No quería escribir sobre las salsas porque tendría que hurgar en el infierno mismo de la infancia, meter al corazón
en las tinieblas de un pasado que creí feliz, vacío de cuentos infantiles y
lleno de sonrisas que no puedo asir o recordar, porque los momentos felices
existen cuando son vividos y después desaparecen dejando ese no sé que, que me
dibuja en la boca un dulce o un beso en plena mañana lluviosa de verano.
Pero ni modo, la obligación semanal
me impone preparar café para sumergirme en esta estúpida cacería de brujas. Lo
lamento por el libro de José Bianco que tan bien se adaptaba a mi ánimo
matutino. Pero si creo en la palabra y si quiero que los demás crean en la mía,
tengo que dar fe de lo escrito en “Las brujas de las gorditas” y hablar sobre
uno de los potajes más misteriosos que he probado jamás: la salsa. Aunque
primero escribiré un poco de uno de los lugares sagrados de las brujas: el
mercado.
Mi abuela –quizá lo soñé– antes de
preparar cualquier platillo hacía la señal de la cruz sobre la cacerola o sobre
cualquier objeto que le ayudara a preparar los alimentos, y después en el acero
caliente, ya sea con masa o alguna pasta que yo desconocía, trazaba otra
especie de símbolo que nunca supe bien a bien qué era, mucho menos qué
significaba –pero religiosamente acompañaba a cada uno de sus guisos. Era
como la cantidad exacta de sal que recogían sus dedos, esa pizca necesaria que
ninguna cuchara, ni taza medidora podía sustituir.
Me acuerdo mucho que cuando iba a
preparar algo siempre me pedía que la acompañara al mercado. Los olores de la
guayaba, el mango, los pescados, las reces o el chile de árbol o el guajillo
completaban la atmósfera evanescente que se desprendía de la olla de los
tamales o del atole que como incensarios iban difuminando el mercado, diluyéndolo
del tráfico de la vida diaria, arrancándolo del mundo. Para mí comprar el tamal
y el atole eran como una forma de peaje para entrar en ese mundo al que mi
abuela parecía, no sólo pertenecer, sino reinar de forma natural.
Allí era muy raro ver a hombres
apretando los melones o pellizcando los muslos de los pollos o buscando el
lustre a las escamas del huachinango o acercando la cara a sus ojos para
comprobar no sólo su buen estado, sino algo que yo no podría describir y era
mucho más importante que la calidad de los productos. Mi abuela muchas veces
dejaba ciertos insumos aunque estuvieran buenos, diciendo algo como: lástima,
es una verdadera lástima que haya tenido que ser así. En seguida, dejaba de visitar
ese puesto por unos meses, como si hubiera una maldición en él que le impidiera
comprar allí, sin importar que conociera al vendedor de años.
No había una sola mujer –si se
preciaba de ser buena cocinera– que no magullara los alimentos, había un placer
casi infantil, casi primitivo en cada pellizco o apretón. Veía cómo sus ojos se
aguzaban al hacerlo, o cuando encontraban por fin el durazno o la cabeza de
cerdo adecuada para sus guisos aparecía una media sonrisa que dejaba entrever
una compulsiva alegría dominada por el filoso esmalte de sus dientes. Casi podía
escuchar el sonido a fritura hirviendo que despedía la saliva y la boca ante el
placer casi paladeado de la comida o de la cena imaginada.
Yo muchas veces apretaba las frutas o
quería meterle las uñas a la carne, pero mi abuela me regañaba, me decía que
los niños no debían de hacer eso. Siempre había pensado que era un poco egoísta
conmigo, que quería reservarse para ella sola el gusto de palpar y sentir los
alimentos, pero ahora no sé qué pensar.
Todas eran mujeres, de hecho cuando
llegaba a entran un incauto allí, no podía soportar las miradas que lo juzgaban
por su atrevimiento; y éste, a los pocos minutos, desaparecía de improviso,
como si su presencia nunca hubiera sido sentida y el lugar volvía como si nada
a su equilibrio.
La mayoría de estas señoras o señoritas
–casi todas, sino es que todas– llevaban en una mano la bolsa y en la otra a un
niño o niña como yo. Muchas se conocían por su nombre, las más jóvenes al
pasar, bajaban la mirada o hacían un gesto de respeto ante alguna señora mayor.
No con todas se hacía esta deferencia.
Mi abuela era de las más respetadas
en el mercado. En todos los puestos la hacían probar sus productos y se les iba
la vida tratando de que ella certificara la calidad de los mismos. Lo que me
molestaba eran los apapachos que me prodigaban las mujeres que conocía mi
abuela, pues todas ellas me pellizcaban los cachetes o los brazos como si fuera
un trozo de carne. Me acuerdo perfectamente la vez en que una señora casi me
saca sangre de un brazo con sus uñas largas y afiladas, sobre todo recuerdo la
mugre verdosa de éstas. En esa ocasión, mi abuela se le quedó mirando
severamente y nunca la volví a ver más. Ella con su saliva curó mi herida, pero
la verdad, me da asco recordar ese episodio. No sé por qué las mujeres creen
que la saliva cura las heridas o sirve para limpiar la mugre o los restos de
comida de la cara. Está bien en los animales, pero en los humanos se me hace
algo verdaderamente insoportable.
Pero bueno, sigamos. El camino al
mercado estaba lleno de gatos –a mí nunca me gustaron ni me gustan– pero ella
se desvivía por ellos, les tiraba algo de alimento o pasaba sus manos largas y
huesudas de uñas afiladísimas y despintadas sobre ellos, me daba un coraje
cuando sus colas se enroscaban en su brazo, porque a mí no me querían, ni yo a
ellos –para ser justos. Siempre que estaba cerca me tiraban un zarpazo o huían
de mí. Lo bueno que iba con mi abuela, la verdad era con la única que me sentía
seguro en ese lugar.
Cuando por fin había comprado todo lo
necesario, parecía cobrar una nueva vitalidad y me instaba a apretar el paso
para llegar a casa y empezar a preparar los alimentos. De hecho, parecía que en
el mercado y en la cocina mi abuela rejuvenecía, parecía otra, al menos yo la
sentía más joven y ligera y muy hermosa. En su juventud, dice mi madre, era la
mujer más bella en el lugar donde estuviera. Pero yo, aunque pude comprobarlo,
como ya dije antes, me daba cierto pudor y algo de miedo verla, pues parecía
otra, transformada por una alegría que no compartía conmigo, muy al contrario,
aquellas expresiones de júbilo terminaban devorándome la tranquilidad.
Cuando la metamorfosis comenzaba,
ella parecía una fuerza de la naturaleza; iba de un lado a otro, probaba todo
lo que le ofrecían, daba consejos de qué platillo iba mejor con ciertos estados
de ánimo o con algunas situaciones en específico; corregía recetas, ayudaba a
las primerizas a seleccionar las mejores frutas, etc… Era un huracán de mil
ojos y mil brazos y el hechizo perduraba hasta el momento mismo de la digestión,
cuando todos habíamos comido lo que había preparado y terminábamos bufando, gruñendo o adormiliados sobre la mesa, hastiados de todo lo que ella había preparado para nosotros.
Quién no pensó alguna vez que su abuela tenía vículos secretos con el arte de la brujería? Hay abuelas de vigor inagotable y claro, siempre serán las mejores consejeras al momento de echar los ingredientes al perol, es una ciencia para iniciados ésa con que nos hechizan a través del paladar. Cuando una abuela guisa siempre sobra la comida, es como la multiplicación de los panes y los peces, además siempre tan rezadoras... definitivamente todo esto es muy sospechoso.
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