lunes, 16 de agosto de 2010

HOJAS SUELTAS


Hace unos quince días que estoy obsesionado con los objetos y no he hablado aún del más importante para mí, del libro. El problema que tengo es que es genérico, vamos, no hay una individualización del objeto, es como las medias en unos muslos femeninos, no importa mucho ni el material ni el color –aunque el fetichista que soy me diga lo contrario-, incluso ni siquiera si el modelo es de red o de raya de gis o si son de medio muslo. Bueno, me estoy desviando del tema, lo importante de las medias es la sustancia, las piernas; sucede lo mismo con el sostén, a veces el encaje o la seda salen sobrando. Con los libros el caso es muy parecido; no importa ni las tapas, ni el tipo de hoja —al menos no es lo esencial al comprar un libro—, lo importante es el contenido, el valor literario de la obra.

Por ello me cuesta mucho hablar de este objeto en general, podría mencionar —claro— ciertos poemarios o libros de cuentos que me han llegado: como El manto y la corona de Bonifaz Nuño: “Hasta en mi contra, estoy de parte tuya:/soy tu aliado mejor cuando me hieres.”, o esa edición azul cielo de La realidad y el deseo de Cernuda editada por el FCE: “Y mi vida es ahora un hombre melancólico/sin saber otra cosa que su llanto.” y ni qué decir de ese librito de Borges: Ficciones. Aunque desde este enfoque hablar del objeto dejaría de tener sentido, pues ya se trataría sobre obras y no del libro como realidad concreta. Así que para no complicarme y dejar un poco la mamonería intelectual de lado, hablaré desde lo que soy, desde el fetichista, desde lo accesorio pero vital al comprar una obra literaria.

Para los viciosos de la literatura, o al menos para éste, la primera cosa secundaria después de haber seleccionado la obra que se quiere leer es el tipo de papel; pues no es lo mismo deslizar los dedos y sentir la textura en un papel cebolla, delicado como los senos que por primera vez se redescubren, se sienten en otras manos, en otra boca y en otro olfato; pues hay que tener en cuenta que un buen libro es aquel que se desea ver, tocar y oler.

Pero hay otros tipos de papeles que sin dejar de ser nobles pierden la delicadeza, pues uno siempre gusta de diversos manjares. Pienso en una hoja más resistente, como los dedos empotrados en unas nalgas buscando el alarido de olores más profundos e intensos como la boca en la codicia del sexo; como un grito que al leer se deshaga en la necesidad de la siguiente y la siguiente página con la misma fruición que se degustaron las primeras; como un gemido sí, pero sin desgarrarse del todo. Así deben de ser los papeles para la batalla, bien apretados como unos concupiscentes pantalones de mezclilla o como el botón de una blusa a la altura de los senos que está a punto de estallar, pero sólo a punto. Estas son hojas muy representativas de los libros de la UNAM o el FCE, hojas de guerra, asequibles para la codicia del estudiante, de su olfato, preludio de placeres insospechados.

También hay hojas que uno nunca sabe que esperar de ellas, pues si bien su olor no es como el de las dos primeras, tampoco es desagradable; digamos que el misterio radica más en la calidad de la obra que en el libro mismo. Si lo comparara con una parte del cuerpo serían los ojos más que la boca, pues son una guía; y a veces una mirada muestra más de lo que se pretende esconder. Son libros como esas mujeres musulmanas a quienes se les impone el hiyab, el ocultamiento del cuerpo, pues uno nunca sabe qué esperar al descorrer el velo, al quitar el Burka.

En los ojos se encuentra el principio y el final del camino a recorrer, pues quizá no sea una carne voluptuosa lo que nos espera, mas el placer está allí, latente, pues no es el río lo que importa sino el ímpetu de su corriente; y así tenemos papeles como las ediciones de bolsillo de Alianza o las hojas de los libros de muchos títulos de Anagrama.

Por último hablaré de esos libros esperpénticos que deberían ser abortados o quizá son precisamente eso: abortos; pues más que libros parecen creaturas malformadas hechas para el vituperio y la mofa, pues no hay nada, pero nada que los salve. Son aquellos libros cuyas hojas parecen deshacerse en la mano y ya ni se diga al cambiar de página, pues ésta se destripa al instante.

Lo peor de todo es que son como un lunar peludo al lado del labio que se besa por necesidad; pues el verdadero horror de esas hojas blancas con letras minúsculas y de flatulente supuración —un agravio para todo lector maratónico, un crimen que además no lleva a ningún editor a la cárcel— radica en que por desgracia, al ser yo un hombre de letras, entiéndase: jodido; la mayoría de las veces termino bailando con ellas, las más feas.

miércoles, 11 de agosto de 2010

EL PARAGUAS


Hay días que se definen por un objeto; por ejemplo un anillo, un termo o un paraguas. A veces por todos ellos, pero hay uno entre todos que necesariamente sobresale; en mi caso fue un paraguas; podría ser de cualquier color, y mentiría si dijera que era amarillo, pero no podría definir el día sin ese color pues a pesar de que la mañana-tarde no tuvo el clima más afable, el amarillo de esa sombrilla se imponía sobre la lluvia y sobre la monotonía de un paisaje del todo conocido, dando una claridad que embotaba todo lo que estuviera fuera de su área.

Ciertamente el paraguas ni estuvo abierto todo el santo día para recordarlo de una manera obsesiva, de hecho un anillo o una fotografía parecerían ser elementos más seguros para que mi memoria los eternizara. Pero este objeto siempre tiene algo de intimidad; sí, lo admito, el anillo también pues tiene interacción con la carne y ni qué decir de la fotografía, pues trae hasta una distancia enfermiza a la persona fotografiada pero, por más cerca que la tengamos o sintamos, siempre se impone el trecho entre el objeto, la persona y nosotros.

Bajo la sombrilla los colores cambian, el paisaje pasa por un crisol que en el mejor de los escenarios lo diluye, pues nos protege de él y además —y lo más importante— la temperatura dentro del paraguas es otra. Sí, sí, a eso me refiero, una sombrilla si es compartida vale un hombro empapado pues el otro sino es que todo el brazo y hasta la pulposa mano —si hay suerte— compensa por mucho, infinitamente por mucho cualquier mojada.

Por ello, hoy que vi una multitud de paraguas arremolinándose entorno mío, me quedé buscando uno en particular y un rostro en especial que sabía de antemano imposible de encontrármelos; pero esa cara junto a la mía estaban allí frente a estos ojos y este cuerpo que no son los míos, pues éstos son testigos de aquellos que se veían, que caminaban como un malformado cuerpo que poco a poco se amoldaba a la necesidad que dibujaba la sombrilla alrededor de ellos. Otros son estos ojos que me veían allí, cautivo mas no enjaulado, otro quizá ese tiempo que trastabillaba -afortunadamente- en sus horas.

Por ello la sombrilla no podía ser monótona, no podría ser gris, ni negra, quizá azul, pero sólo quizá; debía de tener su propia personalidad, negando -afortunadamente- una buena parte de la temática impersonal de Magritte y quizá al mismo instante, a ese objeto amarillo, instrumento de mi dicha; pues todo es del color del paraguas y de la persona con que se mira.