Mi sueño inaugural de este año, después de que casi
me ahogo por tragón en la cena de fin de año, fue sobre un cuento que había
escrito, según con demasiados gerundios, aunque, en el sueño –y en la realidad–
su uso está plenamente justificado.
Me acuerdo que estaba en una
escuelucha enseñándoselo a un profesor, colega mío, mucho más grande que yo,
pero también mucho más imbécil –no sé por qué le mostré mi cuento en primer
lugar–. Después de lidiar con su primera reticencia a leerlo, al fin estiró sus
brazos, más para no mancharse las mangas de su saco que para tomar las hojas que le ofrecía. Acto
seguido, se subió con el índice los lentes y leyó el título, arqueando la ceja izquierda y doblando el
labio superior –lleno de un pelambre o una especie de bigotito que parecía más
vello púbico que otra cosa–; y como si estuviera oliendo mierda sacó su pluma
del bolsillo de su camisa y empezó a llenar de circulitos mi texto.
Minuciosamente encerró los
gerundios con una tinta azul –odio la tinta azul–, y yo, en ese momento pensé
en por qué chingados se lo había enseñado; en primera, me cae mal, además es
un creído y un mal profesor, que de literatura sabe lo que yo de física
cuántica. Además me cagan las personas soberbias, pero en fin, allí estaba
mostrándole, quizá, el mejor cuento que había escrito hasta la fecha.
Aunque, pensándolo bien, yo era más
imbécil que él, por qué si no, me justificaba por cada error que supuestamente encontraba
o con cada uno de mis queridos gerundios. Le decía lo obvio: que eran necesarios por el ritmo, que por la
idea de musicalidad, porque el personaje principal estaba en un continuo
movimiento y sólo el gerundio da esa idea de devenir, de presente –aunque era
un sueño, todas esas razones son ciertas en la realidad común y corriente, pero
ése no es el tema aquí.
Él me decía que le faltaba un
verbo, porque eso era un verboide. Yo con la mirada le
dije que lo sabía, que no me tenía que explicar la regla, digo, soy profesor de literatura y la conozco, y lo más importante como
soy ARTISTA tengo todo el derecho de pasármela por el arco del triunfo. Claro
que se lo dije de otro modo –tampoco sé por qué lo respetaba tanto–, con tal
que después de que terminó de “corregir” mis errores, le pregunto: ¿y qué te
pareció? Y para su respuesta: “tengo que leerlo de nuevo, porque está
tan mal escrito que no entendí lo que querías decir…”
Se tiene que ser idiota para
no comprender un cuento tan bien escrito. La verdad ya no recuerdo qué más
dijo, estaba tan encabronado que cuando me dio mi texto sólo atiné a darle las
gracias.
Después, por una extraña razón
estaba en una pulcata, enseñándoles mi cuento a todo mundo y me decían que qué
bien escribía, que si de verdad lo había escrito yo –pues quién más podría
haber escrito una chingonería como ésa...
Aunque a decir verdad, por un
momento llegué a dudar de que de verdad era mío. Con tal que me sacaron de mis
divagaciones al preguntarme a qué se debían esos circulitos azules en todas las
hojas, me quedé sin palabras y unas gotitas de sudor empezaron a llenar mi
frente –yo lo achaqué a los ventiladores del lugar, no sé para qué los tienen si siempre
están apagados–. Con tal que de buenas a primeras me dijeron que ese cuento no
era mío, que entonces por qué tanto silencio y yo no sé por qué no podía abrir
la boca, además el sudor no paraba y me hacía parecer nervioso. Lo que más me dolió fue cuando me tacharon de
plagiario, puedo ser lo que sea, pero plagiario, no, nunca.
Cuando me lo devolvieron no podía
creerlo, ya me valía madres si creían que era mío o no, pero lo preocupante fue
que al volver a leerlo realmente era un mal cuento, digo, no era el que le
había enseñado al docentillo.
Decía cosas
como: coche rojo sangre; y un montón de lugares comunes que no pude haber escrito
yo, porque dígame, ¿quién chingados puede escribir en un texto: coche rojo
sangre? ¡Por dios!...
Con tal que llega un amigo y al
preguntarme con la mirada por el cuento que traigo entre manos yo sólo atiné a decirle que era de aquel maestrucho y nos
empezamos a burlar oración por oración del cuento –la verdad me dio un poco de
pena por él y por mí, digo, yo no podía haber escrito algo como eso o al menos
no lo hubiera mostrado. Aunque eso confirmaba que el texto no era el que yo había
escrito, el mío era realmente bueno, un cuentazo.
Y luego, después de la carcajada
desaforada de mi amigo y las mías un poco más sutiles y amargas, aparecí en la
cama con una mujer debajo de mí. Recuerdo que sonreía y yo le quitaba los
lentes y sus manos morenas, mientras me agarraban el trasero, encontraron en
las bolsas de mis pantalones el pinche cuentito. Lo único que se me ocurrió
hacer fue negarlo todo, aunque no sé qué tenía que negar, con tal que se puso
seria y al momento de subirle la blusa y de morderle los pezones, me desperté
–como en la mayoría de los sueños–.
Tuve consciencia del colchón, del
peso de mi respiración, pero faltaba algo, me sentía vacío, al mirar hacia mis
piernas mi decepción fue mayúscula, no había erección matutina.
Mi único consuelo fue la certeza de
que el cuento –el mío claro– era un cuentazo, quizá el mejor que cualquiera
haya escrito, podría aparecer fácilmente en cualquier antología. La verdad no
sé por qué el maestrete andaba circulando mis gerundios. Pero bueno, eso como sea pasa,
finalmente a oídos sordos… Pero el evento de la mañana fue demasiado para mí, puedo superar un sueño, total, es sólo un sueño. Pero No hay nada más triste que unos pantalones de pijama sin una buena erección.
Pues jalándosela, que es gerundio, aunque soñando también, sin duda, o escribiendo o recordando... Si no fuera porque es sueño, te diría que eso de la morra qué, pero no te cohibas, ni te llenes de fláccidas tristezas. Es una entrada muy tú, con todos tus odios, tus burlas, tus obsesiones por la escritura, por las mujeres que aparecen debajo de uno y sobre todo por el triste vacío de los pantalones de pijama que te deja sin qué afianzarte al mundo. Buena para abrir el año.
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