Cuando voy a una pulcata o a un bar, mezcalería, etc.,
pocas veces me siento en la barra. Aunque hay unas, muy pocas que me gustan.
Probablemente porque conozco al cantinero y puedo hablar con él, aunque trato
de evitar los temas sobre mujeres. La razón principal es que me siento incómodo
en el papel de macho, no niego que soy un lujurioso pero no me gusta hablar de
la mujer como si fuera mi mano. Ciertamente a veces por encajar en algún grupo
se dicen cosas que no se creen realmente, afortunadamente son las pocas. Pero
con un cantinero no puedo, prefiero hablar de futbol –que no conozco nada– o mentar
madres contra el gobierno.
Detesto las barras porque allí se
siente el ahogo de la soledad. Aquel que va directo a sentarse allí sabe que no hay
posibilidad de engaño, no hay mentira que oculte la orfandad, el desamparo de
la vida. Pues, es no sólo relegarse de los demás, es admitir el
fracaso por encajar en un grupo, en el andamiaje social.
Al pedir el primer trago de inmediato el mundo
nos da la espalda o lo que es peor, uno mismo se la da. Acepta, con esa palabra
tan simple que es, cantinero, quedar fuera de todo, hasta de sí mismo, pues el
alcohol lo irá desdibujando, adormecerá sus sentidos hasta el punto de no
distinguir ni la porosidad de la madera donde está su vaso ni la lisura de éste.
Lo que busca al emborracharse es no sólo que su presencia física no sea sentida, él mismo desea
no sentirse, dejar de tener consciencia de su estado de proscripto, desaparecer
del todo para dejar atrás el rechazo, la fatalidad que día a día lo deja fuera de
todo. Aunque ese consuelo –si así se le puede llamar– dura tan sólo un par de
horas.
En una mesa, puedo aún sostener el
engaño, pensar que soy parte de la conversación, podría palmear el hombro de
alguien satisfecho de su ocurrencia, sostener una mirada cómplice o verme en esa
mujer que acaba de entrar, creer que me guiñó el ojo invitándome a ser parte de
ella, a embriagarme de felicidad.
Pero estar en una barra es estar en
el reino de los borrachos por cuño, por genética. No hay más. El hombre social,
el de la polis no tiene entrada en ese territorio que niega todo contacto
físico, por más artificial que éste sea. Allí somos, si es que aún podemos
serlo, sólo el reflejo de lo que el alcohol nos muestra, un perfil borroso,
ambarino y turbio en el espejo de la cerveza o de lo que se esté tomando en ese
momento –jamás un cocktail, nunca, pero nunca de los nuncas un cocktail.
Cuando voy con los amigos y me
siento allí me pasa exactamente lo mismo. Quizá se deba a que las barras ya
imponen una cierta disposición de ánimo, las bromas se hacen más obscuras, el
silencio parece querer atar la gracia de las palabras. Sin saberlo, algo
empieza a dispersarme, convirtiéndome en el ángulo más alejado de la alegría.
Siento una necesidad de escape, de huida que curiosamente es la misma que me
hizo llegar al bar y ocultarme de mí mismo en alguna barra y pedir el primer
trago.
Lo peor es que sé que he sellado el
pacto en el momento en que me sirven el vaso y deja éste su aro alcohólico en
la madera larga y horizontal. Ésa es la rúbrica y no otra que indica que al
menos por esas horas el mundo, y con ello yo, nos podemos ir al carajo.
Antes de sentarme o de que llegue
el cantinero con mi trago, porque siempre hay un momento de reflexión, miro a
mi alrededor, busco risas, pláticas, una boca, unos muslos, una cabellera larga
que sea mi tabla de salvamento. Alargo esos instantes lo más que puedo, dilato
el momento de sentarme buscando algo que me haga desandar mis pasos, aunque de
antemano sé que no es posible porque la barra tiene algo de siniestro, algo que
hace de los propios parroquianos parte del mobiliario o peor aún los hace
execrables, tanto que los borrachos que están en mesas los ven con lástima o
los ignoran del todo pensando para sus adentros que jamás estarán ellos allí, que
el escarnio y la reprobación pública no los tocarán jamás a ellos.
Pero es inútil, nadie llega a salvarnos; y el
“triste, el desesperado” borracho queda atrapado en una especie de trampa. De
repente se le quiebra la voluntad y las ganas de luchar; lame sus líquidas y
espumosas cadenas y siente deslizarse por su garganta el agror recién comprado.
El líquido remoja su barba, escurre por la manga de
su camisa, deja su mancha, impalpable, húmeda, filtrándose por su
piel, horadando sus huesos como aquel ruido de conversaciones que por más que
lo intenta no puede acompasar, no tiene voz, las palabras se derrumban sin
ruido, sin eco. Se sabe encerrado en una cárcel de carcajadas que diluyen su
presencia, a sus propios gestos que son una rabia sorda que naufraga más y más
con cada trago, hasta que al fin no se siente y paga sin saber cómo y se aleja
sin percibir, al fin, una sola mirada sobre él, su misma sombra ha dejado de pertenecerle, camina solo y vacío, sin voluntad ni fe en el futuro.
Uy, perdón, señor! Uno que quiere aprovechar la promoción de dos por uno y le vienen con estos plantos sobre barras y mesas. Nada le salió de macho al bebedor de la barra, más bien se desfloró en orfandad y extranjería. Es verdad que las mesas son más cómodas, incluso se puede mirar a las personas de frente y compartir el espacio, la tarde, el sentido de beber en comunidad. Los espacios son como quien los habita o usa, eso que ni qué, querido vago de barra.
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