a M.F.G.V
Las brujas están
por todos lados, conozco a unas que les gusta la playa –en Puerto Escondido
conocí varias–; otras, en su desdén brujeril, se pasean por los centros
comerciales de las grandes ciudades –en la plaza Galerías, en Guadalajara, tuve
la infausta suerte de encontrarme con una de ellas (aún, sobre todo en la
soledad, la padezco). Pero también las podemos encontrar en una oficina –son
esas mujeres que esperamos que pasen de largo para ver con descaro el
movimiento que sus piernas (obligadas por la rotundidad de sus caderas) moldean
paso a paso (aunque ellas saben a la perfección que las miramos)- o comiendo
una gordita de chicharrón en alguno de los diversos puestos de comida que
abundan en la ciudad.
Yo
dudaba de esto último, pero al final mi Macbeth
–que ya es casi mi biblia– me daba indicios de ello. A las brujas les gusta todo
lo relacionado con la carne. En esta obra de Shakespeare, una cuenta que se la
pasaba matando puercos o haciéndolos morir, que es más terrible, pues indica
que el acto es realizado por el propio animal –figurado o literal– y no por la
susodicha hija de Lilith –al menos en lo que corresponde al acto material.
Desde
que el autor de El rey Lear me puso
sobre aviso cada vez que salgo por las noches –es curioso, casi todos los
puestos de gorditas se ponen después de las ocho o cuando ya la obscuridad pasea
su impudicia por las calles– a comprar una quesadilla o una gordita, me
encuentro vigilando a las mujeres que rodean el puesto.
Lo
primero en que me fijo es en los dientes, trato de descubrir ese primitivismo en
su dentadura o muy al contrario, esa ortodoncia inmaculada –que hace más obvio
el engaño, la máscara. Casi enseguida, subo los ojos hasta los suyos para
observar la manera en que éstos se les ponen vidriosos ante el simple placer de
ver el ebúrneo brebaje cobrizo del aceite y de los restos de ingredientes que
día con día se van, no sólo acumulando sino, añejando en ese caldero disfrazado
de comal.
La
lista de elementos y de sazones es muy variado, dependiendo la zona y los
gustos de aquella –porque siempre es una mujer, por lo regular ventruda y con
un ligero bozo o no tan ligero– que prepara los alimentos: sesos, tripas,
huitlacoche, tinga, chorizo, hongos y por supuesto chicharrón, etc…
Después
miro cómo estas hembras empiezan a tragarse la saliva –algunas no pueden
retener del todo la baba en las comisuras de los labios– en el justo momento en
que la tierna masa entra en aquel potaje aceitoso; enseguida les sobreviene un
ligero espasmo –que siempre tratan de ocultar– al ver esos cuerpos de masa
llenos de vísceras y carne dorarse, chillar –pues ¿quién no ha escuchado ese
silbidito que sueltan las quesadillas o las gorditas al ahogarlas en esa pócima
hirviente?.
Después,
cuando por fin tienen entre sus manos la gordita, como tiburones excitados por
la sangre, empiezan a morderla, a destrozarla –sobre todo si es de chicharrón–
de una manera impúdica y frenética. Los pretextos que suelen aducir a su
comportamiento se resumen por lo general en dos: le puse mucha salsa –otro brebaje
de lo más misterioso por cierto y que requerirá de otra entrada– y por ende, se
aguada muy rápido y tengo que apurar la mandíbula o, está tan llena que para
evitar que se desborde se tiene, por fuerza, que devorar.
¿No
han notado el modo en que empiezan a animalizarse desde esa primera dentellada?
¿Los ruidos que al masticar expelen no son casi sobrehumanos o infrahumanos?
Claro, si las miramos y ellas lo notan, tratarán de ocultarlo: que el picante,
que el resquemor que les causa, etc…, pero ese bochorno en sus mejillas tiene
muy diferente origen.
¿Se
han fijado en el color del chicharrón aprensado? ¿No les parece una especie de
masa sanguinolenta, como el cuerpo de un niño desmembrado y marinado en sus
jugos? La literatura es autoridad sobre el tema, por ejemplo: ¿qué trata de
hacer una de ellas con Hansel y Gretel? Además, aprensado no significa también:
oprimir, apretar con fuerza, angustiar.
Me
aterro al pensar que no es precisamente chicharrón lo que estoy comiendo –y
allí se ve lo terrible que son, pues una risa se dibuja en sus bocas mientras
comemos dichas gorditas, como si supieran algo que nosotros no. Sin saberlo
somos parte de su crimen.
Además,
hay algunas que llevan niños y los hacen comer lo mismo que ellas –no puede
haber mayor crueldad. Y sabiendo que este tipo de comida engorda, ¿por qué
llevar a los niños cada noche a cenar este tipo de cosas?, ¿para qué la
necesidad de ponerlos obesos?
¿Será
coincidencia todo esto? ¿Seré yo que me engaño buscando brujas donde no las
hay? Espero que al menos las evidencias que les he presentado puedan servir
para hacerlos dudar un poco y se pongan a observar a quienes tienen a lado suyo
–esto no exime la propia casa, uno no sabe si su hermana, su madre o su
compañera son unas brujas. Sobre todo, si vive un niño con ustedes, no
deberían tomar mis palabras a la ligera.
Si
les queda alguna duda observen la manera en que las mujeres comen, en los
ruidos que hacen, en la mirada mientras preparan los alimentos o ven a otros
prepararlos; recorran los puestos callejeros –sobre todo en la noche– y díganme:
¿cuántos hombres los atienden? Sí, hay algunos que lo hacen, pero si se dan
cuenta, siempre hay una mujer vigilándolos y haciéndolos callar con la sola
mirada cuando éstos parecen más elocuentes de lo común.
No sé cómo calificar esta entrada que más bien es una advertencia. Los seres que rondan los suculentos calderos a que nos vemos atraídos después de una buena peda o una jornada laboral agotadora. Por otra parte la dedicatoria es interesante y me hace sospechar de un autor previamente hechizado o victimizado, hecho chicharrón, quizá.
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ResponderEliminarMucho por pensar: "la dedicatoria es interesante (...) un autor previamente hechizado o victimizado" ¿Qué opinas Bradomín?
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