Una amiga entra a un bar, se sienta en la barra y
pide una cerveza. Observa el modo en que el barman
va llenando su tarro, el chorro moja las paredes de cristal y de pronto quiere dejarse
ahogar por esa sensación que se va acumulando en sus ojos. A sus costados dos
tipos la miran, está obscuro. ¿Qué mujer iría a tomar allí?, se preguntan. Los
dos empiezan a acicalarse, uno pasa su mano sobre su copete y el otro se
desfaja un poco para no verse tan panzón. Ella no los mira, al menos al
principio –tengo que creerle, es mi amiga y además es muy fuerte e iracunda,
tengo miedo de lo que podría pasarme–, pues sigue pendiente de la cerveza que
por fin deja su círculo etílico sobre la barra. La mira y ve su reflejo
deformado, sonríe –quizá ni siquiera lo nota–. Toma un trago y sin deberla ni
temerla un pequeño tufillo le recorre, pegajoso, la oreja, baja por la perla de
su arete y empieza a ensuciar su cuello.
Uno de los dos ha lanzado los
dados, pero ya lo decía Mallarmé, no se puede abolir el destino. Mi amiga lo
barre en un segundo, da un nuevo trago y ante su insistencia le… –lo que le
dice no puedo recordarlo, más bien no quiero decirlo, hay cierto vocabulario
que me da pena repetir y además quién soy yo para quemarla–. El otro, al ver el
gesto asqueado en aquella boca, deja de sumir la panza, se resigna del todo, prefiere
dar un trago largo a su cerveza y con la mirada y con una pequeña curvatura en
los labios burlarse del otro parroquiano a quedar en idénticas condiciones.
Siente la atmósfera espesa, sale
completamente de sus cavilaciones. Mira a lo largo de la barra, es la única
mujer y la densidad del ambiente se lo hace saber. De cuatro tragos termina su
cerveza, con una servilletita se limpia los labios dejando una manchita roja y
ámbar. Espera unos instantes para ver si a los dos tipos se les ofrece algo
más. Nada, se tiene que aguantar las ganas de burlarse de ellos. Se aleja, en
la entrada del lugar voltea hacia la barra. Ve sólo dos bultos, dos piedras
inamovibles. Pensaba que necesitaba ese tipo de soledad. Ahora lo duda un poco,
o quizá ni siquiera lo hace consciente, tal vez sólo su piel, al ponerse
chinita pudo digerirlo. Los otros se quedan observando la servilleta abierta
sobre la barra, el que fue bateado lentamente estira los dedos, aprieta el
recuerdo y se lo quiere llevar a la boca pero se siente observado, la guarda en
el bolsillo de su saco y se encierra completamente en su trago.
Camina –me gustaría imaginarla en
tacones, que uno se le quiebra y los toma entre sus manos y camina descalza;
pero sé que sería imposible, los tenis y la mezclilla son el uniforme de
nuestro siglo–, está enojada, le hubiera gustado poseer esa desposesión que
buscaba en el espejo del bar, en las sombras que iban quedando de su rostro y
que esos dos pendejos le habían arrebatado –pero hay que comprenderlos, al
menos yo lo hago, porque una barra te arranca el alma, te deja vacío; y una
mujer, al menos el ensueño de poseerla, es quizá una de las pocas maneras de
retornar a la vida, de romper el sortilegio de la pérdida, de ese agujero que
lo devora todo–.
Entró con una herida y quería lamerla
en soledad, rumearla, darle la vuelta, muy despacio, una y otra vez, regresar
sobre sus pasos para invocar el derrumbe y la
tristeza, un amor, quizá; una muerte –precisa, quirúrgica, fría,
inmerecida–, pero ahora, a la intemperie, la vida la reclama, la noche
desdibuja su silueta y sólo tiene plena consciencia de su cuerpo y del tiempo
por el viento de enero que la delinea y desenreda ese estambre conmovido que es
ella, ese caos que a cada paso va encontrando su equilibro y las órbitas de su
tránsito.
Ahora recuerda el bar, a los dos
hombres, quisiera regresar y tomar otra cerveza, pendejearlos un poco más. Sonríe
y piensa que es absurda la vida. ¿Es? Por fin su soledad se ha hecho a ella, no
trata de maquillarla, al contrario, se siente orgullosa del destino que le tocó
en suerte, porque así el tiempo cobra cierto significado. Ahora podría, si
quisiera, llorar hacia afuera con el corazón en calma y beber largo y tendido.
Palpa su cartera y
siente dos fotos que la zarandean dulcemente y la depositan aún más a su esqueleto
y a su sonrisa. Se decide a probar suerte en otro lugar, al fin la pila de su
celular ha muerto y eso, al menos, evita una de las estupideces que no está
dispuesta a volver a cometer
Me ha gustado bastante. No te conocía personajes femeninos con una psicología femenina tan desarrollada, puede que la anécdota original haya tenido mucho que ver, si todo es inventiva tuya, es un verdadero logro. Me gusta, haces de ella un enigma como debe ser toda mujer sola en una barra, como debe ser aquello que busca.
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