tampoco marzo ni abril ni mayo. El infierno es un junio
hacia dentro, es ese “cóbraselo caro” amorosamente apretado más allá de las
falanges tiesas, mucho más allá de esa ternura mineral, mucho más allá.
El oro y las
flores derritiéndose en las orejas son cosa de otros dioses; también lo son las
caderas de las negras cansadas, deshechas en el colchón, en los alientos, en otra
carne vencidos y vueltos a vencer. Son las negras que han dejado de ser negras
y ahora relumbran con todo su sudor y todas sus muertes ahogando la habitación,
condensando en sus pieles los zumbidos de los mosquitos, de ese sol que de
pronto se abre y juzga y destruye la armonía, el claustro de sombras que con
paciencia y soledad había abierto sus fauces para nosotros.
El infierno es
otra cosa, es sutil, es del tamaño del pensamiento, de esta bolita que imagino
entre los dedos y la voy habitando y de pronto estamos dentro de ella, girando,
girando hasta vomitar de frío, hasta que el escalofrío hiela los vellos del
cuerpo, traba el aliento a la quijada.
El infierno son
estos silencios que no te digo y me guardo, es el filo certero de una caricia
que entra y sale, que entra y sale de ti; es también la mentada de madre
silenciosa que se clava en nosotros, muy hondo, aquí, mira aquí, pero dónde
miras, es aquí, y se hace hígado, riñones, páncreas, bilis y de a poquito nos
mata, nos va alumbrando la tragedia, pavimentando la desgracia, esta soledad
que se espesa con los años, que se espesa hasta quedar como una baba pegada a
las huesos.
Es el nombre en la
plegaria que no nos atrevemos a decir, es un nombre que marca en la noche con
cal negra cierta puerta y cierta ventana o calles donde creamos nuestros
simulacros –que pensábamos eternos- de paraíso. Hay un árbol y una bocacalle;
un parque de pastos altos que ahora se oxidan al sol, que son sal en mi
presente, que son espirales de sed viva en la garganta, ángel de luz que exhuma
nuestra humanidad, es esa vaga congoja al partir.
El infierno es una
geometría silenciosa, es un espejo que nos arranca el rostro y nos obliga a ser
pensamiento, a encarnarnos en idea, a florecer en el frío, a ser imaginación,
deseo sin estatua; es vida y siempre ha
sido vida desde que es muerte y mundo, porque crea la muerte, la vida y el
mundo.
Es esta sangre,
mírala, rota y desflemada; es este negro invierno que golpea una y otra vez, y
otra y otra y sientes sus mazazos en las sienes, en la mirada fija, siempre
fija hacia dentro, más allá del pecho que como tambor, como círculo marítimo,
como diana de truenos nos quiebra en nada, porque no hay gemidos para templar
su desdicha; hay, como mordaza, una distancia insalvable nada más; hay un río
que ha secado sus amores; un guijarro que terminó de rodar y es una marca
incrustada en la dureza del sexo, en esta hinchazón que derrumba paredes, que
instaura el caos de una geografía de sueños, todos imposibles, pero todos con
los puños hechos para deshacernos, con los puños tan hechos más hechos que
nosotros mismos a la vida, a la que fue, es y será, porque el infierno es
deseo, porque el infierno es deseo, es deseo.
Es un no lugar de
todos los lugares, es el centro siempre en movimiento de nuestro cuerpo, es un
centro sin centro, es decir lo que no tiene palabras, lo que nunca tendrá
palabras porque dura un instante, es la fuga, es el tiempo, es la claridad sin
marcas del rostro que se ha perdido, es la negra claridad herida que ha sido
devorada por el espejo, por la sangre y sus estatuas.
Hoy construyo un
cielo para morir y despierto muerto al encontrarme tan en mi cuerpo, tan hecho
a mis pies y su rutina de hambre, de sol, de trópico. El calor me derrumba, me
hace sentir con mayor claridad lo que soy: huesos, carne y olores.
El infierno no
tiene cuerpo, es pensar en todos y mirar las oquedades de la propia mano. El
infierno es pensar en las posibilidades del infierno, es pensarse el infierno,
es sólo pensar y quedarse únicamente empotrado a los hielos del propio
pensamiento.
Entré al texto como a una Comala en la que se me ordenaba una venganza. Las voces, párrafos de prosa poética traían ecos de otras, anteriormente condenadas. Muchas voces contemporáneas y otras de más atrás, de hielo abrasador, de fuego helado. Necesidad de saciar pies, hambre y huesos. Intento salir del comentario como del texto, pero sin cuerpo, en el silencio vacío de la contemplación, me siento dominado por él.
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