sábado, 28 de julio de 2012

VISLUMBRES CIEGOS


Todo sucedió de una manera inesperada, súbita, tanto que no tuve consciencia de lo que pasaba hasta ahora. Mi hijo perdió un dedo mientras estuvo fuera de casa y todas las explicaciones que me dio mi mujer eran demasiado minuciosas para creerlas –pero las creí. Cesar, al entrar al departamento, corrió hacia mis brazos, casi me arranca los pelos del pecho, como queriendo esconder sus uñas en mí. Le pregunté qué le pasaba, pero nada me dije –tal vez debí insistir más, pero en ese momento no quería presionarlo.
Mi esposa, después de arreglar las cosas conmigo y perdonarme, se portó muy complaciente. Algo andaba mal, no sé por qué me negaba a verlo, si era tan claro. Mi matrimonio nunca fue uno de esos que se dicen felices para un cambio tan brusco. Todo eso apestaba, sobre todo cuando empezó cada día a traerme las chelas con una sonrisa en la cara, allí debí de hacer algo, pero estoy viejo, tengo que aceptar que ya no tengo el olfato tan fino, por algo me jubilaron.
Le dije al cliente que nada de lo escrito en el blog era cierto, debí esperar un poco. Pero no tenía ganas de seguir con esto. Además, el putito que escribe el blog ya andaba hablando de cafés y pendejada y media; y me di cuenta que era la burla de todo mundo, no sólo de mis colegas, incluso en su pendejo blog recibía indirectas. En uno o varios –no recuerdo– de los comentarios leí, que su funda –el que siempre le comenta las entradas– se burlaba de mi trabajo, se daba aires de investigador. Incluso escribía como si tuviéramos alguna familiaridad, como si supiera que fuera a pasar, como si mi vida fuera un capítulo de una telenovela. Hijo de la chingada, nada más porque no lo tengo de frente, porque es muy fácil chingar por la espalda, pero ya quisiera ver que me lo diga a la cara –soy patético, no sé si reír o lamentarme, cómo es posible que una sola palabra pierda todos sus sentidos y a pesar de ello sea ésa: ver; la única palabra que logre conmoverme. Pero incluso así, mantengo lo que digo. De seguro ha de ser puto, ¿qué literato no lo es? Par de maricones. Nada más porque ya tengo suficientes problemas, porque me dan ganas de darle una calentadita para que aprenda a respetar este trabajo. No cualquiera puede enmierdarse en esto, no cualquiera arriesga el pellejo y tiene los huevos para apretar un gatillo. No, no cualquier, no cualquiera.
Desde que regresé esta mañana a casa he estado muy mareado, no puedo concentrarme en nada, estoy débil, mis recuerdos son difusos y todo el día he andado con sueño. Lo último que retengo con cierta claridad es el escozor del aceite hirviendo en mis ojos.
Fuimos al centro los tres. Era noche, habíamos salido de ver una película en el Palacio Chino y pensé en invitarlos a cenar unas gorditas o tacos, algo, lo que sea. Pero, soy un viejo sabueso, demasiado entrenado para olvidar mis costumbres, sobre todo con el último trabajo recién terminado. Así, que sin darme cuenta, empecé a observar a las personas que comían en el puesto donde pedimos las gorditas y lo que vi me hizo recordar lo que leí en esa entrada del blog sobre brujas y gordas, algo por el estilo.
En un instante mi hijo se apretó contra mi pantalón. Y su mirada, no sé cómo decirlo. Era como si de repente las palabras se le fueran acumulando en lo negro del ojo hasta que un grito mudo, que fustigaba la presión de sus manos en mi muslo, me golpeó en lo más hondo del pecho. Al mirarlo, por descuido, derramé un poco de salsa sobre mi camisa. Sentí los marfiles afilados de la boca de mi mujer sobre mí; y al voltear alrededor, las miradas de todas las mujeres que comían me fueron cercando. Busqué la pistola, pero una señora, más rápida que yo, arrojó su plato hacia mi cara y cuando me iba limpiando los ojos del chicharrón aprensado, ya la tenía encima, mordiéndome el cuello.
Traté de safarme y alcanzar la pistola –que desde el día funesto del mercado, cargaba para todos lados– pero alguien me clavó el tacón por la parte de atrás de la rodilla derecha –el doctor me dijo que se llamaba corva o algo así (la mía quedó destrozada). Caí de rodillas, vi a mi mujer y tenía los ojos enrojecidos y estaba seria, demasiado seria, sentí sus pupilas clavadas en mi garganta. Traté de… –y no sé si fue cierto o no, pero me pareció que tenía un tacón roto– …gritar, no sé si lo logré o no. Después, en menos de un segundo, escuché un ruido metálico atronando en mi cabeza, enseguida un chorro de aceite caliente se derramó sobre mis ojos.
Estaba en el suelo, ciego, al fin había alcanzado la pistola, pero no podía disparar, no sabía dónde estaba César. Después sentí una especie de calor intenso en mi mano derecha –donde tenía la pistola–, seguido de un dolor que fue en aumento. Al tocar mi mano con la otra, sentí una substancia viscosa, sangre y al tocar con más cuidado me di cuenta que no tenía tres dedos y el meñique, mal cercenado, me quedó colgando de la mano –es todo lo que recuerdo.
Amanecí en el hospital. La abogada me recomendó que no dijera nada, que sólo afirmara lo que ella decía. Tenía razón, qué iba decir, quién me creería. Hoy por fin salí. El diagnóstico era el esperado, perdí mis ojos y cuatro dedos. Mi mujer me llevó a casa. Le he preguntado por mi hijo, pero me dice que ha estado enfermo y se la ha pasado durmiendo.
Desde que llegamos tengo la sensación de que no somos los únicos en el departamento, escucho demasiados pasos y ninguno de ellos me suena familiar. No le he querido decir nada, ella me trata con mucho cariño, pero me cuesta trabajo sonreír o estar tranquilo sabiéndola a mi lado.
Es noche, puedo sentirlo. No he escuchado la voz de mi hijo en todo el día. En la cocina escucho el sonido del cuchillo, alguien grita ¿mi mujer? –tiene la música bastante fuerte para identificar la voz. Escucho que alguien llora y se lo digo a Pilar. Con voz gangosa me responde que se machucó y además la cebolla no ayuda. Oigo cómo algo cae en el aceite y empieza a arder. Recuerdo lo de hace unas semanas y mi corazón se encoje. El sonido es como un grito agudo, dura demasiado, quisiera ir, pero no puedo moverme, estoy demasiado débil. Por fin el grito se ahoga. Mi mujer me dice que ya está la cena. No puedo evitar llorar un poco.

viernes, 20 de julio de 2012

PRIMERO UN CAFÉ SIN AZÚCAR


Cuando voy a un café, dependiendo éste, escojo muy bien dónde sentarme. Por lo regular me gustan los lugares apartados y semiobscuros. No me agrada estar cerca de señoras mayores, de una u otra forma las charlas terminan rezando sobre la familia; y sus carcajadas y el perfume ahogando sus cuellos, empañando las perlas falsas de los collares y los lóbulos de sus orejas y las lágrimas de sus aretes me dan asco. Prefiero sentarme donde pueda ver todo el lugar, soy mirón por vocación, además siempre ando buscando una mujer bonita –últimamente es lo único que me hace salir a la calle.
¿Una mesa?, no, no puedo. En este café en especial ya me acostumbré a la barra –es raro, sólo en un bar y no de mi ciudad me gusta sentarme allí. Se debe, principalmente, a que me encanta mirar sus afanes –para qué el engaño–: la meticulosidad de sus dedos, el movimiento sereno de sus brazos –creo que tengo un fetiche con ellos– y la mirada experta que cuida la leche, el agua, el café, pero sobre todo el tiempo.
Me gusta comparar su oficio con el mío, hacer un espresso es lo mismo que saber distinguir un buen o mal texto literario; verter en forma elíptica y morosa el agua en el chemex es como analizar la estructura de ciertos cuentos de Borges o Cortázar: darles su tiempo, ir descubriendo sus dones con lentitud; y por fin, al probar el café, descubrir esas notas, ese equilibrio que va más allá del oficio, pero parte de él: el genio; que me deja iluminado y en orgasmo como un soneto de Góngora o uno de Shakespeare.
He notado que el punto exacto está en su boca, en la manera en que sonríe al constatar una buena taza, “su taza”; después de verter lentamente el agua en el dripper o contar los segundos de extracción para el espresso o concluir la figura en la superficie espumosa y cremosa de un latte. Es en su boca, y en ningún otro lado, que sé que el barco ha llegado a buen puerto. Y es allí que doy gracias por mi vicio al café –que no a la cafeína.
En ese café en especial, nunca falla, pienso mucho en Agustín Jiménez, en particular en un poema suyo:
Uno invita café, escribe
un poema
avista a las muchachas en los bares.
Se es feliz.
Puntual, y si fallamos
uno toma café, compra
libros
observa a las muchachas desde el auto.
Se es.

Tengo que aclarar que nunca he podido escribir en un café nada que valga la pena, pero siempre termino como en la segunda parte del poema de Jiménez, o sea, “siendo” y mirando a las mujeres, codiciándolas –aunque yo ni auto tenga.
En alguna clase en la Facultad de Letras alguna vez escribí un poemita en el instante que veía a una mujer tomar su té. Lo traeré a colación porque trata de lo mismo que el de Agustín, aunque más azotado y sin ese momento de genio que logra la sencillez y la belleza de lo cotidiano. Pero además, lo transcribo porque cuando uno escribe o habla de cafés, la atmósfera que se respira es de ecos y reminiscencias, donde las apariciones están a la orden de la cafeína; tan eternas, como las espumas de un café o una blusa:


Porque sólo tengo la vista
para saber de ti,
para sorber tu boca
en el té que te bebe
y va consumiendo mis ojos
y estas horas
que me contemplan mirándote,
escribiendo estas palabras
para retenerte en mi memoria,
como pago de su destino
y el mío...
que se evaporan entre tus labios
y los hervores de tu té.

Son dos los elementos fundamentales de este tipo de bebidas: el instante y la mujer –con el alcohol pasa lo mismo, aunque también, si la mamonería intelectual o política clava la primera estaca de sus fueros, entonces, la charla está condenada al absurdo y a la ironía.
Tal vez, estas bebidas nos lleven o no a la creación; eso no importa o al menos no es relevante como la experiencia de estar allí, de ser parte de ese momento irrepetible y un poco irreal: el vaho del agua cubriendo un rostro y el pelo recogido, como vistos a través de una gasa que si intentamos rasgar la mujer detrás de ella desaparecerá tan de súbito como llegó a nosotros. Ni siquiera en la memoria quedará el recuerdo de sus dedos gráciles ni el seño inteligente de su oficio; ni sus ojos que embridaban el tiempo nos dejarán su color ni el café guardará sus demonios acelerados, su pistón desbocado en nuestra sangre. 
    Pero hay una cosa que, aun al rasgar esa tela de niebla,  no podrán arrebatarnos: la largura de un último gesto, no sólo de cordialidad, sino de orgullo, orgullo ante el universo de esa taza que alguien ha creado para nosotros y nos abre otro tipo de universos, quizá pasados, quizá futuros, quién puede saberlo. Por ello pienso que lo menos que uno debe de hacer cuando esto acontece es gozar con los cinco sentidos aquel afluente lleno de ambarinas reminiscencias.

sábado, 14 de julio de 2012

PUNTO DE QUIEBRE


De verdad que soy un completo inútil, ni dos semanas, ni dos, y yo aquí, quebrado, un rompecabezas de tres piezas que no sabe dónde poner la de la cabeza. Tampoco entiendo por qué a estas horas estoy buscando el reloj, por un pinche reloj he puesto la casa boca arriba.
He tratado de cumplir con la investigación. He salido cada una de estas noches, sobre todo al Centro. Últimamente es el único lugar en donde no me pierdo. Como de todo: gorditas, quesadillas, pambazos, huaraches y hasta pido para llevar. El refrigerador es una desgracia y no sé, ni tengo ganas de cocinar. Pero de nada han servido las salidas. ¿Alguien podría culparme? La verdad no tengo la agudeza de otros días, ni el paladar sensible. Es una joda depender de alguien, lo malo que es tarde cuando uno se da cuenta de ello.
Lo peor es que estoy encadenado a este pinche celular. Lo miro cada segundo pensando que llamará o que lo hizo y yo ni me di cuenta. Le he dejado cientos de mensajes y nada.  Le escribo mi itinerario, le invento cualquier pendejada –según yo graciosa– que pudiera conmoverla. Hasta le he escrito lo que ciertos lugares del Centro, que compartimos juntos, me evocan, pero nada, nada. Sigue con el celular apagado.
El cliente llamó varias veces, pero no tengo ganas de hablarle. Me dejó varios mensajes que no recuerdo y tuve que borrarlos de mi celular para poder seguir guardando los que le mandaba a Pilar. Además, siempre es para apurarme, cuándo entenderán que hay cosas que no se pueden apresurar y que ahorita no estoy para que me caliente los huevos. No sé ni por qué acepté un caso tan idiota.
Pero al fin, trabajo es trabajo, así que decidí en las tardes visitar mercados –además me salía gratis la comida. Quería fijarme en las salsas, pero había perdido el gusto a todo. En un momento de cólera, regresé al mercado donde sucedió todo, pero ahora sí, no olvidé la pistola e hice que nadie olvidara que cargaba con ella.
Me desquité con un gordo sudoroso que tenía unos bigotes de vello púbico y que vendía cortes de cerdo. Se parecía tanto a una de esas cabezas de la vitrina de su refrigerador que me dio un verdadero asco y lo empecé a golpear. Lo pateaba y lo pateaba pero la impotencia seguía allí, no me podía quitar de la cara la risa disfrazada de la gente por lo que estaba viviendo. Pero la que más sobresalía era la de mi suegra, esa pinche arpía. Pateaba aún con más furia, pero ella seguía riéndose, cada vez más fuerte, incrementando el dolor de mis huesos, de la soledad, cada vez más fuerte y más y más fuerte; una y otra vez, sin parar, regresaba, una y otra vez, lamiendo el hocico, la rabia de mi bota.
Reaccioné hasta que el carnicero, del puesto de enfrente, quiso detenerme y lo recibí con un cachazo. Después encañoné a todos los que empezaron a rodearme. Una vieja empezó a gritar y sin importarle la pistola se abalanzó contra mí. Yo, sin pensarlo, cegado por el odio, le pegué y al ver la sangre en su boca, me fui de allí, estaba quebrado, confundido. El recuerdo de mi mujer en el suelo fue demasiado, demasiado. Una patrulla, saliendo del mercado me detuvo, pero les enseñé la placa, además no maté a nadie. No pasó a mayores.
Lo que más me emputó, digo, lo que no me deja de seguir chingando fue esa pinche entrada de las salsas, tan pendeja y aburrida. La verdad no logré terminar de leerla, ya veré qué le invento al pendejo del cliente. Pero es que de verdad, patológicas, ¡el puto favor!, ¡cómo una salsa puede ser patológica!, esas son pendejadas. Aunque más que el coraje, me sentí golpeado en lo más bajo, chillé un poquito, pero es que mi Pili siempre me tenía la salsa y las tortillas calientitas y no, no puedo…, hasta el pinche gusto me quitó el cabrón. 
Y luego se lleva al escuincle, ya ni la chinga. Y ese puto reloj que no aparece. Al menos debería dejarme verlo o llamarme y ponerlo al teléfono, si no quiere hablar conmigo, ni modo, pero qué culpa tiene el chamaco. Cuántos trabajos pasamos para tenerlo. Cuando ya pensábamos que no podríamos queda enbarcelona.
Y era por ella, ella que no quería tener hijos. Yo siempre le preguntaba el por qué y me salía con puras pendejadas, que tenía miedo, que no era posible, que era muy arriesgado, que si la quería que no hiciera preguntas, que y que y que… Si al final no quería al niño para qué se lo llevó. Cierto no sé cocinar, ni planchar ni nada, pero para eso tengo al pendejo ése que me está pagando la tragadera y hay lavanderías; yo podría arreglármelas con él. Quién hubiera pensado que los extrañaría tanto. 
Pinche Pilar, además, qué decirle, si tiene toda la razón, le partí toditita la madre, pero es que también si me llega por atrás y en silencio como si quisiera asesinarme, pues qué voy a hacer. Recibí un entrenamiento, los madrazos me salen por impulso. Debió entenderme, no fue a propósito. Pinche vieja, ya ni la jode y a unos cuantos meses de la jubilación. Si para eso me casé, para tener a alguien que cuide de mí en la vejez.
Espero que no le esté diciendo mierda de mí al niño. Por lo pronto, ya fui a dar constancia a la delegación por abandono de hogar por si me quiere hacer pendejo. En estos casos más vale prevenir. Uno piensa que conoce a alguien y al final se da cuenta que vive con otra persona.
Dónde puse el puto reloj y quién chingados… –Qué otra vez me vas a golpear. –Pili, hola, yo, yo… no sabía, perdona, perdona, pensé que alguien quería entrar y mira este desorden, no sé dónde tengo la cabeza. Perdóname. –Tenemos que hablar Jenaro…

viernes, 6 de julio de 2012

LA PATOLOGÍA PSÍQUICA Y FÍSICA DE LAS SALSAS


Julio Camba en alguno de sus numerosos artículos-ensayos-cuentos-crónicas decía que el foi-gras es un hígado patológico. Quizá por la manera en que se extrae o por algo más tenebroso que no logro vislumbrar. Eso me hizo pensar en otros guisos que pudieran ser clasificados dentro de lo patológico, que no intentaré si quiera definir, pues si Camba no lo aclaró, es precisamente porque el misterio –que siempre conlleva algo terrible o Infra o sobrenatural– es parte consustancial de su preparación.
       Pensé que las salsas, brebaje brujeril por excelencia, entrarían en este terreno, pues se necesita de cierta patología no sólo para prepararlas, también para digerirlas y algo de masoquismo –que dicho sea de paso, también es una patología. Las salsas por definición clínica parten de un tormento o de un sadismo físico hacia otro psíquico –en el caso de quien las prepara; y de aquel que las degusta –si se pueden saborear– el proceso es el contrario, pues de lo mental el padecimiento se extrapola hacia lo corporal.
En el primer caso, todo empieza en el mercado –tema ya tratado en otra entrada– desde el momento en que se escogen los chiles –placer que ya supura en los ojos y en las manos– , hasta el instante en que se pone la salsa en la mesa.
Confieso que por más que traté de averiguar cuáles eran las recetas que se usaban, todas eran secretas o tenían un ingrediente oculto que jamás pude conocer, pues al tratar de preparar ciertas salsas nunca me quedaban tan bien como las que tuve la suerte o la desgracia de probar.
También, no sin cierta vergüenza, aclaro que al principio, cuando comencé a cocinarlas, tenía unas inmensas ganas de vomitar. Sentía las arcadas a cada segundo. Pero después de varios intentos el placer empezó a dominar mis manos, la sangre me bullía, comenzaba a hipar, a excitarme sin poder evitarlo. Tuve que detenerme –dejar por la paz mis experimentos–, sentía que estaba irrumpiendo en zonas prohibidas para el hombre y sabía que si me aventuraba a ir un poco más allá, no habría para mí retorno.
Pero volvamos al asunto de la preparación. Después de escoger y acariciar los chiles, los ajos, las cebollas, etc…, estas señoras o señoritas educadas en los placeres gustativos, los acuestan en la tabla de picado o los ponen, con ternura, sobre el comal –algunas sienten un inmenso placer en poner la llama baja y esperar a que el acero se vaya calentando paulatinamente para que vaya en crescendo la agonía de estos pobres infelices– para dorarlos junto a los demás insumos –que muchas veces se sofríen con un poco de aceite de oliva. En el momento en que son pasados por las brazas, sus aullidos y sus lamentos ahogan la cocina –es mejor no estar presente cuando eso pasa.
Desafortunadamente, yo tuve que presenciar ese acto –y por desgracia lo llevé a termino en varias ocasiones. En esos momentos sentía como si fuera mi propio cuerpo el que ardía, en vez de la de aquellos infelices sentenciados a serles arrancada la piel en vida, dejando al descubierto la carne quemada y supurante. La agonía dura bastantes minutos, hasta el momento cumbre en que son desmembrados. Ya sea por medio del rudimentario molcajete –proceso  dolorosísimo, pues se lleva su tiempo y la persona que los machaca siente un infinito goce en mirar y oler cómo todos esos jugos explotan, se aplastan bajo esa negra piedra porosa manejada con arte, descubriéndose, la mano, voluptuosa ante esas rojas, blancas, verdes entrañas que va triturando; aunque hay otras, más piadosas –aún la maldad no las llena por entero– que utilizan los artilugios modernos para terminar rápidamente con aquel tormento, como la licuadora.
Pero todos saben que nada es gratis en este mundo, que de una u otra forma se pagan nuestros actos y nuestros pecados. La constatación más clara –por inmediata– en el ámbito culinario es el llanto que provoca la cebolla al ser pasada por el cuchillo. No sólo afecta a la cocinera, sino a todos los que entran y presencian los filos de la muerte. La blancura es llanto –decía un poeta sin nombre–, ceguera que arroba la razón y los sentidos –continúa–, y es por ello que muchas –hasta las más expertas– tienen que dejar un poco el negro mango sobre la mesa para enjuagarse las lágrimas.  Lo que comprobé con terror, es que lo hacen sobre todo para mirar la claridad de cada corte. Al inicio es un movimiento tímido, pero conforme pasa el tiempo y las rebanadas se enciman sobre la tabla de picar, la gula empieza a devorarles los dedos; éstos, con precisión de cirujano, van tajando y tajando todo lo que pase bajo sus ojos, “todo”.
Las brujas –y esto es moneda corriente– son las esposas del demonio, cada que elaboran una pócima o uno de sus potajes piden un favor al Siniestro para que éstos sean exitosos. El pago, siempre es una merma de su ser, el caso extremo es la pérdida del alma; pero también este intercambio de favores se puede traslucir en un agotamiento físico, en la palidez del rostro, en lágrimas –como ya hice notar–, falta de apetito o un apetito desaforado –en algunos casos –o en muchos– también es sexual–; caída de pelo, dolores de cabeza, antebrazos aguados –los famosos brazos de salero. Las vendedoras de gorditas, por ejemplo, son un caso típico de este tipo de pagos–, entre otros…
He visto a muchas preparar salsas, pero una vez observé sin que me vieran, cómo una mujer, sonriendo para sí misma, echaba las lágrimas que las cebollas le provocaban dentro de aquellos menjurjes.  Mi amistad con el hijo de aquella mujer me obligaba a entrar y comer en esa casa con cierta frecuencia; pero después de un tiempo, preferí perder la amistad, porque siempre salía agotado y con una desesperación y depresión que no sabía a qué se debía. Era una familia demasiado triste y en la casa dominaba una atmósfera bastante pesada. Todo esto viene a colación porque quizá lo que vi en aquella cocina –en este momento es que lo pienso– explique lo que les sucedía a todos los individuos que llegaban a pisar aquella casona.
Hay también un mito popular sobre la preparación de las salsas y es aquel que menciona el enojo como principal ingrediente, al menos en lo referido al picor. Entre más enojada la bruja, digo, la cocinera, más picoso estará el potaje. Ciertamente, cuando mi madre decide hacer las salsas, nadie puede entrar en la cocina, además todos tratamos de hacer que se sienta lo más relajada posible, pues queremos evitarle cualquier tipo de enojo que pudiera, a causa de las salsas, rajarnos vivos los labios y ulcerarnos el estómago. Este tipo de malestar ya es propio del degustante de salsas. Por tal motivo, ahora me dedicaré a él.
Las consecuencias que conlleva probar este tipo de platillos son varias, ya mencioné dos en el párrafo anterior –psíquicas–; pero después que el temor inunda al individuo, este tipo de platillos pueden llegar a desgarrar, literalmente, la garganta –malestares físicos–, hacer del cuerpo una llama viva –el sudor que se transpira mientras se está en este vicio digestivo, es un paso anterior a la combustión total del individuo–. Las lágrimas y todo tipo de segregaciones que escurren por el rostro y por el cuerpo también se deben a la ingesta de este tipo de preparaciones. Otras se manifiestan en los huesos, éstos empiezan a perder consistencia y densidad, la vista comienza a opacarse por algunos instantes; el aire falta, se pueden presentar alucinaciones y una sed horrible –en todos los casos se ha comprobado– empieza a dominar al individuo.
Las salsas son sustancias altamente adictivas, una gota es más que suficiente. Después que entra en nuestro organismo es imposible, por el resto de nuestras vidas, comer sin ellas. Es quizá esta adicción –y un cierto grado de temeridad– lo único que vence el miedo a probarlas, sobre todo cuando llega el recipiente rebosando de todos esos insumos que no sabemos bien a bien qué son y de dónde vinieron –quizá en sus entrañas lata la sangre y la baba de Satán. ¿Quién podría saberlo?
Como colofón señalo que si ustedes observan a la cocinera un poco apartada del festín y su mirada está fija en ustedes mismos y sonríe ante la voracidad y la premura que los gobierna a causa de su “sazón”, deberán temer, ¡oh, sí!; deberán temer, sobre todo, cuando les acerque las tortillas y los trozos jugosos de carne.
Estoy seguro que si es una bruja, sentirá un tremendo placer –casi imperceptible– cuando ustedes comiencen a deshebrar con tosquedad la carne, a arrancarla del hueso y empiecen los gritos –porque siempre llegan– y se alcen –en un momento de ceguera– los tenedores y los cuchillos en contra del contertulio –el hermano, el padre, el amante, el amigo–, tomando como pretexto el hambre, defendiéndola con la rapidez y la brutalidad de dentelladas rabiosas y asesinas.
Taco tras taco, sin notarlo, engullirán litros y litros de ese brebaje preparado sólo para ustedes –hombres ignorantes; y en aquellos ojos, de ascua negra, verán el eco de sus propios rugidos, la bestialidad con que tragan, con que rasgan, muerden, salivan hasta que la última gota de salsa deje de lubricar el cerdo o la res –o cualquier otro tipo de carne que haya puesto ella ¿para sus deleites?