jueves, 25 de enero de 2018

NOCHE EN PACHUCA


Nunca he sentido un frío tan pleno, tan muscular y al mismo tiempo tan nutritivo para el espíritu como el de aquel viaje de regreso al DF de unos quince años en la caja de una pickup desde Pachuca.
Contrataron a mi tío para filmar el evento en un pueblo de por allá, llevó dos achichincles, mi primo y yo, al final sería uno nada más, a mis doce, trece años era muy torpe para servir de algo. Me dieron la cámara por quince minutos y en lugar de filmar a la quinceañera preferí meter el zoom sobre una de sus amigas. Yo era un puberto y mi mundo eran los rostros y los escotes de las mujeres rubias. Mi tío no podía culparme de nada, quién le da la cámara a un mono en celo, a alguien que está en estado de ebullición.
            De ella no me acuerdo, quisiera creer que usaba lentes y el cabello recortado a la altura del cuello y con flequillo, portaba un vestido negro, un corte simple y entallado, con holanes a la altura de los hombros ―es necesario para la verosimilitud ese horrendo detalle―, y sus senos, vaya, eran como el inicio de todos los veranos, como el primer día de vacaciones o la primera vez que uno ve al mar o como la uva que se fermenta poco a poco en la boca hasta embriagarnos. Ya no importa cómo era, pero era y es ahora, como aquella erección que no me permite dejarla en un recuerdo  ―pero este recuerdo le pertenece a otro escrito.
            Nos dieron de comer y de beber, no tomamos casi nada y tragamos como si un meteoro estuviera a punto de estrellarse con la tierra; en mi familia, en cambio, el alcohol era un animal temido. Lo sigue siendo, pero ya no importa ser devorado y escupido por él, a mi edad ya no es la bestia que me da más miedo.
La fiesta transcurrió sin pena ni gloria como la mayoría, las mismas canciones, el sacrosanto “Payaso de rodeo”, “Sopa de caracol” y “El venao”… Ni siquiera tiraron al novio al lanzarlo por los aires y la liga fue lanzada después de dos conteos falsos.
            Recogimos lo más rápido que pudimos, la camioneta que nos llevaría al DF ya tenía el motor encendido porque los favores pesan y hay arrepentimientos que se expresan en odios menores.  El frío, un espanto, sentía su aliento en mi nuca, a lo largo de mis piernas y en los pies, cómo duelen los pies fríos. Me fui en la caja con mi primo, nos tratamos de cubrir con una lona agujereada pero era inútil, el aire no conoce de razones ni de sosiegos.
            No pasaron ni cinco minutos cuando perdí la conversación de mi primo, el cielo me jaló, nunca vi uno como ése, era como una mina demasiado alta, con minerales azules y blancos incrustados en la piedra negra de la noche o como las pupilas de esos monstruos que están condenados a matar a todo aquel que ose estirar la mano más allá de su pelambre obscura o a mirarse demasiado tiempo en sus ojos. No hay torpeza más grande que la vanidad, no hay belleza que por sí misma no muera y destruya.
            Yo no era un héroe ni había leído lo bastante para encontrar una razón o una cartografía en las estrellas o una maldición en ese guardián que no dejaba de mirarme.  Tampoco se me quitó el frío pero al menos dejé de engañarme y retiré la lona. Cuando el frío es un estado del alma no hay soles que nos calienten.
Qué pequeño era en esa pickup bajo el aire del campo, bajo la desnudez nocturna que nos reclama y nos exige algo que no entendemos, sólo sentimos porque no tenemos palabras para trazar una letra o una coma del universo. Qué es el universo sino una serie de preguntas a las cuales sólo podemos imaginar su respuesta.

Si algo sentí fue ese reclamo, esa necesidad mutua de ser algo más allá de un hombre y su horizonte, de dos miradas que no saben por qué se miran pero no dejan de hacerlo. Esa noche fue la última que me miró así y la última que miré con esas ansias de poderlo y perderlo todo al mismo tiempo. Esa noche, sin quererlo, perdí algo de mi torpeza y maduró aún más mi niñez. 

miércoles, 3 de enero de 2018

POESÍA ERES TÚ


Me gusta escribir poesía porque a veces hay una revelación en la palabra, un enigma que me anonada y me supera. ¿Qué quise decir en tal texto?, ¿qué es este sentimiento que emana de la metáfora?, ¿por qué esa imagen, precisamente esa imagen vino a mi cabeza, de dónde surgió? Muchas veces no lo sé, pero es seguro que me deja intranquilo.
Los buenos poemas dejan a la razón temblando y al alma o a la parte sensible de nosotros en una exaltación que a veces nos eleva pero otras nos arroja a un abismo inmisericorde; cualquier poema de Elizabeth Bishop me deja así, por ejemplo estos versos: “The apparitions are manifest,/ their bodies weigh less than light,/ lasting as long as this phrase lasts” (Son manifiestas las apariciones, pesan menos sus cuerpos que la luz, duran tanto como la anchura de esta frase). La traición poética es mía, pero también mía es esa duración de su luz, de esa aparición que tiene una forma y un peso que no comprendo, pero siento en mi interior toda la anchura de su carne.
La buena poesía debe de dejar esa sensación de no saber qué se siente o dejarnos intranquilos, incómodos porque no somos dueños de una sola respuesta, es sentir que estamos dominados por un cuerpo extraviado, que es el nuestro. “¿Tú sabes a lo que sabes?”, escribió Alfonso Reyes; y es un verso que parte de lo intelectual hacia lo sensorial y después, ¿baja hacia dónde?, ¿a qué regiones de nuestro ser?, porque el sabor no sólo entra por la lengua y el olfato, el sabor también se mira y se escucha y siempre es el otro quien gusta de nosotros con todos sus sentidos, a veces también con su razón.
La poesía sí, está más cerca de una revelación, pero no divina, sí trascendente, pero lo es sólo para nosotros, porque es un conocimiento indescifrable de uno mismo que vamos paladeando, que no se puede obtener por medio del psicoanálisis o de un examen de conciencia, es esa sabiduría del instante, es el relámpago y el rayo que nos muestra el sendero de nuestra oscuridad, nunca su fin ni su principio, es ese momento en que sentimos la escoriación de nuestro infierno interior o de esa súbita alegría que nos jala hacia dónde.
Somos el centro de la divinidad, porque en nosotros nacen sus milagros y sus maldiciones, no hay dios fuera de mí, porque éste necesita comunicarse conmigo, crear una armonía en este cuerpo sordo y ciego. Si yo no creo, no existe un más allá, si no imagino no hay dios posible, no hay una horma para estos sentimientos que piden su suicidio diario.
La poesía logra mostrarme una anchura del mundo, de mi mundo que desconocía y que quizá se crea sólo para mí. Soy la aparición en ese milagro que es la voz del poeta, soy su fantasma, el invitado que no se espera y llega siempre, la forma de la palabra.

No hay temblor más profundo que aquel que no tiene un centro, no hay temor más grande que lo desconocido, como el amor, la muerte o la alegría, porque ésta última también nos hiere. La poesía es ese temblor y ese temor, somos su centro y su movimiento, ese espejo que a veces refleja un rostro, a veces ninguno y otras un pez ahogándose fuera del agua.