viernes, 25 de enero de 2013

MUJER BUSCA



Una amiga entra a un bar, se sienta en la barra y pide una cerveza. Observa el modo en que el barman va llenando su tarro, el chorro moja las paredes de cristal y de pronto quiere dejarse ahogar por esa sensación que se va acumulando en sus ojos. A sus costados dos tipos la miran, está obscuro. ¿Qué mujer iría a tomar allí?, se preguntan. Los dos empiezan a acicalarse, uno pasa su mano sobre su copete y el otro se desfaja un poco para no verse tan panzón. Ella no los mira, al menos al principio –tengo que creerle, es mi amiga y además es muy fuerte e iracunda, tengo miedo de lo que podría pasarme–, pues sigue pendiente de la cerveza que por fin deja su círculo etílico sobre la barra. La mira y ve su reflejo deformado, sonríe –quizá ni siquiera lo nota–. Toma un trago y sin deberla ni temerla un pequeño tufillo le recorre, pegajoso, la oreja, baja por la perla de su arete y empieza a ensuciar su cuello.
Uno de los dos ha lanzado los dados, pero ya lo decía Mallarmé, no se puede abolir el destino. Mi amiga lo barre en un segundo, da un nuevo trago y ante su insistencia le… –lo que le dice no puedo recordarlo, más bien no quiero decirlo, hay cierto vocabulario que me da pena repetir y además quién soy yo para quemarla–. El otro, al ver el gesto asqueado en aquella boca, deja de sumir la panza, se resigna del todo, prefiere dar un trago largo a su cerveza y con la mirada y con una pequeña curvatura en los labios burlarse del otro parroquiano a quedar en idénticas condiciones.
Siente la atmósfera espesa, sale completamente de sus cavilaciones. Mira a lo largo de la barra, es la única mujer y la densidad del ambiente se lo hace saber. De cuatro tragos termina su cerveza, con una servilletita se limpia los labios dejando una manchita roja y ámbar. Espera unos instantes para ver si a los dos tipos se les ofrece algo más. Nada, se tiene que aguantar las ganas de burlarse de ellos. Se aleja, en la entrada del lugar voltea hacia la barra. Ve sólo dos bultos, dos piedras inamovibles. Pensaba que necesitaba ese tipo de soledad. Ahora lo duda un poco, o quizá ni siquiera lo hace consciente, tal vez sólo su piel, al ponerse chinita pudo digerirlo. Los otros se quedan observando la servilleta abierta sobre la barra, el que fue bateado lentamente estira los dedos, aprieta el recuerdo y se lo quiere llevar a la boca pero se siente observado, la guarda en el bolsillo de su saco y se encierra completamente en su trago.
Camina –me gustaría imaginarla en tacones, que uno se le quiebra y los toma entre sus manos y camina descalza; pero sé que sería imposible, los tenis y la mezclilla son el uniforme de nuestro siglo–, está enojada, le hubiera gustado poseer esa desposesión que buscaba en el espejo del bar, en las sombras que iban quedando de su rostro y que esos dos pendejos le habían arrebatado –pero hay que comprenderlos, al menos yo lo hago, porque una barra te arranca el alma, te deja vacío; y una mujer, al menos el ensueño de poseerla, es quizá una de las pocas maneras de retornar a la vida, de romper el sortilegio de la pérdida, de ese agujero que lo devora todo–.
Entró con una herida y quería lamerla en soledad, rumearla, darle la vuelta, muy despacio, una y otra vez, regresar sobre sus pasos para invocar el derrumbe y la  tristeza, un amor, quizá; una muerte –precisa, quirúrgica, fría, inmerecida–, pero ahora, a la intemperie, la vida la reclama, la noche desdibuja su silueta y sólo tiene plena consciencia de su cuerpo y del tiempo por el viento de enero que la delinea y desenreda ese estambre conmovido que es ella, ese caos que a cada paso va encontrando su equilibro y las órbitas de su tránsito.
Ahora recuerda el bar, a los dos hombres, quisiera regresar y tomar otra cerveza, pendejearlos un poco más. Sonríe y piensa que es absurda la vida. ¿Es? Por fin su soledad se ha hecho a ella, no trata de maquillarla, al contrario, se siente orgullosa del destino que le tocó en suerte, porque así el tiempo cobra cierto significado. Ahora podría, si quisiera, llorar hacia afuera con el corazón en calma y beber largo y tendido.
         Palpa su cartera y siente dos fotos que la zarandean dulcemente y la depositan aún más a su esqueleto y a su sonrisa. Se decide a probar suerte en otro lugar, al fin la pila de su celular ha muerto y eso, al menos, evita una de las estupideces que no está dispuesta a volver a cometer

viernes, 18 de enero de 2013

CRÓNICAS DE BARES



Hace poco salí con mi amigo Pati… y sé lo asiduo que es a las barras o al menos no le causan ningún malestar. Para él lo importante es la dignidad del trago que se adquiere por medio de una buena conversación, por encima del lugar y otros “caprichos” que me cargo.

En la pulquería a la que acostumbramos ir no me siento tan incómodo si llego a sentarme en la barra, quizá se deba porque hay suficiente luz que maquille la soledad o por el número de señoritas que lo frecuentan y que no discriminan ni tomar de pie o en un banquito frente a los bigotes del pulquero. Como dice otro amigo: si toma contigo pulque y en ese tipo de lugares que acostumbras no la dejes ir.

Para mi desgracia el itinerario nunca se cumple, al menos como se le imagina. Íbamos con todo el hígado y los estómagos vacíos para no desairar al pulque cuando los planes se vinieron parcialmente abajo. El lugar, muy lleno –quizá estoy confundiendo el día y al amigo, tal vez ese día no tenía en mente ir a la pulcata, pero a veces el deseo de estar en otro lugar del que uno se encuentra llega demasiado tarde, a mí me llegó ahora, algunas semanas después, mientras escribo y revivo mis pasos sobre Regina– para intentar, ya no digamos encontrar asiento, sino un pequeño resquicio para tomar a lo soldado. Con tal que Pati… y yo nos miramos y sin decirlo sabíamos, aún con la alegría fácil, que nos encaminaríamos a las jarras de “al dos por uno”.

Todo iba bien, el calor se paliaba con el espejismo de la cerveza fría, pero al llegar la tormenta de arena de la sobrepoblación cayó encima de nosotros. Todo lleno, pero Pati… miró hacia la barra, su sonrisa se agrandó más de lo normal –y ya es decir– y en sus ojos el oasis se iba materializando. Como un sabueso que encuentra al fin su presa caminó decidido y contento hacia las honduras de aquel bar. Yo no podía, mi cuerpo se puso tieso unos momentos, sentía nudos en el cuello, el sudor de pronto helaba mi sien; además el lugar estaba muy obscuro, los bancos en que nos sentaríamos estaban situados frente del cajero y al lado del infiernillo de la cocina. El golpe de gracia lo daba la “música” que no permitía una charla fácil; y para colmo de males, todas las mujeres estaban aún más lejos que en ese poema de Tablada, que sin ser Regina la Quinta Avenida en New York estaban igual de lejos de mis ojos y para qué decir de mi vida.

Pero una promoción es difícil de abandonar, sobre todo si uno mismo la busca. Además, afuera el sol seguía escupiendo sus brasas, el adoquinado se partía en un sinfín de lucíferas lascas y sobre todo al palpar mis bolsillos me di cuenta que mi sed no era proporcional a aquellos famélicos bultos. No había posibilidad de huida, estaba condenado a sentarme en la barra y dejar detrás de mí la vida, esos felinos perfumes que iban arañándome la mente y la entrepierna a cada paso, tratando de detenerme, de volcarme en ellos, pero mi amigo en la vanguardia, al alzar su mano y levantas dos dedos hacia la barra, era como si gritara: denle paso al condenado, pasa el condenado. Al final sólo quedó sobre mí la losa de la malcriada cebada que me plantó definitivamente al banco.

La opresión llegó inmediatamente. No podía evitar a cada segundo mirar a todos lados, buscaba el espejismo de una mesa vacía, el rostro de un conocido que quizá no habíamos visto al entrar y pudiéramos sentarnos con él o con ella, pero más pronto de lo que pensé llegó cacheteándome la primera jarra.

La tensión no disminuía, el ahogo iba en aumento, Pati… me contaba no sé qué cosas. Le contestaba con monosílabos o rugidos porque mis ojos estaban puestos en las otras personas de la barra, cuando se iban yendo yo ni tardo ni perezoso le decía que nos recorriéramos porque estábamos al final, en la finisterre de la vida, que para mi mala suerte estaba situada verticalmente –vista desde la entrada del lugar–, por ello cada borracho que se paraba me acercaba más al retorno, a la luz que parecía un espejismo desde dentro de aquella caverna que poco a poco nos tornaba en meras sombras, en palabras desleídas, nonatas muchas de ellas. Por fin, después de algunas horas pude respirar un poco, tomar aire para después volverme a zambullir en esa fosa. Habíamos alcanzado los lindes de la civilización, ya distinguía algunos rostros, volvía a sentir aquellos perfumes que me habían arañado horas antes, paladeaba retazos de conversaciones y estábamos a punto de dar cuenta de la segunda jarra, quizá yo era el único contento con ello.

       Pero nada más fue verla seca que el miedo me invadió. Ya imaginaba a Pati… pidiendo otra promoción, pero no podía seguir allí, aunque habíamos alcanzado el principio de la barra seguíamos en ella, así que con el pretexto de que en otro bar la cerveza estaba mejor y que allí sí alcanzaríamos mesa, lo convencí, aunque en el fondo sabía exactamente los litros que perdíamos y me disculpo ahora por ello.

Nada más fue poner un pie fuera del lugar y sentí como si hubiera salido de una larga convalecencia, el viento desenredaba mi cabello, el olor de la carne frita en los comales de los puestos callejeros coqueteaba con mi nariz, las luces de los postes remarcaban la volubilidad y el movimiento de mi sombra, que como un cachorro mimado se dejaba acariciar por ellas. Gozaba de la firmeza de cada paso y miraba con orgullo mi perfil y sus ecos en las ventanas de los diferentes establecimientos por los que pasábamos.

Bajamos por Bolívar y allí estaba, con los párpados semiabiertos, sólo descubierto para aquellos iniciados que sabían mirar. Un paraíso obscuro y fresco resguardado por Orfeo se abría ante nosotros. La primera invitación fue la música rasgada por el sexo vocal de Robert Plant y por la lubricidad de los dedos de Page. Y allí, en medio de todo, como si estuviera arreglada para nosotros, una mesa vacía coqueteaba con nuestros ojos. Por fin estábamos en el centro de la vida. A derecha e izquierda había conversaciones, mujeres que sabíamos de antemano que se quedarían así, a la distancia, pero sabíamos que bastaba una palabra para tenerlo todo, porque ahora podíamos decirlo todo. El universo por fin se abría ante nosotros, formábamos parte de la sociedad, convivíamos a la par de cualquiera porque además no había una barra que separara a los unos de los otros.


viernes, 11 de enero de 2013

LA OBSCURIDAD DE LAS BARRAS



Cuando voy a una pulcata o a un bar, mezcalería, etc., pocas veces me siento en la barra. Aunque hay unas, muy pocas que me gustan. Probablemente porque conozco al cantinero y puedo hablar con él, aunque trato de evitar los temas sobre mujeres. La razón principal es que me siento incómodo en el papel de macho, no niego que soy un lujurioso pero no me gusta hablar de la mujer como si fuera mi mano. Ciertamente a veces por encajar en algún grupo se dicen cosas que no se creen realmente, afortunadamente son las pocas. Pero con un cantinero no puedo, prefiero hablar de futbol –que no conozco nada– o mentar madres contra el gobierno.

Detesto las barras porque allí se siente el ahogo de la soledad. Aquel que va directo a sentarse allí sabe que no hay posibilidad de engaño, no hay mentira que oculte la orfandad, el desamparo de la vida. Pues, es no sólo relegarse de los demás, es admitir el fracaso por encajar en un grupo, en el andamiaje social.

 Al pedir el primer trago de inmediato el mundo nos da la espalda o lo que es peor, uno mismo se la da. Acepta, con esa palabra tan simple que es, cantinero, quedar fuera de todo, hasta de sí mismo, pues el alcohol lo irá desdibujando, adormecerá sus sentidos hasta el punto de no distinguir ni la porosidad de la madera donde está su vaso ni la lisura de éste. Lo que busca al emborracharse es no sólo que su presencia física no sea sentida, él mismo desea no sentirse, dejar de tener consciencia de su estado de proscripto, desaparecer del todo para dejar atrás el rechazo, la fatalidad que día a día lo deja fuera de todo. Aunque ese consuelo –si así se le puede llamar– dura tan sólo un par de horas.

En una mesa, puedo aún sostener el engaño, pensar que soy parte de la conversación, podría palmear el hombro de alguien satisfecho de su ocurrencia, sostener una mirada cómplice o verme en esa mujer que acaba de entrar, creer que me guiñó el ojo invitándome a ser parte de ella, a embriagarme de felicidad.

Pero estar en una barra es estar en el reino de los borrachos por cuño, por genética. No hay más. El hombre social, el de la polis no tiene entrada en ese territorio que niega todo contacto físico, por más artificial que éste sea. Allí somos, si es que aún podemos serlo, sólo el reflejo de lo que el alcohol nos muestra, un perfil borroso, ambarino y turbio en el espejo de la cerveza o de lo que se esté tomando en ese momento –jamás un cocktail, nunca, pero nunca de los nuncas un cocktail.

Cuando voy con los amigos y me siento allí me pasa exactamente lo mismo. Quizá se deba a que las barras ya imponen una cierta disposición de ánimo, las bromas se hacen más obscuras, el silencio parece querer atar la gracia de las palabras. Sin saberlo, algo empieza a dispersarme, convirtiéndome en el ángulo más alejado de la alegría. Siento una necesidad de escape, de huida que curiosamente es la misma que me hizo llegar al bar y ocultarme de mí mismo en alguna barra y pedir el primer trago.

Lo peor es que sé que he sellado el pacto en el momento en que me sirven el vaso y deja éste su aro alcohólico en la madera larga y horizontal. Ésa es la rúbrica y no otra que indica que al menos por esas horas el mundo, y con ello yo, nos podemos ir al carajo.

Antes de sentarme o de que llegue el cantinero con mi trago, porque siempre hay un momento de reflexión, miro a mi alrededor, busco risas, pláticas, una boca, unos muslos, una cabellera larga que sea mi tabla de salvamento. Alargo esos instantes lo más que puedo, dilato el momento de sentarme buscando algo que me haga desandar mis pasos, aunque de antemano sé que no es posible porque la barra tiene algo de siniestro, algo que hace de los propios parroquianos parte del mobiliario o peor aún los hace execrables, tanto que los borrachos que están en mesas los ven con lástima o los ignoran del todo pensando para sus adentros que jamás estarán ellos allí, que el escarnio y la reprobación pública no los tocarán jamás a ellos.

 Pero es inútil, nadie llega a salvarnos; y el “triste, el desesperado” borracho queda atrapado en una especie de trampa. De repente se le quiebra la voluntad y las ganas de luchar; lame sus líquidas y espumosas cadenas y siente deslizarse por su garganta el agror recién comprado.

      El líquido remoja su barba, escurre por la manga de su camisa, deja su mancha, impalpable, húmeda, filtrándose por su piel, horadando sus huesos como aquel ruido de conversaciones que por más que lo intenta no puede acompasar, no tiene voz, las palabras se derrumban sin ruido, sin eco. Se sabe encerrado en una cárcel de carcajadas que diluyen su presencia, a sus propios gestos que son una rabia sorda que naufraga más y más con cada trago, hasta que al fin no se siente y paga sin saber cómo y se aleja sin percibir, al fin, una sola mirada sobre él, su misma sombra ha dejado de pertenecerle, camina solo y vacío, sin voluntad ni fe en el futuro.

sábado, 5 de enero de 2013

EL MEJOR CUENTO DEL MUNDO



Mi sueño inaugural de este año, después de que casi me ahogo por tragón en la cena de fin de año, fue sobre un cuento que había escrito, según con demasiados gerundios, aunque, en el sueño –y en la realidad– su uso está plenamente justificado.

Me acuerdo que estaba en una escuelucha enseñándoselo a un profesor, colega mío, mucho más grande que yo, pero también mucho más imbécil –no sé por qué le mostré mi cuento en primer lugar–. Después de lidiar con su primera reticencia a leerlo, al fin estiró sus brazos, más para no mancharse las mangas de su saco que para tomar las hojas que le ofrecía. Acto seguido, se subió con el índice los lentes y leyó el título,  arqueando la ceja izquierda y doblando el labio superior –lleno de un pelambre o una especie de bigotito que parecía más vello púbico que otra cosa–; y como si estuviera oliendo mierda sacó su pluma del bolsillo de su camisa y empezó a llenar de circulitos mi texto.

Minuciosamente encerró los gerundios con una tinta azul –odio la tinta azul–, y yo, en ese momento pensé en por qué chingados se lo había enseñado; en primera, me cae mal, además es un creído y un mal profesor, que de literatura sabe lo que yo de física cuántica. Además me cagan las personas soberbias, pero en fin, allí estaba mostrándole, quizá, el mejor cuento que había escrito hasta la fecha.

Aunque, pensándolo bien, yo era más imbécil que él, por qué si no, me justificaba por cada error que supuestamente encontraba o con cada uno de mis queridos gerundios. Le decía lo obvio:  que eran necesarios por el ritmo, que por la idea de musicalidad, porque el personaje principal estaba en un continuo movimiento y sólo el gerundio da esa idea de devenir, de presente –aunque era un sueño, todas esas razones son ciertas en la realidad común y corriente, pero ése no es el tema aquí.

Él me decía que le faltaba un verbo, porque eso era un verboide. Yo con la mirada le dije que lo sabía, que no me tenía que explicar la regla, digo, soy profesor de literatura y la conozco, y lo más importante como soy ARTISTA tengo todo el derecho de pasármela por el arco del triunfo. Claro que se lo dije de otro modo –tampoco sé por qué lo respetaba tanto–, con tal que después de que terminó de “corregir” mis errores, le pregunto: ¿y qué te pareció? Y para su respuesta: “tengo que leerlo de nuevo, porque está tan mal escrito que no entendí lo que querías decir…”

Se tiene que ser idiota para no comprender un cuento tan bien escrito. La verdad ya no recuerdo qué más dijo, estaba tan encabronado que cuando me dio mi texto sólo atiné a darle las gracias.

Después, por una extraña razón estaba en una pulcata, enseñándoles mi cuento a todo mundo y me decían que qué bien escribía, que si de verdad lo había escrito yo –pues quién más podría haber escrito una chingonería como ésa...

Aunque a decir verdad, por un momento llegué a dudar de que de verdad era mío. Con tal que me sacaron de mis divagaciones al preguntarme a qué se debían esos circulitos azules en todas las hojas, me quedé sin palabras y unas gotitas de sudor empezaron a llenar mi frente –yo lo achaqué a los ventiladores del lugar, no sé para qué los tienen si siempre están apagados–. Con tal que de buenas a primeras me dijeron que ese cuento no era mío, que entonces por qué tanto silencio y yo no sé por qué no podía abrir la boca, además el sudor no paraba y me hacía parecer nervioso. Lo que más me dolió fue cuando me tacharon de plagiario, puedo ser lo que sea, pero plagiario, no, nunca.

Cuando me lo devolvieron no podía creerlo, ya me valía madres si creían que era mío o no, pero lo preocupante fue que al volver a leerlo realmente era un mal cuento, digo, no era el que le había enseñado al docentillo.

Decía cosas como: coche rojo sangre; y un montón de lugares comunes que no pude haber escrito yo, porque dígame, ¿quién chingados puede escribir en un texto: coche rojo sangre? ¡Por dios!...

Con tal que llega un amigo y al preguntarme con la mirada por el cuento que traigo entre manos yo sólo atiné a  decirle que era de aquel maestrucho y nos empezamos a burlar oración por oración del cuento –la verdad me dio un poco de pena por él y por mí, digo, yo no podía haber escrito algo como eso o al menos no lo hubiera mostrado. Aunque eso confirmaba que el texto no era el que yo había escrito, el mío era realmente bueno, un cuentazo.

Y luego, después de la carcajada desaforada de mi amigo y las mías un poco más sutiles y amargas, aparecí en la cama con una mujer debajo de mí. Recuerdo que sonreía y yo le quitaba los lentes y sus manos morenas, mientras me agarraban el trasero, encontraron en las bolsas de mis pantalones el pinche cuentito. Lo único que se me ocurrió hacer fue negarlo todo, aunque no sé qué tenía que negar, con tal que se puso seria y al momento de subirle la blusa y de morderle los pezones, me desperté –como en la mayoría de los sueños–.

Tuve consciencia del colchón, del peso de mi respiración, pero faltaba algo, me sentía vacío, al mirar hacia mis piernas mi decepción fue mayúscula, no había erección matutina.

Mi único consuelo fue la certeza de que el cuento –el mío claro– era un cuentazo, quizá el mejor que cualquiera haya escrito, podría aparecer fácilmente en cualquier antología. La verdad no sé por qué el maestrete andaba circulando mis gerundios. Pero bueno, eso como sea pasa, finalmente a oídos sordos… Pero el evento de la mañana fue demasiado para mí, puedo superar un sueño, total, es sólo un sueño. Pero No hay nada más triste que unos pantalones de pijama sin una buena erección.