jueves, 26 de abril de 2012

EL SUICIDIO DE LOS DIOSES


A veces me da por imaginar que el cielo de pronto se vuelca sobre el pavimento y entonces la acera adquiere una consistencia de infinito, de luz derramada, creando así un ahogo de claridad o de ceguera. Ésa podría ser muy bien la definición de la belleza, que nos lleva de la mano desde la alegría hacia el más duro embate de la desolación y la soledad o hacia un vuelo de palomas degolladas que esponjan y baten su plumaje en los hornos de la garganta: bajel sin rumbo, flama desnuda, hoguera de sal que escoce los pensamientos hasta hacerlos escurrir por la boca o por las cuencas de los ojos y así –a veces en silencio–, perderlos y perdernos.
Pero, en esencia, nada cambiaría, porque o aprendemos a nadar en la luz –sería triste, porque implicaría la costumbre– o sucumbiríamos a su agudeza. Finalmente, ni porque el cielo se volcara cambiaría la vida o la manera en que “estamos de paso sobre la tierra”, ¿pues qué es ésta sino un bregar constante?
Lo que sí, es que nunca había pensado en la desesperación, en la orfandad que gobernaría a un sinnúmero de divinidades que quizá siguen allí, en las alturas, feliz o tristemente olvidadas –quién puede saberlo. Pues qué sería de ellas sin eso que nosotros conocemos como cielo, universo, estratósfera, etc…
Quizá para ellos sea un apéndice de sí mismos, parte de su piel o de su alma –si es que poseen alguna de las dos. Casi estoy seguro que sería tanta su pérdida que algunos se lanzarían en picada hacia lo desconocido, hacia lo que no tiene futuro, hacia nosotros, tratando de arrancarnos algo que nunca nos ha pertenecido. Aunque, si llegara el caso que podamos asistir a un espectáculo así, tendríamos la oportunidad de ser los espectadores de algo realmente sorprendente, aunque terrible –qué maravilla no encierra en sí algo abominable–: el suicidio de la eternidad, el ocaso de los dioses, quizá ya pitonisado por Wagner.
Aunque para ellos la muerte, sería como el tiempo, algo desconocido, como la palabra despilfarro, porque ellos no conocen de pérdidas, de gasto, en ellos todo es perenne, no existe el verdor ni el otoño, no hay ciclos porque nada pasa, simplemente es, a veces dudo que los dioses puedan llegar a hilvanar pensamiento alguno, porque el pensar implica un tiempo, un mirar a la distancia: tanto en el pasado como en el futuro; pero eso ya sería parte de otro artículo.
Pero pensemos que se lanzan temerariamente a nuestro mundo, con ese acto constataría lo que el poeta Pedro Garfias ya cantaba: que la vida no es más que nuestro pedazo de cielo, y sin éste estamos perdidos; y por otra parte, tampoco podría olvidar la máxima Rilkeana que adquiriría carácter universal, pues no importa a quienes ataña, si a mortales o a inmortales, la mera contemplación de la absoluta belleza nos desespera, nos destruye, nos orilla a abismarnos en ella aunque al final sólo queden fragmentos de lo que fuimos.
Pero también pensemos en las demás deidades, ¿qué sucedería con las marinas al ver al sol extender su oleaje por la tierra?, ¿podrían quedar indolentes?, ¿no las abatiría aquella dorada proximidad?, ¿quién de ellos no pondría un pie en tierra aunque sepan de antemano que se irían secando hasta quebrarse y hacerse polvo en el aire? Sobre todo si sucede en el crepúsculo, porque la luz rojiza del sol es quizá la más hermosa, pero del mismo modo, la más terrible, porque nos recuerda que algo perdimos, que algo irrecuperable nos hace falta y lo peor es que, aunque nos duela, no sabemos qué es, sólo nos sangra sin encontrar el lugar exacto de la herida, aunque sabemos que es nuestra y que quizá, sin ella –irónicamente– perderíamos algo de lo que también nos conforma.
Pero vuelvo al mar, a esos dioses que desde los primeros tiempos estuvieron obligados a padecer el peso del celaje y el fulgor del sol, siempre desde la distancia –una y otra vez Tántalo–, siempre desde la añoranza; ¿pues qué otra cosa puede ser el mar si no una melancólica esperanza, un ir y venir sin jamás quedarse fijo a nada, una mujer cercada por el tumbo del oleaje en la escollera de su corazón?
¿Qué pasaría si aquellos privados del cielo lo tuvieran, al fin, muy cerca de su piel? ¿No querrían sentir la verdadera y total refulgencia en cada una de sus divinas escamas?. Porque toda la luz o claridad –dice otro poeta- viene del cielo. ¿No desearían sentir ese ardor en cada milímetro de su cuerpo –si éste, claro, es mesurable, al menos como el propio mar puede serlo?, ¿ellos, tan acostumbrados a la obscuridad de las profundidades marinas, no codiciarían lo que sus semejantes, sus hermanos, quizá gozaron desde siempre, en su pináculo de soberbia?
La única conclusión apresurada que saco de todo esto es que la muerte, si fuera de ese modo, para unos, para otros y para todos nosotros bien valdría la pena. Pues, nada importaría si por una vez abrazamos y somos abrasados por la totalidad de la belleza…



jueves, 19 de abril de 2012

HETERÓNIMOS Y HOMÓNIMOS


Hay momentos, como éste, en que todo me sobra menos la conciencia de que todo me sobra. Tanto que yo mismo quedo fuera de mi propio cuerpo. Entonces, empiezan a surgir infinidad de heterónimos, desgraciadamente, el que ahorita me ocupa es al mismo tiempo mi homónimo, pues tan perezoso, no quiso llamarse de distinto modo que yo.
No puedo explicarme de un mejor modo porque él no lo hace. Si lo hiciera sería yo y no aquel Roberto que no quiere dar razón de sí. Lo que nos diferencia es que él solamente es y está a gusto con ello; yo, contrariamente, soy un pesimista, como dijo Calderón de la Barca: todo me parece a disgusto, reniego contra mi gusto.
Él se niega a escribir, de hecho no creo que sepa, me dice que la escritura es un acto que lo llevaría al suicidio o a ser como yo –que piensa es más terrible. A él le gusta mirar a las mujeres sin esperar nada, no hay contemplación, no abstrae cosa alguna de su presencia, digamos que lo suyo es un golpe que no tiene respuesta en su ser, sólo es un impacto que no deja herida ni moretón, nada queda tatuado en su cuerpo, en su cabeza no hay cabida para la fascinación por la rememoración.
Yo soy todo lo contrario, a mí me fascina recordar los detalles que en apariencia son insubstanciales cuando tengo un encuentro fortuito, como la manera en que alguien puede codiciar la infancia de un niño que juega con una pelota o como aquella gota de cansancio en el rostro de aquella mujer –que aún guardo para mí– que hizo de su sonrisa y de nuestro encuentro, de un par de horas, no sólo único –porque todos los encuentros inesperados lo son–, sino que hoy aún puedo recordarla como si no hubieran pasado más que unos minutos desde entonces y seguir estando agradecido por haber creado, conmigo, un Centro, muy distinto al habitual.
Pero también disfruto con la imaginación, cosa que mi heterónimo desconoce. Por ejemplo, cuando el azar me depara una mujer hermosa me gusta desnudarla mientras se aleja o se aproxima a mí o simplemente disfruto con adivinar la consistencia de su ropa interior. Me veo palpándola, lamiéndola e imagino su rostro tratando de disimular la dentellada del deseo mientras desciendo, entre pequeños mordiscos y besos, de su sostén hacia sus bragas; y antes de que las desgarre y la deje completamente desnuda, presiento cómo el vello de su pubis empieza a erizarse y a sofocar abiertamente la tarde con el oloroso celo donde cerraré al fin mi boca, desenmascarando lo que ella al morderse los labios y enterrando las uñas a la cama y controlando su respiración quería ocultar: el impudor del goce. También me gusta recrear, en los laberintos de mi carne, el modo en que se desenhebra su perfume y se espesa y se condensa, al igual que su aliento entre mi boca.
Quizá todo esto suceda únicamente en mi mente, pero es mío, ella existe porque yo la hice posible en mi carne, únicamente yo conozco esa arruga en su boca al sonreír y hace que su sonrisa exista, sea humana y por ello hermosa y posible y pueda rememorarla en mis horas de mayor orfandad. O por qué no, también pienso en la amargura del adiós o la de la simple ignorancia por parte de una mujer a quien mi saludo o mi mejor sonrisa no lograron hacerla detenerse un instante antes de que se perdiera para siempre en una calle que nunca será la misma, porque también la decepción, la tristeza de la pérdida es parte de la vida y encarece los momentos en que logramos que alguien responda y prolongue nuestros gestos.
Pero volvamos a mi heterónimo, él sólo vive para el instante, no hay pasados ni futuro, a veces pienso que no sabe de su existencia. Las cosas, según piensa, se dan por un arbitrio desconocido: el azar, dios, destino, como quiera que yo deseé llamarle. Aunque ese dichoso azar o dios o destino, no sea otra persona más que yo y que, después de haber elegido el rumbo y el lugar, él toma posesión de mi cuerpo y se encuentra, por ejemplo, entre sus manos una cerveza bien muerta a mediodía o en sus ojos un rostro que a mí me costó quizá años encontrar y que él lo sorbe como si la belleza fuera algo rutinario, y no ve, ni quiere entender ni saber los trabajos y las frustraciones que tuve que pasar para encontrarlo y poder resguardarlo del olvido; mucho menos le importa la tristeza que me consume cuando él lo dilapida en un instante, sin dejarme al menos, un esbozo de su silueta o de su piel o de la ropa que vestía o de su modo de caminar.
Desafortunadamente para él, hoy me encontró escribiendo y por tal motivo no le ha importado que compartamos un poco este cuerpo, y como sólo quiere hablar y hablar, no me ha quedado más motivo que escribir sobre él, pero como no es algo que me emocione, dejo hasta aquí la constancia de su existencia.






jueves, 12 de abril de 2012

A LA CAZA DEL DÍA


Me gusta pensar que hay cosas que sólo sentimos como una especie de sugerencia, que están latentes o en potencia, que pueden surgir como el rostro de una mujer y alegrar una tarde en que el cuerpo es sólo cuerpo y pesa demasiado.
Ese tipo de cosas que desconocemos son  necesarias para salir y mirar con el ánimo de quien espera algo, sin saber precisamente qué es, ni en dónde lo encontraremos; quizá en la pulquería, en un café, en el asiento de al lado en el cine, en el metro o al doblar una esquina.
Hay días que despierto con los ojos demasiado sedientos, con ganas de caminar y dejar entreabiertas las puertas de la carne. Entonces miro en los bolsillos las monedas que dictarán el rumbo de mis pasos y me encamino a la aventura.
Cuando salgo, puedo buscar algo tan vago como una calle con cierto tipo de luz y temperatura, un estilo arquitectónico definido o algunos colores en específico. Si llovió observo las construcciones reflejadas en los charcos y si ese panorama me gusta me adentro por allí. Otras, un aire a pan o a café me hace tener esperanzas en la mañana, y aunque me gustaría estar en un pueblo brumoso, el atole y la guajolota al lado de una iglesia a las siete u ocho de la mañana –la verdad, diez u once, soy muy flojo– hacen posible que yo me sienta en otro lugar y tiempo. En ciertos momentos, hay en el celaje una turbación de jacarandas y manzanas que me obligan a detenerme por unos minutos y saciarme –al menos por unos instantes– de ese zumo que me regala la tarde.
La mayoría de las veces, ciertamente, es el contoneo de unos glúteos los que me guían o la sensación de que por allí, quizá un instante antes de doblar la esquina, el cuerpo de una mujer refrescaba la calle con su cabellera húmeda y el olor a jabón de su cuerpo. Otras, busco un rostro que terminó de desvanecerse al sonar el despertador y trato de buscarlo despierto, de hallar su forma precisa en alguno de los que el día me va obsequiando.
Pero siempre es necesario tener un impulso para salir y éste no debe de ser del todo claro. Para mí caminar por la ciudad es buscar algo que no tengo o he perdido y no sé exactamente qué es. A veces puede ser sólo una sonrisa que me haga pensar en ciertas palabras que estaban allí y que sólo en virtud de ella puedo llegar a paladearlas con total claridad y, en contadas ocasiones, poder compartirlas con la persona que las trajo hasta mi boca, como se comparte una cerveza, un café o unas horas que sólo existen a causa del azar y de aquellas hormigas que van adentrándose bajo la piel y que sólo se calman al encontrar el motivo que las llevó a encarnarse en nosotros; y eso sólo se consigue en un encuentro inesperado, que es siempre –según Borges– una cita; ya sea con alguien más o con nosotros mismos.

viernes, 6 de abril de 2012

UN ESBOZO DE NADA


Nadie puede abolir el azar, somos el cúmulo de muchas contingencias. Hoy estas palabras pudieran ser el reflejo de alguien más, quizá el que era ayer o de otro que ni siquiera existe o que ahorita mismo se está formando al ritmo de estas letras.
Lo imagino vestido con una camisa blanca, sin mucho empeño en el peinado, su pantalón mal planchado, deslucido como la propia tela de los bancos donde está sentado. Espera su cerveza, los dedos tamborilean en la barra, no sé si de nerviosismo o sólo está recordando una melodía que no se ha podido sacar de la cabeza. Él está allí sin saber que es mi mente quien lo hizo posible, que si espera a alguien o está solo bebiendo es porque yo lo quiero imaginar de ese modo.
No tiene conciencia de que estoy pensando en él y lo estoy creando o que estoy salvando parte de su vida, pero si eso es posible, también podría ser que alguien más guíe mis palabras, que esté creando este momento en que escribo pensando que estoy conservando el recuerdo de alguien más. Quizá no es una parte importante la que estoy resguardando del olvido, como todas las cosas inútiles que he acumulado hasta hoy, pero está allí y por ello tiene todo el derecho de existir.
Pero si no hay nadie detrás de mis palabras, si soy yo el que está conservando el rito solitario de aquel bebedor, quizá, del mismo modo, recobre un instante que he perdido. Tal vez exista una persona que haya escrito parte de mi vida, ciertos recuerdos míos de los cuales no tengo memoria y pueda intercambiarlos por los que ahorita estoy guardando.
Pero, si alguien está dictándome estas palabras, le pido que no ponga un punto final a mi historia. Si se cansa de mí, de lo aburrida que es mi vida, que me deje en puntos suspensivos, quizá algún día haga algo diferente, pero necesitaré forzosamente de ese recuerdo, en apariencia banal, para poder romper o cambiar mi rutina, quizá sea ese momento el ápice de mi hartazgo para salir de mi estilo de vida, no lo sé.
Si puedo seguir pidiendo, me gustaría que me devolvieran el aroma de un pubis que se me quedó bastante tiempo enredado en la garganta pero que hoy simplemente, por más que he tratado, no puedo recordar; espero que alguien lo haya conservado para mí, porque hoy necesito saturar mi nariz de deseo.
Por lo pronto aquí dejo el recuerdo de aquel otro que por fin recibe su bebida, ve las gotas de agua deslizarse por el cristal del tarro, se acuerda de las calles que tuvo que caminar para llegar allí, pero sobre todo del obsceno calor de afuera y sonríe antes de dar el primer trago.
No sé si espera a alguien o sólo mira a su alrededor como una manera de contrastarse con los demás para atizar el veneno de su soledad o quizá, sólo es por simple curiosidad que recorre rostros, cuerpos y con ello se siente a gusto, conforme, integrado a la vida, a todos aquellos contertulios que como él beben para refrescarse un poco del infierno que dejaron al entrar en el bar…
Es todo lo que puedo ver, después se difumina con la misma rapidez con que bebe la cerveza. Dejo este esbozo que alguien perdió y tal vez pueda completarlo con sus pensamientos de ese momento –a los cuales no tengo acceso–, y si ese alguien tiene algo que me pertenece, le pido, del mismo modo que lo escriba y me lo haga saber, porque pienso que hay cosas que no deberíamos haber olvidado, aunque a veces parezcan demasiado banales y no lo son, porque su existencia no brilla en el momento en que sucedieron sino en un tiempo distante, en el futuro, cuando ya las hemos olvidado.