Por fin la veo. Baja las escaleras
al ritmo del piano, a mitad de su melodía, como si fuera una extensión de éste,
como si sus zapatillas fueran acariciando el mármol al ritmo de aquellos dedos
hasta terminar rodeada por un largo silencio -sólo roto por el ruido de las
burbujas del champagne- al fondo de la
escalinata.
En el quinteto, Baker
acompaña con la trompeta, como si estuviera ajeno a todo lo que pasa a su
alrededor. Pero él más que nadie está presente. Su mirada es el motivo de la música
y del adiós y de aquella aparición que ha dejado enmudecida la fiesta. Ella parece
ignorar todo, pero su oído no puede desasirse de aquel músico que parece no
verla, negarla incluso.
No saben que estoy
aquí, no deben saberlo. Oculto del otro lado de la ventana, fuera de la casa, protegido
por la monotonía del paisaje y relegado al frío de la noche y al ruido de los
motores de los coches que se van conglomerando alrededor de la fuente, en la
entrada principal, y que encubrirán la violencia, el grito agudo y certero de
la muerte, el de ese disparo que
ya siento irrevocable en mis dedos, en la pulsión del gatillo que tarde o
temprano llegará como el fin de Audrey y el de la melodía de Baker, quebrándose
un segundo después que este ventanal. Mientras la gasa del vestido de ella,
casi líquida, se deslizará negra, pesada y húmeda por el contorno de sus senos,
enlutando el mármol y poniendo en funcionamiento el mecanismo del olvido y el
de la fuga y el de los ladridos de la persecución…
-Y tenía que joder en este momento,
en la parte más buena de la película, ¡qué poca madre!, ¡qué falta de respeto!,
¡que hijo de su chingada madre! Piensan que por ser los clientes pueden llamar
a la hora que se les dé su regalada gana. Y para la misma pendejada. Ya le había
dicho que sí, que tomaría el caso y sí, ya leí la nueva entrada -de lo más
soporífera por cierto. ¿A quién chingados le interesa lo del mercado? Una cursilada
en recuerdo de su abuela. ¿A quién le puede interesar eso?
Después que la leí le
dije a mi mujer si la podía acompañar a las compras –siempre voy un paso
adelante. Se negó o al menos eso sentí. No fue un no, pero a qué tantas
preguntas, para qué intentar desanimarme con lo temprano que se va, con el frío,
etc. Además desde que leí lo del atole se me antojó uno y aunque me dijo que me
lo traía, no sé, no sé, a qué tanta reticencia. Igual estaba un poco
sugestionado por el caso, digo, es normal. Me comprometo en cuerpo y alma con
mi trabajo, aunque esta situación es ridícula, toda la investigación en sí es
caricaturesca. Pero para qué tantas trabas en que la acompañe, sólo hace que me
den más ganas de ir y por eso pasó lo que pasó.
Decidí seguirla sin
que me viera; total, por algo soy detective y la discreción es mi modus vivendi. Al llegar al mercado –tengo
que confesarlo– perdí de vista a mi mujer, pero fue por causa del trabajo. Tenía
que comprar el atole, comprobar lo que el tinterillo había escrito en “La
cocina y sus brujas”. Aunque lo mejor hubiera sido no hacerlo, era una
estupidez comprobar lo del peaje. ¿Quién lo puede creer? Además, ya le había
dado dinero a mi mujer para que me comprara uno. Los tiempos no están para
gastar de más, aunque estas compras, con justa razón, las tiene que pagar el
cliente.
Efectivamente, el
lugar estaba atestado de mujeres, pero era lógico, ¿quién más hace la comida? Lo
que realmente me empezó a molestar es que sentí la atmósfera cargada. No eran
los olores, aunque tenía unas ganas inmensas de vomitar por los pescados y las
guayabas, por los moscos que rodeaban a la sangre escurriendo de las reces
colgadas de aquellos ganchos de acero a unos metros por encima de mí. Al menos
no era de noche, sería horrible encontrarme en ese lugar a esas horas.
Después de esa pequeña
distracción, empecé a notar que una multitud de miradas se me pegaban a la
espalda. Trataba de disimular mi nerviosismo, de hacerme pasar como cualquier
cliente, uno más; pero era inútil, todos se conocían y saludaban como si el
mercado fuera un pueblo aparte. Era un forastero, sentía que los cuchicheos de
las viejas eran por mí y en contra mía, algo empezaban a urdir en mi contra,
podía sentirlo.
Empecé a mirar por
todos los pasillos, pero no veía a mi mujer. Sentí las pisadas de todas esas
brujas cercándome, pero nadie me veía, al menos eso parecía. Aunque no había un
solo lugar en que no estuviera rodeado por ellas. Apuré el paso, la verdad fue
mi único momento de debilidad. Por eso, sin pensarlo, salí por una de las
puertas laterales. No podía pensar con claridad, estaba agitado, quizá todo lo
que estaba pasando o sintiendo se debía a esas pinches entradas, estaba
entrando en una especie de paranoia, creyéndome cada una de aquellas pendejadas
y eso no podía ser, tenía que volver a entrar así que respiré profundo –como me
enseñaron en la academia– para que el pulso volviera a la calma.
Caminé pegado a la
pared, tenía que armarme de valor, una bola de viejas no iban a poder conmigo. Entrar
y comprobar o negar lo que leí, eso era todo lo que debía de hacer. Pero
desafortunadamente el silencio no me acompañaba. Eso me pasa por ir en
chanclas, pero quién iba a saber que estaría en este tipo de dificultades. De
un momento a otro sentí una sombra sobre mi espalda, se iba agrandando, me
constreñía. Instintivamente busqué la pistola, pero llevaba pants –era domingo–
e iba con la playera fajada, así que, como último recurso giré lo más rápido
que pude con el codo bien apretado.
Al voltear, una bolsa
de mandado estaba desparramada por el suelo, unas naranjas seguían rodando despavoridas.
Sentí el vacío de un vaso, que supongo era de atole, a unos pasos de mí que salpicó
los dedos de mis pies. Bajé la mirada y con los labios sangrando mi mujer trataba
de ocultar su rostro, estaba enconchada, protegiéndose con los brazos encogidos
en pos de su cabeza; asustada, reptaba hacia atrás, tratando de alejarse como
si se hubiera encontrado con un monstruo.
Yo le pedía perdón,
no sabía qué había hecho, por eso no me pude dar cuenta cuando una horda nos
empezó a rodear. Gritos, gritos y más gritos escuchaba, cada vez se apretaban más
a mi alrededor, pero no sabía qué hacer, la imagen de mi mujer me impedía
pensar. Ella –he de agradecerle– sosteniéndose de la pared empezó a incorporarse.
Mareada, agitó la mano a nuestro alrededor y dispersó a la gente –no sin
ciertos trabajos y algunas groserías y valentonadas de su parte–, después nos
fuimos a casa.
No he dejado de
pedirle perdón, ya van tres pinches días que no me habla, aunque le he tratado
de explicar que había pasado, ponerla al tanto del caso –que nunca lo había
hecho antes, porque es algo muy confidencial, pero esa vez no quedaba de otra–,
de enseñarle las entradas.
La convencí de leer
la primera, al principio pensé que se espantó un poco al leerla. Pero no dije
nada, la verdad no tengo la cabeza fría, no quiero volver a cagarla y a estas
alturas no sé si piensa que estoy loco o no sé si se alteró –o al menos eso creí
ver– por lo que leyó. Lo único cierto es que se fue con el niño a casa de su
madre, esa sí que es una bruja.
Ese tercer incidente
estuvo a punto de hacerme renunciar, pero al final traté de tranquilizarme, de
tomarme unos días de descanso. No pensar en el caso para volver al equilibrio.
Para ello tengo que hacer que vuelva mi familia. Ya después, y con la mayor
objetividad, tratar de resolver de una vez por todas este maldito trabajo.