Hace poco salí con mi amigo Pati… y sé lo asiduo que
es a las barras o al menos no le causan ningún malestar. Para él lo importante
es la dignidad del trago que se adquiere por medio de una buena conversación,
por encima del lugar y otros “caprichos” que me cargo.
En la pulquería a la que
acostumbramos ir no me siento tan incómodo si llego a sentarme en la barra,
quizá se deba porque hay suficiente luz que maquille la soledad o por el número
de señoritas que lo frecuentan y que no discriminan ni tomar de pie o en un
banquito frente a los bigotes del pulquero. Como dice otro amigo: si toma
contigo pulque y en ese tipo de lugares que acostumbras no la dejes ir.
Para mi desgracia el itinerario
nunca se cumple, al menos como se le imagina. Íbamos con todo el hígado y los
estómagos vacíos para no desairar al pulque cuando los planes se vinieron
parcialmente abajo. El lugar, muy lleno –quizá estoy confundiendo el día y al
amigo, tal vez ese día no tenía en mente ir a la pulcata, pero a veces el deseo
de estar en otro lugar del que uno se encuentra llega demasiado tarde, a mí me
llegó ahora, algunas semanas después, mientras escribo y revivo mis pasos sobre
Regina– para intentar, ya no digamos encontrar asiento, sino un pequeño resquicio para tomar a lo soldado. Con tal que Pati… y yo nos miramos y sin decirlo
sabíamos, aún con la alegría fácil, que nos encaminaríamos a las jarras de “al
dos por uno”.
Todo iba bien, el calor se paliaba
con el espejismo de la cerveza fría, pero al llegar la tormenta de arena de la
sobrepoblación cayó encima de nosotros. Todo lleno, pero Pati… miró hacia la
barra, su sonrisa se agrandó más de lo normal –y ya es decir– y en sus ojos el oasis
se iba materializando. Como un sabueso que encuentra al fin su presa caminó
decidido y contento hacia las honduras de aquel bar. Yo no podía, mi cuerpo se
puso tieso unos momentos, sentía nudos en el cuello, el sudor de pronto helaba
mi sien; además el lugar estaba muy obscuro, los bancos en que nos sentaríamos estaban situados
frente del cajero y al lado del infiernillo de la cocina. El golpe de gracia lo
daba la “música” que no permitía una charla fácil; y para colmo de males, todas
las mujeres estaban aún más lejos que en ese poema de Tablada, que sin ser
Regina la Quinta Avenida en New York estaban igual de lejos de mis ojos y para
qué decir de mi vida.
Pero una promoción es difícil de
abandonar, sobre todo si uno mismo la busca. Además, afuera el sol seguía
escupiendo sus brasas, el adoquinado se partía en un sinfín de lucíferas lascas
y sobre todo al palpar mis bolsillos me di cuenta que mi sed no era
proporcional a aquellos famélicos bultos. No
había posibilidad de huida, estaba condenado a sentarme en la barra y dejar
detrás de mí la vida, esos felinos perfumes que iban arañándome la mente y la
entrepierna a cada paso, tratando de detenerme, de volcarme en ellos, pero mi
amigo en la vanguardia, al alzar su mano y levantas dos dedos hacia la barra,
era como si gritara: denle paso al condenado, pasa el condenado. Al final sólo quedó sobre mí la
losa de la malcriada cebada que me plantó definitivamente al banco.
La opresión llegó inmediatamente.
No podía evitar a cada segundo mirar a todos lados, buscaba el espejismo de una
mesa vacía, el rostro de un conocido que quizá no habíamos visto al entrar y
pudiéramos sentarnos con él o con ella, pero más pronto de lo que pensé llegó cacheteándome
la primera jarra.
La tensión no disminuía, el ahogo
iba en aumento, Pati… me contaba no sé qué cosas. Le contestaba con monosílabos
o rugidos porque mis ojos estaban puestos en las otras personas de la barra,
cuando se iban yendo yo ni tardo ni perezoso le decía que nos recorriéramos
porque estábamos al final, en la finisterre
de la vida, que para mi mala suerte estaba situada verticalmente –vista desde
la entrada del lugar–, por ello cada borracho que se paraba me acercaba más al
retorno, a la luz que parecía un espejismo desde dentro de aquella caverna que
poco a poco nos tornaba en meras sombras, en palabras desleídas, nonatas muchas
de ellas. Por fin, después de algunas horas pude respirar un poco, tomar aire para después volverme a zambullir en esa fosa. Habíamos
alcanzado los lindes de la civilización, ya distinguía algunos rostros, volvía
a sentir aquellos perfumes que me habían arañado horas antes, paladeaba retazos de conversaciones y estábamos a punto de dar cuenta de
la segunda jarra, quizá yo era el único contento con ello.
Pero nada más fue verla seca que el miedo me
invadió. Ya imaginaba a Pati… pidiendo otra promoción, pero no podía seguir
allí, aunque habíamos alcanzado el principio de la barra seguíamos en ella, así
que con el pretexto de que en otro bar la cerveza estaba mejor y que allí sí
alcanzaríamos mesa, lo convencí, aunque en el fondo sabía exactamente los
litros que perdíamos y me disculpo ahora por ello.
Nada más fue poner un pie fuera del
lugar y sentí como si hubiera salido de una larga convalecencia, el viento desenredaba
mi cabello, el olor de la carne frita en los comales de los puestos callejeros
coqueteaba con mi nariz, las luces de los postes remarcaban la volubilidad y el
movimiento de mi sombra, que como un cachorro mimado se dejaba acariciar por
ellas. Gozaba de la firmeza de cada paso y miraba con orgullo mi perfil y sus
ecos en las ventanas de los diferentes establecimientos por los que pasábamos.
Bajamos por Bolívar y allí estaba, con
los párpados semiabiertos, sólo descubierto para aquellos iniciados que sabían
mirar. Un paraíso obscuro y fresco resguardado por Orfeo se abría ante
nosotros. La primera invitación fue la música rasgada por el sexo vocal de
Robert Plant y por la lubricidad de los dedos de Page. Y allí, en medio de
todo, como si estuviera arreglada para nosotros, una mesa vacía coqueteaba con
nuestros ojos. Por fin estábamos en el centro de la vida. A derecha e izquierda
había conversaciones, mujeres que sabíamos de antemano que se quedarían así, a la
distancia, pero sabíamos que bastaba una palabra para tenerlo todo, porque
ahora podíamos decirlo todo. El universo por fin se abría ante nosotros,
formábamos parte de la sociedad, convivíamos a la par de cualquiera porque
además no había una barra que separara a los unos de los otros.
Perdona, vago, sabes que la sociedad no es precisamente lo mío, que soy hogareño y disfruto mi condición de sobra, mi cueva de alimaña. Pocas doncellas conozco tan remilgosas como usted, pero habrá que tomarlo en cuenta, por mucho que cueste en tardes tan calurosas como ésa. El Centro es una caja de sorpresas, y según como se van dando las cosas quizá haya que dejar en barras, en mesas, en bares...
ResponderEliminar