jueves, 26 de enero de 2012

MI MUJER QUE NO



Hay mujeres que no, que nunca. Algunas son conocidas o al menos las vemos pasar por la calle y sentimos la densidad de su pelo, el brillo de la saliva sobre sus labios, la imaginación que sus senos recrea en nuestras manos, el deseo que sus glúteos hinchan en nuestra entrepierna. Son mujeres carnales, hijas del tiempo, del hoy tangible, de la posibilidad –aunque jamás llegue a concretarse.
Pero hay otras que están lejos de nuestro alcance porque las conocimos por medio de una fotografía o son parte de una ficción, como la Inés de Beatus Ille; o es alguna actriz -y más si ésta ya no es aquella jovencita que hacía memorable una mala película o peor aún, ya ha fallecido.
En mi vida he padecido todos los tipos de imposibilidad, pero el que ahora me golpea con más furia es el archivo de Audrey Hepburn. Cada vez que veo una botella de champagne me imagino su cuello, rutilante como sus ojos, suave como sus labios que apenas si tocan el líquido que burbujea como aquellos vestidos que usaba en Sabrina o Romance al atardecer de Billy Wilder.
Audrey es para mí la elegancia –en sus múltiples formas– y la inocencia –muchas veces fingida- hecha sexualidad. Porque ella es para mí todas aquellas que representó en pantalla. Su rostro son los rostros de Sabrina, Holly o Ariane, etc…. Y el mío…, vaya, no es ni el de Gary Cooper o Cary Grant. Ni playboy ni millonario, un simple caldufo rupestre, y por ello el motivo que la vea y me encienda del inútil modo que suelo, pues me sé sin garbo y medio animal.
Al principio de mi enamoramiento pensé que podría poseerla en mi imaginación, ¿quién va impedirme que la desnude y la haga mía?; pero entonces, sentados o recargados en el filo de una puerta se me empezaron a aparecer o Gary Cooper o Cary Grant o Humphrey Bogart con el habitual peinado impecable y el smoking que sólo ellos podrían lucir; sosteniendo en una mano un vaso de whisky y en la boca un puro que eleva su humareda sobre sus ojos, esos ojos casi evanescentes, sinceros en su cinismo; mirándome sin verme, divertidos en mis pretensiones, que acompañan con el juicio silencioso del movimiento negativo –casi imperceptible- de sus cabezas; indicándome que no es ése mi mundo ni mi chica, que es una cita que jamás se llegará siquiera a formular.
Y es inútil, por más que he intentado avanzar hacia ellos, correr, entrar a la casa y buscar a Audrey… Me da miedo, no de ellos sino de constatar en carne propia lo que ya me anticipaban. 
       Lo he intentado, pero al final, siempre el mismo resultado: me subo los calzones decepcionado; aunque aún ardiente en medio de la impotencia y del frío de ese pasillo largo y obscuro por donde el rostro de Audrey jamás ha aparecido en todos estos años que lo he esperado. 
          Y ahora me encuentro soñando –en un instante de ceguera o deseo– que quizá hoy sí tenga sentido estar medio desnudo al inicio del invierno.

miércoles, 18 de enero de 2012

LA MÁS TIERNA DE LAS PUTAS



Me gustaría tocar un instrumento, moldearme a través de él. Necesito expresarme de otra forma, encontrar algo que me designe y me resigne a ser por una vez por todas, encontrar lo verdadero en mí, lo que incluso yo pueda aceptar sin reparos.
Por ello esta necesidad o necedad de ser o estar confinado en unos acordes, de expresarme en la volubilidad del tiempo y del espacio inasibles de la música.
Encontrar un rostro que me quede, el que tanto he buscado. Surgiendo en el instante, en cada uno de ellos. El que no está en una fotografía, que no puede grabarse en piedra porque no es, sólo sucede.
Hoy que estoy azul necesito una trompeta y un bar y un motivo para este llanto que cae en la hondura del whisky que no termino de probar, porque a veces el dolor llega sin atizarlo; y el rostro que se dibuja en el alcohol, no es el mío, no puede serlo porque mi tristeza y mis derrotas son interiores, ni yo mismo sé en qué parte me he quedado encerrado, viudo, sangrando una mujer que no fue y sin embargo esta adherida a mí como una costra sin herida y sin  posibilidad de cicatrizarse.
Pero no recuerdo, no puedo hacerlo, porque no fue forjada en las palabras ni en el silencio, fue hecha con eso que queda flotando un instante en el aire: la música; la más tierna de las putas; que hoy, con un lentoviolento de trompeta, la ha traído a mí, encerrándome en espinas o deseo, enclavándome en su aliento, en su boca de notas rojas, en sus ojos de oro vivo, encarnados en esta soledad que acaricia mi garganta y la forma del gemido que no es piedad y sin embargo, me sostiene y me conmueve por toda la invalidez y desamparo de su belleza.

miércoles, 11 de enero de 2012

El azar y Mint Parker



Tendría que hablar de su trayectoria, de sus siete nominaciones y sus tres premios Graffiti, del disco Badaboom!! -que acabo de terminar de escuchar; de su próximo concierto el once de enero a las diez de la noche en el Imperial de la condesa; y que el disco se puede descargar gratis en mintparker.bandcamp.com. Pero lo cierto que toda esa información es apabullante, no puedo manejarla por la sencilla razón de que mi encuentro con Mint Parker se dio de una manera muy distinta.
Para comenzar, la tranquilidad estaba en la bebida, en el aire y en la amistad remunerada y multiplicada por la compañía de mis amigos. Todo usual, pero por algo el centro es mi lugar preferido, allí he padecido la mayoría de los milagros y esa noche, cuando sólo esperaba los labios del alcohol sobre mis sentidos, estos se negaron a su boca.
Primero fue la vista, que quizá es el único sentido que aguza el alcohol. Ella charlaba en la barra con una amiga   –las dos uruguayas. Nada fuera de lo normal: dos chicas hermosas que platicaban armonizando y dando más lustre a una peda que terminaría en ese mismo tenor –pero esa es otra historia.
Lo segundo, que me fue obligando a volver a mi cuerpo, fue la curiosidad. El amplificador, el bajo, la guitarra, todo frente a mí. Estaba escéptico. Me he llevado muchas decepciones en la vida y pensé que ésta sería una más, pero, como soy un maldito criticón de mierda, quería escuchar, al menos, la primera canción. Además, como dije, la chica era hermosa y con acento extranjero –uno de mis fetiches preferidos.
Lo primero fue el bajo, siempre lo he imaginado pesado, como un gordo subiendo una colina, pero marcando el ritmo, dirigiendo desde su austeridad de cuerdas a los demás instrumentos. Sabiendo que la amistad es una buena charla -en este caso con la voz y la guitarra.
¡Ay, La guitarra!, esa puberta que siempre se mueve con apuro, hasta en su lentitud parece desbocarse, querer robar escena, pero en esta ocasión fue el gordo blanco –domado por Guille Castillo–, quien le obligó a ser una brisa y a sostener su peso, acoplándose a él y por momentos ser cargada como quinceañera por el ritmo que le dictaba.
La voz tenía la soltura y la intimidad de un patio, de una borrachera que iba calentando los sentidos, pero no los apagaba, los mantenía, como decía Quevedo: en amoroso fuego todo ardiendo. Los instrumentos también crepitaban armoniosamente en esa voz que era un pequeño río, haciendo surgir con cada nota, con cada palabra ese cuerpo y ese rostro hecho por la alegría –aun hablando de cosas tristes- de la música.
Entonces, entré en el secreto, en el pudor de la epifanía que nunca revela, sólo sugiere, en el breve milagro que fue Mint Parker; que de íntima se volvió clara y de clara fue una fiesta o una mujer en continuo hacerse en y por el río, el jardín y la plaza de su voz; abriendo una ventana y una puerta que quizá no existieron más que esa noche en una calle del centro, pues los milagros no son cosa de todos los días.
Al menos -como la flor en la mano del poeta inglés al regresar del paraíso- me queda su disco para constatar la veracidad de ese tiempo y espacio perdidos; y poder seguir abriendo algunas esquinas o bares o noches del azar; quizá sin lo fortuito del milagro, pero aún con la fuerza rítmica de un surtidor y un jardín que no cesa de prodigarse ante mí.
Pues la música es una creación instantánea, un rostro que se va conociendo tan rápida o lentamente como se vaya fraguando; para después, quizá, quedar flotando en la memoria, como ese verso de Borges que sólo después de que acabó de cantar Mint Parker supe que la definía, pero también a la noche misma y sus milagros, y que tal vez sólo tenga sentido para mí: la intimidad de tu frente clara como una fiesta.


















lunes, 9 de enero de 2012

Sin pantalón, sin pudor… ¿sin opresión?



Joselo Gómez

En una generación que, gracias al imperante dominio de los medios tecnológicos de información, ha desarrollado significativas capacidades para lo visual y para lo plástico, las propuestas artísticas pueden ser recibidas con relativa facilidad. Las redes sociales como Facebook, y los medios como internet difunden propuestas interesantes de colectivos surgidos en las grandes metrópolis culturales de Occidente que, al llegar a nuestro país, vuelven controversial el modo en que percibimos la dinámica cultural de nuestro mundo.
El hecho es uno, pero sus lecturas pueden ser muy diversas. El colectivo Improve Everywhere de la ciudad de Nueva York se dedica a organizar “misiones, escenarios que creen caos y diversión en espacios públicos”. El colectivo tiene un buen número de seguidores en las principales ciudades del mundo y sus “misiones” son ciertamente caóticas, divertidas y disparan todo género de opiniones.  Estos “escenarios” pueden encasillarse en la categoría del performance y responder, hasta cierto punto, a una finalidad estética que el mismo colectivo define como “divertir y entretener” al público.
En esta ocasión se trataba de hacer un viaje en el Metro vistiendo ropa interior, cuando menos sin pantalones. Nuestra capital recibió también la información, y un buen contingente de jóvenes acudió: las cifras no son oficiales, pero se habla de medio millar de participantes. Las réplicas, los disgustos, el asombro y también la no muy legítima aprobación no se hicieron esperar. En un país  como el nuestro, un hecho que debería ocupar unas  líneas y tal vez una fotografía de la sección local, quizá hasta cultural de un periódico se convierte en un escándalo en las redes sociales, y seguramente también en los grandes medios de comunicación, en cuanto las televisoras vean lo redituable de la “noticia”. Un hecho como éste perdería su carácter noticioso si recordáramos los antecedentes casi  inmediatos y mucho más radicales de los desnudos de Spencer Tunick en el Zócalo, o bien, la duradera manifestación de los 400 pueblos en el Monumento a la Madre; además este es el décimo año que Improve Everywhere organiza este “happening”.
Más allá del carácter noticioso de este fenómeno, debería preocupar el contenido de la opinión que genera. En fuentes serias como la página de la revista Proceso, uno de los comentarios dice: “Que se los bajen del metro y que, se los metan en la carcel por pornográficos! A las muchacha no! [sic]. En la del periódico El Universal, que tiene muchas más consultas, hay comentarios serios y bien escritos, que toman el fenómeno con más distancia; pero también se pueden leer aquellos donde se expresa la violencia hacia ciertos sectores sociales, principalmente mujeres y homosexuales:
Y por supuesto, los putitos no se hicieron del rogar para exhibirse y deschongarse como les gusta. Haz patria mata a un puto...

puros hombres guacala y las fotos de las mujeres que..................... [sic]

sirvio para que se colaran marimachas y gay que tristeza  [sic]
Los comentarios son reflejo de la enorme cantidad de prejuicios que siguen pesando sobre colectividad mexicana, todos los cuales generan intolerancia y violencia. Y aun así, más allá de las posturas de los comentaristas, preocupa la intención de los receptores de la información, condicionada desde su emisión. Los medios electrónicos tienden a vender información a través de las imágenes, expertos como los de Yahoo! conocen bien las formas más efectivas para difundir información como son las fotogalerías, pues cada click genera ganancias. La mayor parte del público no opina sobre el evento en sí y mucho menos sobre lo que significa; es muy probable que muchos visitantes de los sitios ni siquiera lean las notas: ven las fotos y comentan sobre a quién se cogerían (este es el lenguaje que usan), sobre quién está mejor, etc. Si los comentarios vinieran de una percepción de la noticia como algo lúdico o poco serio, tal vez podrían entenderse. Lo que no se entiende es la indignación de la gente que apuesta por los buenos principios y repudia el acto, ya no por lo que representa moralmente, sino porque los fotografiados “están feos, gordos o seguramente son homosexuales “, mientras que las fotografiadas recibieron comentarios que van desde un “mami”, hasta un “puta”, pasando por el inteligentísimo “por eso las violan”. Punto y aparte requeriría hablar de cómo se manifiestan los “defensores de la decencia”, los “elitistas” que califican a los participantes de “indios, ninis o nacos”.
La ignorancia y los prejuicios expresados son el reflejo inmediato de un pueblo ignorante y enajenado con información de muy poca relevancia, pero con un gran valor de cambio.   
Y así como los medios ven mercancía en la información, también los movimientos artísticos pueden cuestionarse en este mismo renglón: ¿cuántos de los participantes estaban seguros de lo que querían expresar quitándose la ropa? ¿Cuántos lo hicieron con auténtica convicción estética o ideológica? ¿Hasta qué punto este tipo de manifestaciones son la expresión de un arte hecho sólo para divertir y entretener, con cierta irreverencia, pero sin ningún compromiso social y sin poner en crisis los límites de lo permitido? La organización, hasta cierto punto restringida, del evento puede revelar un carácter contracultural; sin embargo, su superficialidad, su pronta dilución y la velocidad con que su realización dará enormes ganancias a las compañías de medios informativos podría  decirnos que algunas manifestaciones cumplen con los requisitos del arte “subversivo” de la Posmodernidad: irreverencia, falta de compromiso social y cultural, intrascendencia, y fácil mercantilización, como todo producto "pop". Sólo cabrá preguntar si, de verdad, recorrer unas cuantas estaciones del Metro en calzoncillos es una experiencia liberadora o es tan sólo un desmadre chido que recordaremos cuando lleguemos temprano a la oficina con la corbata impecablemente planchada.    

  Joselo Gómez nació en el DF, en 1984. Desde niño ha sido aficionado a la lectura. Ha cursado e impartido algunos talleres literarios. Estudió la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas por la UNAM y participado en varios eventos literarios, así como en diversas publicaciones independientes. En 2010 recibió Mención Honorífica por su participación en el Concurso 41 de la Revista Punto de Partida. Actualmente se desempeña como profesor de Literatura, estudia la maestría en Letras en la UNAM y es traductor y editor de textos.

jueves, 5 de enero de 2012

MI ENCUENTRO CON CHET BAKER



La hora, imprecisa; la precisión la marcaron otras circunstancias que no podría definir y que no importan, más que dos: mi gusto por el jazz y por Baker. El lugar es prescindible. Así que mi primer asidero para narrar mi encuentro será su música.
Como tantas otras veces lo escuchaba: su voz tenía pegado el polvo del vinil y su trompeta seguía igual de frágil y aguda. Pero había algo diferente, una incredulidad ante la vida, una ironía que hacían de “I’m a fool to want you” o “Almost blue” algo difícil de escuchar.
Vacío, no en el sentido de la interpretación, sino por ella. Esa vacuidad llenaba las notas, la garganta de Chet y mi oído; obligándome en silencio a rogarle que callara, que no siguiera matándose ni matándome de esa forma.
Oírlo fue como tener anestesiados los sentidos; no creer, ni en el futuro ni en la vida misma. Era como si nada valiera la pena. Ni el suicidio era una salida posible, porque la muerte carecía de tragedia y por ende, de catarsis. Lo que sentía al escucharlo era un deseo de olvido sin esperanza de hallarlo. De ese modo –sólo ahora, al escribirlo, lo entiendo– se alzaba hacia mí su sonrisa al final de nuestro encuentro.
Al principio dudé. No podía verlo por el humo, pero bastó el inicio de "My funny Valentine" para saber que era su trompeta. Cantó algunas más. No llegué desde el inicio. El lugar estaba a punto de caerse. La gente se amontonaba. Algunos querían subir al escenario. Él calló. Encendió un cigarrillo y pidió –quizá– silencio. Hizo una mueca, tal vez movió su cabeza negativamente. El micrófono dejaba saber que estaba guardando su instrumento en el estuche. Fue todo.
No lo había visto aún, pero sabía que era él. La gente seguía amontonándose. Nadie le tomó atención cuando dejó el escenario. Miré el reloj. Las manecillas se habían detenido. No supe qué hora era.
Como pude alcancé la salida y rodeé el lugar. Por tantas películas que había visto supuse que saldría por la puerta de atrás. Sabía que era drogadicto, ¿quién no lo era en esa época?, ¿quién podía soportar así como si nada, noche tras noche, un lugar completamente atestado de ruido? ¿Quién puede vivir consigo mismo siendo un genio, un virtuoso de la música? Alguien como Chet debe de vivir fuera de sí, del mundo para ser, para poder existir y aguantar su rostro en la mañana. La droga era un mal necesario, su dosis de realidad ante la locura del talento y la angustia de su entorno que lo iba minando.
Por fin llegué al callejón, a la salida trasera. Como en las películas, había una pequeña placa arriba de la puerta que decía Exit y en los dos muros de la calleja botes de aluminio atestados de basura. Sólo había un farol que prendía y apagaba. De las coladeras subía una especie de tufo grisáseo. Salió. Se detuvo en la escalerilla; dejó el estuche en el suelo y sus manos subieron las solapas de su sacó. No sentí el frío hasta que lo vi en su cuerpo. Allí me percaté que todo estaba en blanco y negro, me sentía dentro de un film noir. La explicación era sencilla: la noche y la falta de luz.
Volvió a tomar el estuche y se dirigió con la vista puesta en el suelo hacia donde yo me encontraba. Lo vi tan desvalido; apretaba férreamente la manija del estuche como si la trompeta fuera el único soporte que tuviera con la vida y con sus manos.
Pasó sin verme o quizá no vi que me miraba o simplemente no me prestó atención. Se paró delante de mí y encendió un cigarrillo. Quería hablarle, decirle: ¡ey, Chet!, eres único. Ellos no te valoran, no saben. Eres grande Chet. Pero tampoco soy un lameculos.
Nada dije. Caminaba muy despacio y lo seguí. Se detuvo; –sin verme– sacó la cajetilla de cigarrillos y estiró su brazo hacia un costado. Tomé uno y lo guardé en el saco que llevaba. Le dije gracias, pero su rostro borró mis palabras. Estaba muy viejo, tendría quizá ochenta años, el pelo, que le llegaba por debajo de la nuca, totalmente blanco y grasiento.
   Siguió avanzando y no podía dejar de caminar a su lado. ¡Ey amigo! –me dijo, aunque no sé si estoy traduciendo con exactitud sus palabras–, ¿qué quieres? –Nos miramos, le pregunté si era Chet Baker. –Volteó y encendió otro cigarrillo…
    -Te he escuchado Chet. Estaba allí. Eres un genio. –Me sorprende que con tanto ruido escucharas algo ­–soltó al fin el humo–; ni yo podía oírme. –Me quedé callado. Dudé de lo que pasaba. Ciertamente el ruido me hubiera hecho imposible escucharlo, pero claramente era su trompeta y su voz.
    Siguió caminando y le hizo la parada a un autobús. Me miró, dijo –sardónicamente– si quería un autógrafo antes de que subiera. El cigarrillo cayó de su boca. Me sonrió burlonamente y era su misma dentadura podrida… Se quedó callado algunos segundos y después, sin mirarme, tratando de asir un pasado que casi fue suyo: –Me hubieras escuchado antes. Cuando era joven, en el cincuenta y dos, me escuchó Bird y le gustó. Hubiera podido tocar con él, muchacho. Quizá hubiera merecido un autógrafo.
     Subió y el autobús arrancó. No volteó por la ventanilla. Se marchó sin más. Hacía frío. Y yo seguía escuchando a Baker mientras apretaba el cigarrillo entre mi mano