domingo, 22 de diciembre de 2013

EMPIEZA LA NOCHE



Empieza a caer la noche en esta mesa improvisada por culpa de los cientos, quizá miles de libros que he ido comprando a lo largo de mi vida y que han ido corroyendo las paredes, el piso, la verdadera mesa del comedor, el pasillo, hasta invadir cada resquicio de mi vida, de mis deseos y mis sueños.

Miro la vida a través de ellos, por ejemplo, puedo ver cómo se difuminan los colores sobre la mesa o escuchar el aullido de las sombras apaciguadas de la noche. Noto cómo me maldice, cómo tiemblan los tubitos de sus patas; me transmite su temor ante tanto libro que quiere caer sobre ella. Pero incluso así, se sigue defendiendo de las letras, es una plaza terminada a medias y a medio tomar. En una de sus esquinas humea, como un faro en medio de la obscuridad, la taza de café; vigila y nubla entre sus brumas algunos cantos apilados más allá de sus territorios: Balzac, Girard, Fernández Santos, Marsé, José María Benitez, Antonio Muñoz Molina.

Tal parece noche de pobrezas y desesperados, de memorias que quieren abrir mi cerebro para habitar mi propio presente, clausurar mi alegría con historias que no pedí y hieren demasiado. Me defiendo engarfiando mis manos a la taza. Siento que de un momento putas, huérfanos, desesperados, borrachos, literatos frustrados saltarán hacia la mesa y de allí a mis manos, para luego raspar, hendir mis ojos, hundirse para siempre en ellos… Pero no, el laberinto de la mesa y el minotauro del café los mantienen a raya, doy un sorbo, luego otro, mi vida se centra en los rituales del insomnio.

Aún no se hace patente la vigilia forzada en mi cuerpo, es muy temprano, todavía no me arrepiento de la cafeína que sigue fluyendo colina abajo de mi garganta. Las manecillas siguen amortiguadas por el ruido de la calle, por el domingo que empieza, imperceptiblemente, a enfriarse detrás de las ventanas. Lentamente la calle se va desocupando, apenas un taconazo deja de escucharse o un pedazo de sombra se amotina en una esquina perdiendo su individualidad, esa curva de silueta ahora es un amasijo, un ángulo de noche que nadie extraña porque aún hay demasiado bullicio para poner atención a las cosas nimias, a la delicada pobreza del mundo. El reposo sigue estando lejos, a muchas horas, años de distancia; el reposo es un deseo que nunca se conquista.

Todo avanza tan despacio que parecería que el trajín nunca desaparecerá; pero el exilio será inevitable. Si tuviera el don de adelantar las horas, por ejemplo, pienso en las once de la noche, me encontraría con una calle enferma, con algún borracho que inicia su ritual de arrepentimientos al presentir el lunes arañándole el rostro, los ojos, que de pronto le hieren el futuro, la semana que es tan larga, el trabajo que aún ni empieza y ya el hambre en el estómago lo pone de rodillas; o quizá, imagino, unos amantes reventados de amor sobre la espalda de alguna pared desconchada, bajo el ojo apagado de algún poste de luz sin resignarse a desaparecer, a dejar mutilado el goce, pero es tarde; mañana inicia ella su trabajo de vacaciones y él, bueno, seguirá construyendo la utopía de la revolución.

En mi reloj son las siete de la noche y la gente, afuera, hace círculo al carrito de los elotes o entra en la panadería o a la tienda; estas horas siempre se consagran a los pequeños excesos. Hay un vestigio de panna cotta a la deriva de la mesa, la mermelada de frutos rojos sobre ella se desliza imperceptiblemente, negra, viscosa, ha perdido el carácter, ha envejecido y empieza a caer, todo cae.

La ilusión de que las cosas permanecen iguales a como las recordamos dura tan sólo un momento; las horas y la propia imaginación tiran a la borda el pasado, feliz o infeliz. El tiempo siempre se viene abajo, cae sobre nosotros de a poquito y cuando es demasiado tarde estamos ahogados en él, dentro de sus párpados apretados.

Pero es muy pronto. Aún escucho la vivacidad de los motores de los autos, el vuelo de los aviones parece atronar en los cimientos de la casa; en medio de la calle los niños aún corren detrás de la pelota que empieza a desaparecer poco a poco delante de sus ojos, la  obscuridad y los gritos de las madres empiezan a imponerse.

En la tele pasa una serie policiaca, dos se besan en la cama, es más tarde allí, quizá ya es medianoche. No hay ruidos, ni siquiera se escuchan los chasquidos de saliva o el susurro de ese reclamo que sólo es perceptible por las muecas de los cuerpos. En dos minutos todo se viene abajo, él hace un vago intento de apretarle los senos y los dedos de sus manos se colapsan en el colchón y allí se quedan, hastiados quizá o rotos o arrepentidos; los pezones de ella siguen erguidos o quizá sólo me gusta pensar que así los tiene, casi morados, con toda la sangre de la vida condensada en ellos. La toma de la cámara desde lo alto empieza a bajar; y apretadas y estiradas, las falanges de unos pies femeninos odian la orfandad que le encaja la luz de la calle que se cuela entre las cobijas desarregladas por medio de la cortina mal cerrada del marco derecho de la ventana. Qué frágil es la desnudez del dedo gordo del pie derecho… Después, todo queda en la obscuridad de los pliegues de las cobijas y ya no hay más luz, le cambio de canal.

Ahora aparecen las estrías de unas telas, profundas, muy profundas; miro las que forma la sudadera sobre mi vientre, azules y largas, pero todas caen hacia abajo, como un lento oleaje, como ese poema de Manrique o algunos versos de Caeiro ¿o era Álvaro de Campos?, no sé, el que escribía de las gaviotas como si se tratase de un horizonte lento, como una frontera antes del silencio, de la noche, del sueño, del monstruo.

Pero es muy temprano, aún la caída no termina de sentirse para escribir desde su fondo; todavía estoy deslizándome por su espalda, desciendo y me gusta el tacto cada vez más fino, más callado de las cosas en la negrura; sigo bajando y el tiempo se va diluyendo, se me escapa, de pronto el frío llega, mudo se instala en todos mis huesos.

Sigo bajando, ya no hay café, y la panna cotta me causa náuseas y se me han acabado las ganas de escribir y aún faltan unas horas para que llegue el insomnio y caiga por  completo la noche y empiece a sentir la incomodidad de tener un cuerpo que no sabe vaciarse de sí mismo.

jueves, 5 de diciembre de 2013

PAZ A PIE DE GUERRA



El 17 de abril de 1902 nace el que para mí es el último humanista de México a la manera en que lo fue Alfonso Reyes. Es un escritor que creía que la cultura era no sólo el patrimonio principal de todos los pueblos, sino la manera de ser mejores, de unir a las diferentes naciones del mundo. Su actividad diplomática como su labor literaria estaban a favor del hombre, en pro de una fraternidad universal.  

Jaime Torres Bodet es la concreción tangible del hombre de letras, en él el oficio diplomático es la escritura llevada a la acción, una es el reflejo de la otra, ambas conforman su unidad.

       Lo que buscaba con estos oficios era poner a México en el mapa mundial, traer lo universal a lo nacional, abrir las fronteras; ampliar la sensibilidad artística, el horizonte de sus propias experiencias y, del mismo modo, llevar al mundo el pensamiento y el arte nacionales. Integrarlo, sí, pero sin perder su individualidad.

Octavio Paz en una conferencia que dio llamada: “Poeta secreto y hombre Público: Jaime Torres Bodet”; escribe que: “Torres Bodet no fue realmente un intelectual sino un funcionario”. Y yo no puedo estar más en desacuerdo, porque no hay nada más alejado de la realidad; su obra misma, que es enorme, es un testimonio amoroso hacia la literatura. Por ello necesito escribir estas palabras, necesito quitarme el mal sabor de boca.

En primera, esta ponencia ¿magistral?, inaugural –ciertamente– que dio en el Colegio de México el 23 de Marzo de 1992 en el marco del Congreso Internacional.  Los Contemporáneos. Homenaje a Jaime Torres Bodet, me parece una canallada contra un escritor que ya no se pudo defender –me disculpo, sé que Paz también está muerto, pero yo, seguramente, jugaba a las canicas por esos años y no conocía la existencia de la crítica literaria, así que disculparán; además, no creo que el premio nobel, si viviera, leería tan humilde blog– ; en segunda, y ya entrando en materia, la primera parte de su escrito es un homenaje, sí, pero a su propia figura, ya que narra sus primeros años de poeta, y cuenta la manera en que el ya maduro Torres Bodet aplaudía y reconocía sus primeros balbuceos literarios. Al menos, Octavio –y no demerito para nada su calidad como poeta pues ésta es incuestionable- reconoce la bondad de don Jaime con todos aquellos jóvenes que se le acercaban pidiendo su opinión.

En el ensayo, después de hacer homenaje y monumento de él mismo, y cuando al fin se digna a hablar de Torres Bodet, dice: “Nada en los ensayos y relatos de Torres Bodet tiene la perfección e intensidad de “Dédalo y de algunos de sus sonetos”. Perdonen ustedes, pero no creo que en catorce poemarios, seis libros de narrativa y otros tantos de ensayos literarios no haya nada que iguale la perfección del poema citado por Paz; además, ¿cuáles sonetos son los que cruzan por su mente? Escribió tantos que al menos pudo decir el título de alguno, incluso hay un poemario que se llama así, Sonetos. Por si fuera poco, en lo anterior citado, menciona únicamente relatos y ensayos, pero acaso ¿no está opinando sobre poemas?, ¿para qué meter la narrativa?, ¿por qué no hablar entonces de sus poemarios?, ¿se le olvidaron o simplemente no quiso mencionarlos? Lo hizo ¿como una manera de restarles importancia? Pero vaya, para poner a consideración del lector la faceta de poeta, citaré únicamente dos poemas de Torres Bodet, el primero del libro Poemas, 1924:



LA COLMENA

Colmena de la tarde, diálogo del vergel:

La palabra es abeja pero el silencio es miel.



En el poema anterior vemos no sólo la asimilación que hizo de Tablada –más palpable, sin lugar a dudas, en Biombo–, sino la del propio Ezra Pound y su poesía pura. Fíjese el lector en la armonía, condensación y fusión del cromatismo y de los cinco sentidos en el paradigma léxico: colmena, vergel, abeja, miel; en los contrastes entre comunidad e individuo o colmena y abeja; entre diálogo y silencio. El escritor no sólo ejemplifica la poética que expone, también la trasciende. La palabra y sus trabajos, su arquitectura, después el silencio, el reposo, el disfrute callado del verso hecho, de la poesía sentida



El segundo pertenece a Destierro,  1930



SALMO

II



¿Hasta cuándo he de ver cerrados todos los oídos del bosque

sobre las gargantas que abre el naufragio de una piedra en el río?



Por adivinar lo que imploran, en ese grito confuso,

mi corazón limpiaría  la selva entera de pájaros

y gota a gota, en la estrella, escucharía endurecerse la luz…



Mujeres de palabras íntimas

y de tobillos  pulsados para un silencio de ajorcas

lo bendecirían.



Porque nació en esa vecindad de la música

en que la ausencia del viento dibuja el contorno mejor de la rosa

y la vejez de la lira sonríe a la juventud de la danza.



Pero el mástil no sabe nunca vencer el error de sus velas

y la cólera se resiste en poblarme,

el dolor se niega a exprimirme;

en la uva de los lagares dejo macerarse mi angustia

y que mis envidias fermenten con la levadura del pan.



Pues ¿cómo he de ver cerrados todos los poros del aire

sobre la interrogación de esta boca que no se resigna a su espejo?



¿Y hasta cuándo tengo de ser el jinete de este caballo nocturno,

extraviado, sin herraduras, en las encrucijadas funestas,

inmóvil, con el mensaje de un rey oxidándose en los clarines,

desnudo, bajo la lluvia, frente a las ruinas de una mujer atravesada de espectros?



¡Ay, sólo frente a las ruinas de una mujer atravesada de espectros!



De este segundo, prefiero que usted, lector, saque sus propias conclusiones.

Quizá, lo que haya en esa ponencia dictada en el COLMEX sea una incomprensión de Octavio Paz. No niego el amor que les profesaba a los Contemporáneos, pero creo que no hay una empatía con el escritor que describe. Lo que yo distingo en esas palabras es una confrontación de visiones, de modos de apreciar y de vivir el mundo, un no entendimiento por parte de Paz, como él mismo señala en Torres Bodet con respecto a la obra de Stendhal. O quizá se deba a que miró la espina ética y humana de don Jaime y la sintió ajena, imposible, inalcanzable, y por eso la envidia lo hizo revolcarse en tanto vituperio.

Por ejemplo, el afán de ascenso que señala en Torres Bodet con relación a sus juicios críticos sobre Stendhal no es, en nuestro homenajeado, una cuestión de escalar en las esferas de Poder, al contrario, es un afán de perfeccionamiento humano; lección, sí, muy bien aprendida de González Martínez y que el premio Nobel no sabe mirar o no quiso y por ello no entiende el alma de la estética de Bodet y de la propia vida que intenta desentrañar en su discurso, pues la  reduce a su propio horizonte, a sus ambiciones mismas, a la manera en que él se condujo a lo largo de su existencia.

 Dice Paz: “La vida y la obra de Torres Bodet son un capítulo de la larga y tormentosa historia de las relaciones entre el escritor y el poder.” ¿Qué escritor no se relaciona con el poder? Además, ¿no definirían más estas palabras a Paz que al ajusticiado? O, ¿acaso Paz nunca se relacionó con el poder? O cuando dice que el escritor de Cripta es descendiente de los grandes servidores del Estado absoluto o, un poco más adelante, que continúa la tradición de los grandes déspotas ilustrados, yo por momentos me pierdo, yo ya no sé de quién habla, tal parece una confesión velada del propio ponente, un sumergirse en su propio espejo.

Tal vez la clave de tantos desatinos se encuentre en la propia ponencia, dice Paz: “No fui realmente su amigo –nos separaban muchas cosas– y, además, debo confesarlo, en dos o tres ocasiones algunos equívocos empañaron nuestra relación.” Debo confesar que no conocí a Octavio Paz, pero, ¿no era rencoroso?, ¿no era vengativo? Sólo sé que a mí no me corresponde responder a estas preguntas.

Ahora bien, cuando cita de Torres Bodet las siguientes palabras: “me gustaría articular, al morir, la palabra quise…” A continuación Paz se centra en la acepción del verbo menos espiritual, el querer lo interpreta únicamente como un subir escalafones en el engranaje del poder, como un deber cumplido y no más; por qué únicamente el medro rodea los pensamientos del miembro de la generación del 15. Cito la respuesta que le encaja a Torres Bodet: “Lo consiguió: su vida fue un asenso en el que cada escalón subido fue un deber cumplido.” ¿eEn quién piensa?

Uno, ¿por qué no interpretar el verbo en el sentido de ejercer la voluntad humana?; dos, Torres Bodet al escribir esas palabras sobre la muerte lo que traza es el afán de mentar, de "querer" asir la palabra siempre fugitiva del deseo, que es, en últimos términos, un movimiento constante de creación y de muerte; palabra que en esencia es inalcanzable porque es el motor de la vida misma; necesaria no sólo para el amante sino también para el poeta, sobre todo para el poeta; el querer no se puede satisfacer porque es lo que mueve a todo ser humano, es la incertidumbre intrínseca a ella lo que nos obliga a actuar, mental y físicamente, a dar un paso hacia adelante; tres, ¿por qué Paz da por hecho que Torres Bodet fue más allá de la palabra “quise”, que la detuvo, que la llevó a su final, a su muerte, a su materialidad más brutal, a un mero peldaño de poder, del deber cumplido? No, no creo que sea así, el suicidio mismo de Jaime niega la propia aseveración de Paz.

Todo ello me hace preguntar: ¿acaso no hay bienes, querencias intangibles e incuantificables, sobre todo para el intelectual, para el artista? o ¿para el propio creador de Piedra de sol, no hubo nada más que un ansia de poder?; ¿por qué centrarse en ello?, ¿por qué buscar la paja en el ojo ajeno?; ¿por qué reducir al poeta, ensayista, cuentista de ese modo? La ponencia de Paz, al menos para mí, es más una venganza a destiempo que un sincero homenaje.

Pero no quiero terminar esta defensa sin citar la concepción de la crítica que tenía Torres Bodet, pues fue mi otro aliciente para escribir la entrada; dice don Jaime en la entrevista concedida a Emmanuel Carballo:

El crítico auténtico ansía la afirmación de una solidaridad de hombres libres, y busca (en los héroes del pasado) el estímulo indispensable para la construcción de un futuro cada vez más humano y de amplitud más universal[…] Sólo aquello capaz de expresar, a la vez, lo más profundo e intransferible de la persona humana, lo más genuino del pueblo a que pertenece y lo más general de la humanidad, ayuda en definitiva a la realización del hombre como persona, a la perduración del pueblo como fuerza política nacional y al progreso del género humano, como protagonista intrépido de la historia.