sábado, 29 de junio de 2013

CIUDAD DE MÉXICO



Ahora que el alcohol de las cerezas o frutos y hojas, todo, ya todo se ha secado y comienzan por escupir los fermentos del verano, ahora que solo, estoy solo. Sin temblores, únicamente frente al espejo mellado del crepúsculo: rostro vidrioso como el recuerdo de madrugadas con las solapas de la chamarra levantadas y el mentón cubriendo su cuello, y los brazos cruzados sobre un pecho partido y tiritante.

                  Avanza, posa su vaho quebrado sobre todo, el viento es apestado por su olor a penumbra y madrugada cansada. Los árboles recortan a duras penas sus frutos, el olor a pereza y desánimo va sembrándose en cada jardinera y ventana de la ciudad. Los charcos reflejan calles, avenidas, luces, edificios con su llanto de cabeza. Los piso sin darme cuenta hasta muy tarde, hasta sentir la ofensa del agua entrando en mis pies y en la bastilla mal bastillada de mis pantalones.

Sigo en el camino, coloco mi rostro sobre un traje que pende de la desnudez de algún aparador del Centro. No soy feo pero el traje me queda grande o será ese color al desnudo, al destinte que me mira malencarado desde su funda de vidrio, me observa como si quisiera saber lo que ni siquiera sé que sé; y sin pensarlo meto las manos en los bolsillos esperando el milagro del peso ciego sobre el tacto, del reconocimiento de algo que era mío y que de súbito me llenará el presente con una especie de tormenta que poliniza mi cerebro y se abre hacia otros tiempos, siempre, pero siempre mejores. Pero nada hay, sigo sin entender las preguntas que me lanzaron del otro lado del espejo.

Cargo con el desasosiego de mí mismo, de no saber qué responder y entonces me cierro, me clavo a mis bolsillos a cal y canto, cárcel de músculos abatidos, orfandad, miseria que me arranca los ojos y trato de ver, sin hacerlo realmente, el horizonte.

Camino y tan anestesiado me pone el ruido y la multitud que el plañido del hambre se confunde con los pitidos de los autos o los gritos de los vendedores. Voy hacia mi rostro y mis ojos se han quedado sin limosnas que dar, no hay goce, ni paz, ni dulzura en las suelas de mis zapatos..., quizá si fueran de otro color y la vida fuera y yo...

Muevo la cabeza para desperezarla, para sacarla de ese agujero donde me preocupo por el teñido del traje y no por lo gris que se ha puesto todo, yo mismo tan deslavado, tan siglo veintiuno. Cuánto a pasado desde que estoy lagañoso y despeinado despierto en estas pesadillas de cristales quebrados; paralíticos sueños, maderas y piedras de la fosa de mi cama.

El adoquinado bajo la lluvia se torna inconmovible. El agua saca el metal y el frío de cada piedra. Una metralla de faldas y muslos me hieren, herido avanzo por donceles, el corazón berrea entre mis manos, letra a letra busco sus nombres y sólo la onomatopeya del deseo gime acongojada dentro de mis pantalones rojos.

Rojo sobre gris en el albur y en el albor de mi siglo. Tengo treinta y un años en esta pesadilla, el cabello desleído y la suficiente edad para cambiarme el nombre o para al fin acomodarme al mío, edad de olvido, de palabras que antes me jugaban en la boca y ahora seco se ha quedado el jardín, y el columpio en su seriedad extraña las cosquillas que lo agitaban.     Herido y mojado me muevo medio cuadro por segundo, me muevo blanco y negro, blando en este río rojo que me contiene y me desahucia.



Siento cómo los músculos me abandonan, tan profundamente ha calado la bestia de la belleza en mí, tan segura, muslo a muslo ha hincado la lujuria en este descampado ambulante, bajo esta lluvia triste, ella misma tristísima, siento unas ganas inmensas por aliviar el hormiguero que lastima mi falo. Me lo rasco y la tormenta arde y más me rasco y siento en la sien la flor de sangre consumirme.

Sigo en donceles, los libros de viejo bajo la lluvia son como un café y una mujer que bebo desde la distancia. No entro, hoy me niego el placer de ser libre, hoy bajo el temblor timbálico y pánico de las campanas de catedral dejo que retumbe el deseo, que sigo rascanda y rascando esperando sacar del hoyo la soledad que me sepulta bajo sus templos.

Se abre la carne en un gris perla, espeso líquido de mí, de esta plaza llena de paraguas negros, aves enlutadas de primas y corredores entornados, de alientos, de prisas demasiadas para mi cuadro por segundo y para quebrar este espejo desvaído crepúsculo rojo pantalón humedecido de mí y tan suyo, de usted, sólo de usted.

sábado, 22 de junio de 2013

SOLEDAD ERA UN PUENTE


Quisiera hablar de la escritura, pero con qué cara, la verdad este año he descuidado el blog, ya ni siquiera le llamo, cariñosamente, Vagalia. Tantos ensayos, una ponencia por terminar, otras tantas cuartillas de la maestría para vacaciones, me han alejado de este oasis que es para mí, ir soltándoles la cuerda a las palabras, hilar pensamientos sin que estos queden perfectamente unidos unos a otros. ¿Y la literatura? Ha pasado a ser una urgencia de cada ida al baño, una bocanada de aire entre tanto análisis y crítica y teoría. Últimamente sueño con leer una novela sin otro afán que recrearme en ella, espero soñando.

Releer El Cid con relación a otras tres obras literarias del siglo XX es bastante satisfactorio, pero sea como sea no es lo mismo que agarrar a ciegas algún libro de mi biblioteca y entrar en la incógnita y en la súbita alegría que es leer algo que no esperaba, que me descarne la mazorca del esqueleto o que me encarne fieramente a éste. El misterio, el encuentro fortuito,  el agrado ante ciertos hallazgos que no se esperaban: una frase, una manera de mentar la muerte que yo no había leído o un modo de pensar totalmente nuevo o el encuentro de mis obsesiones tanto estéticas como temáticas; son algunas de mis alegrías cuando leo. La otra es el placer más sencillo, pero el más totalitario que el arte me puede dar: el escuchar o intuir una historia –si no es literario el encuentro artístico. El conocer un nuevo mundo, que es a fin de cuentas una expansión del mío.

La aventura es un juego, la literatura es precisamente eso, que a pesar de los años, a pesar del trabajo, de las horas muertas en el transporte público puedo sonreír ante el encuentro o por la mera suposición de encontrarme a la vuelta de página con lo inesperado, con el misterio que se revela o se empieza urdir en x o z obra literaria.

Leer, no es volver a la inocencia, el juego nunca es inocente, es seguir sorprendiéndonos por lo que nos rodea o por lo que llevamos en el pozo asqueroso de nuestro ser; porque la literatura revela, porque la literatura nos sangra, nos lleva a sentir brasa a brasa la sangre que arde en cada uno de nuestros músculos u órganos. Es saber que el esqueleto es frágil, pero también que puede trascender su debilidad, su dolor; o intuir –en el otro extremo– lo que es un cuerpo enfermo de insomnio; pero también es poder darle palabras a lo que sentimos, por ejemplo a los celos –sí, mi eterno Góngora–, o al amor, que cada vez es más difícil escribir o leer sobre él.

La literatura, lo único que no es, y que sí lo son, por ejemplo el cine y sobre todo la televisión o la música comercial, es ser indulgente. Si hay consuelo en ella se dará a través del autoconocimiento, pero también en el saber de alguien más que sintió o tuvo la sensibilidad de expresar lo que estamos viviendo en x o z obra.

La literatura aunque la mayoría de las veces sea un ejercicio en soledad, no lo es en absoluto, nunca estamos solos cuando leemos, porque los personajes, las experiencias que viven las empatamos con las que nosotros hemos sentido o hemos visto en nuestro entorno.

Una novela, un poema, un drama yerguen un diálogo, quizá la lírica sea el más silencioso de éstos, pero no por ello el menos expresivo, al contrario, nos conmueve, nos lleva de la mano a ser esclavos del amor o de la amargura, heraldos de la muerte o del deseo.

Porque los sentimientos son comunidad, aún el de abandono, el de la soledad, el del amor, porque llevamos con nosotros el exilio, la herida, la mutilación de lo que fuimos y deseamos volver a ser, en pocas palabras llevamos al otro, a ese otro que nos escinde o del cual fuimos cercenados.

Las palabras de la tribu murmuran, se reflejan aún con más claridad en la distancia, porque en la soledad buscamos al otro con más insistencia, con más necesidad. La literatura nos acerca al mundo, a ciertas calles y a ciertos cuerpos, a ciertos estados de ánimo que creíamos sepultados, es un pasado todo presente.

Sentimos porque no estamos solos, cada uno de nuestros cinco sentidos están en relación a algo más, a alguien que se encuentra fuera de nosotros mismos pero que al mismo tiempo hacemos nuestro por medio del tacto, de la vista, del oído, del gusto y del olfato, herramientas indispensables para invocar los recuerdos.

Vivir es pertenencia. La soledad es un grito, un puente en mitad de la nada, sí, pero fue proferido para ser escuchado, fue construido para ser cruzado; se espera que alguien pase por allí, que se alcen las islas que lo sustenten de lado a lado. Vivir es estar y estar es tránsito y el tránsito es río y un río son peces y guijarros, es humedad y la humedad nunca es una sensación de vacío, aunque a veces, sí, definitivamente sí, de soledad; pero como ya dije la soledad es un puente. Y el hombre y la literatura son precisamente eso, un puente, un camino, un diálogo que nos hace humedecer nuestra soledad para poder digerirla.

martes, 11 de junio de 2013

BIZCOCHO EN EL CAMINO



A veces es bueno soltar los pasos e ir olisqueando cuadras, miedos y felicidades súbitas; ramos de azares hechos al momento, olores y saudades a veces inmerecidos por el recuerdo que de pronto se encapricha en llevarnos a otras calles y otros tiempos…
Pero en esta ocasión me gustó verlos sucios y domados, fieles a sus cueros y a las calles ya acostumbradas a sus suelas,  a sus pasos de mujerzuela que ya saben los acentos de su acera, el pulso lúbrico de ciertos lugares como la panadería con sus cuernos de higo o sus dátiles de nuez o la resbalosa cubierta de chocolate de los puerquitos hechos polvo entre la saliva y los dientes, las donas, los panqués, los armadillos…
Pero pensar en la lujuria que me provoca el pan es imposible sin un café; es como ir a un concierto y estar sordo o coger por mero oficio. La lascivia es un diálogo que, aunque personal, nos compromete con otro, con nuestro objeto del deseo, con el mundo que creamos a su alrededor donde cada pequeño motivo, cada objeto u acto que en apariencia es casual o prescindible, no lo es en absoluto; y un pan sin un café tira a bajo el mecanismo de la lujuria sensitiva, del acto de ir a una panadería y seleccionar los bizcochos de la orgía.
Escoger un pan para mí es tener presente el grano, el tipo de tostado, el método, el clima: interno y externo; el lugar donde me sentaré o acostaré a comerlo, ¿solo o acompañado?, también es pensar en qué estaré haciendo: viendo una película, leyendo un libro, ¿cuál libro, qué película? La taza, porque para mí sin mi taza azul de lunas de porcelana blancas algo le faltaría al café, a mi mano que ya se ha acostumbrado a la seguridad de ese peso y a mi boca al grosor exacto del borde de la taza.
Comer un bizcocho es una rutina y toda rutina es un ritual que funda ciertas costumbres, ciertas raíces en nosotros, nos dotan de una geografía y de un modo de ser, es lo que finalmente nos habilita para estar en el mundo, nos hace saber quiénes somos y a dónde vamos. Porque elegir es acción, es movimiento, es decidir el paso en el futuro, aunque no sus consecuencias,  porque hasta en las decisiones que pensamos ya tomadas como ir por el pan y por el café, por ejemplo, siempre hay imponderables.
Ni siquiera si vamos por el cuerno de higo éste sabrá igual que el anterior, un día es distinto del otro, por más segura que tengamos la vida, por más que sepamos cómo nos gusta el café siempre habrá situaciones que no podamos controlar, como no encontrar el pan que buscamos o hallarnos de pronto con alguien que nos sorprende por la forma de su rostro, por un modo de caminar, o por la sospecha en la mirada de alguien que nos mira mientras tenemos los sentidos puestos en las repisas donde memelas, donas, conchas, piedras, ranas trenzas, dátiles, ojos de buey se me insinúan con su colorida indiferencia.
Es ese tipo de tentaciones que nos auguran un futuro paraíso lo que muchas veces nos mueven; y yo, en días lluviosos como estos, prefiero estar en casa con una taza de café y un buen pancito escribiendo esta entrada; aunque no controle el tiempo y regrese hecho una sopa y con la insipiente enfermedad raspándome la garganta y sabiendo que me queda un ensayo aún a medio hacer mirándome con reprobación.


lunes, 3 de junio de 2013

HAPPY BIRTHDAY, OLVIDO



La luz sobre sus piernas, entre la tela de su vestido blanco, como un rocío de campo el estampado de flores flota más allá de la tela, sus muslos aún más claros y más secretos, un claroscuro que se va formando cuadro a cuadro, instante tras instante. Todo es apariencia, la pantalla me guiña un ojo de mujer y alguien a mi espalda fuma o es dentro de aquella escena y de esa boca a quien no está dirigido el guiño, está en un más allá y en un más adentro, en mí.
El sonido es disperso, difuso, fantasmal, atraviesa las paredes, choca con las voces que no me interpelan y que hago mías, y me duelen o me dan esperanzas o me derriban del todo. Las otras se cuelan entre las paredes de la sala, otro diálogo se mezcla en mi cuerpo, pero no lo entiendo, sólo las notas, las vibraciones más altas abren mi piel y me desespero al asistir a un diálogo sordo.
El sonido del cinematógrafo es lo único que me hace sentirme en el mundo y fuera de él, liga mi pasado y mi presente: las películas francesas, las independientes, las pretenciosas que salgo odiando después de asistir al Lumière. El recuerdo de una amiga a quien odio con todo mi amor carnívoro y mi desamor vegetariano. Porque uno odia el recuerdo por pasado, por no ser un presente, porque hábitos que pensamos inamovibles cambian, porque el tiempo todo lo trastoca y como peones nos cambia de lugar, siempre hacia adelante, sin mirar, sin retroceder, carne de cañón del destino, Pípilas que no aguantan su roca y al final sucumben a las leyes y a los imponderables de la vida.
Ahora estoy flaco y con todo mi amor odio las verduras y odio la carne por su amor que se me niega, tan cerca y tan lejos; tan enfermo del hígado o del alma, tan mareado del mundo, de mí, de la falta de sal y tan depresivo en mi presión baja. ¿El cine, dónde? ¿La expectación, el nerviosismo que salía de pantalla y me roza los muslos? Ahora no queda tiempo ni para escribir estas entradas a tiempo. Trato, pero los segundos se me escapan, me aferro a ellos pero no puedo sostenerme y caigo y caigo, sin final, sin asideros, porque nadie detiene nuestra caída.
Silencio, inicia la película. ¿Cuál? Silencio, me digo. Estoy en el sillón de mi casa, acaricio esos muslos blancos y morenos con que el director o yo juega. La soledad es lo único serio aquí. Tengo un ensayo por finalizar pero un reclamo justo me aleja de mis ocupaciones y tengo que prender la cineteca, una sala, unos besos y unas ganas que se me quedaron en el tintero y una caminata larga al departamento.
Ahora, con la imaginación erguida, puedo hacer posible esas tomas, a ella, colocarla debajo de mí, presente y futuro, pasado siempre –y estoy harto de citar al filósofo que dijo esto antes que yo- tomarle todas las fotos que quiero, grabarla en la obscenidad de mi cuerpo, porque el deseo siempre es obsceno.
Caminamos, porque nuestra plática siempre es o fue o será un andar, un gastar de suelas y de risas. Un paseo por parques solitarios, por naciones de comidas, de fraternidades supuestas, de malabares de tiempos que trato de equilibrar en mí, pero es tan difícil sostener todo, mantener el pie sin dejar caer nada. Pero es imposible conservar cada instante vivido y no vivido, allí está Funes o aquel personaje de Marías en “Cuando fui mortal”, nada se salva, sería monstruoso que fuera así.
Y yo soy mortal y deseo y siempre seguiré deseando, y desear es preguntarse y hacerlo es articular la palabra y el silencio y tratar, con ello, de palear el olvido, el no querer hacer, salir de la inacción y la indolencia, aunque a veces es inútil e inevitablemente se olvida la salud, los amigos, la familia, fechas de cumpleaños que son toda una vida que celebrar.
Pero mi deseo es salvarlo todo, mi lujuria es quererlo todo a un tiempo y mi desgracia es saber que eso no es posible, que por más que quiera la garra del olvido se aferra más fuerte a mí, no me deja saber que estas canas, estas cicatrices del tiempo, del devenir, de la muerte, son el estigma del olvido más tenaz y del amor último que será inevitablemente cenizas; y en este momento ya no sé si de verdad tendrá sentido, si el amor, si el deseo podrá redimirme, salvarme un poco del olvido que yo no escogí, que no quiero y por eso escribo, por eso leo para traer a mí esos otros que fui y que sigo siendo en alguna parte de mis mundos.