lunes, 20 de septiembre de 2010

BLANCO


El mediodía en la plaza se me revela como un puño que se abre en hilillos de luna, como un cielo que ha encerrado sus azules en la cerrazón de los labios dejando una pared de humosa nubosidad; desnudez en la cita, blancura en el azar que es arma y escudo, filo herido y heridor.

No, no es agua ni transparencia; su consistencia resiste al tacto aunque acepta sus dentelladas de sal y sangre; su escamado ir y venir entre esa espumosidad de peces, de arena blanca, hondura de la caricia. Llaga que tiene la anchura del deseo y cuya altura de su silencio no es más que la certeza del abismo.

Mi lengua busca la humedad del fuego no su ceniza; el hormiguero que ha prendido la mecha de la sangre y alborotado los colmillos de la piel que con más ahínco buscan lo profundo, excavan en las salivaciones del diablo buscando el eco o las sombras de ese goteo que se atragantan en la punta del falo.

Se agita la arena, tiembla en el cielo la blancura de contornos heridores; la muerte quiere abrirse paso, no puede; su tormenta sólo es una de las danzas del misterio que abre alguna de las interrogaciones tatuadas en la palma del sexo.

Orgasmo que no es fin ni medio, sino un estar deshecho en la carne, mutilado en el instante que es siempre circular y allí radica su belleza, la perfección de lo eterno que siempre se está irguiendo y destruyendo, vida y muerte; tiempo entre el tiempo; pues los relojes han mutilado sus manecillas como un espejo que sufre el rostro de su vampiro.

La luna: plaza; rostro y pestañeo que no puede ceñirse en el espejo, uno sólo, uno piel, uno cal arena, conejo y jaguar. La luna surcada por las codornices del instante.