a
Gabriel Pacheco
A veces reconforta, no la muerte,
sino la imagen que nos hacemos de ella o que otros han construido como una
caricia, como ese beso en la frente de los niños que marcan las madres antes de
dormir para espantar a los demonios.
A veces, una tumba
es una liebre patagónica que nos libera, un claro de luz para descansar el
infierno de todos los días, para reencontrarnos con el dolor de la infancia
y hacer de la pérdida irreconciliable
que deja la muerte un abecedario de cabellos azules para poder conjurarla al
nombrarla, para dejar de temerla: “yo te salvo si me escuchas”, decía Bonifaz
Nuño; pero también, uno se salva al contemplar una pestaña de luz, una mano horadando
en sus propias sombras, un perfil que se ha salvado del desastre, de la pérdida
irrecuperable de sí mismo porque ha sabido cavar en el amor, ese animalillo a
veces manso que nos lame las manos para curar las heridas que siempre están
allí, abiertas, porque uno no existe lejos de su propia memoria y de unos
cuantos nombres que han trazado el destino de nuestras manos.
El amor es un
cuerpo apenas cubierto, es deslumbramiento en el derrumbe, es una cobija parda
como nosotros mismos, como nuestra propia mirada ante el amor. Es una pared y
una imagen laceradas por el tiempo y los errores que florecieron benditos y así
maltrechos nos resguardan y nos revelan un instante de calma, “un golfo de
sombras” para nosotros solos, para ahondarnos en un dolor que fortifica porque
es creación, vida, no inmovilidad.
Ni
la palabra ni la mirada se están quietas nunca; en un cuerpo que espera, en un
silencio indeciso, y sobre todo en la muerte, hay movimiento. Al artista se le
concede la gracia de entender o intuir esa perturbación interior y así
ayudarnos a conjurar nuestros propios demonios, pero sobre todo, a los suyos
propios.
Somos islas
habitadas por otros, Polifemos de rebaños intranquilos, hombres que esperan
ante una tumba la altura de su propio milagro.
ahí, justo ahí!
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