sábado, 31 de agosto de 2013

REFORMANDO LA NIÑEZ



Es sábado. Acabo de leer el blog de mi patidifuso amigo: amargura por el futuro, decadencia, caída del pelo, juventud cada vez más estúpida… Me hermana su desencanto y sonrío, no debiera.  Su indignación ante una juventud que se ríe de su propia ignorancia me parece justa pero no puedo sentirme igual, sólo me queda el desencanto, la sonrisa cínica y destemplada, hueca del que no cree en utopías ni sueños de democracia. No tengo fuerzas, al menos no hoy, para amargarme más.

Pero es inevitable no pensar en el problema, por más que trate no puedo quedar ajeno a lo que pasa a mi alrededor. ¿Hay algo rescatable? Los niños cada vez están más enajenados, fuera del mundo, como si de pronto el coco o el roba chicos de mi infancia se hubieran hecho presentes -qué digo presentes, omnipresentes y omnipotentes- y se los hubieran robado a todos.

En mi cuadra ya nadie juega al futbol, no escucho las alarmas de los coches debido a un pelotazo al azar. Las calles se han quedado sin colores ni movimiento ni gritos. Nadie va de casa en casa chiflando o lanzando piedritas para juntar los equipos.  No encuentro sobre las banquetas las huellas de batalla del “stop” o las alas quebradas del “avión” o la carretera soñada de las “metitas”. Mucho menos escucho aquella ambivalente canción y rito de doña blanca y su jicotillo o ese “será melón o será sandía o será la vieja del otro día, día, día, día"; ni hablar de la rueda de san Miguel, hace mucho que se oxidó al igual que todas las canciones y danzas infantiles. Los sueños, las imaginaciones –si es que aún existen– ahora ocupan la fragilidad del internet, los deseos se configuran con una cuenta en las redes sociales, el amor es la luz estridente de la pantalla a solas, la pornografía que nos ahorra tiempo, dinero y esfuerzo.

Y sí, todo empieza desde casa, la escuela puede hacer poco o nada, pues los maestros están mal nutridos y no sienten amor por su profesión –lo sé, no todos, pero una minoría no puede cambiar la situación del país por más que se diga lo contrario–. Esta falta de amor por lo que se hace tiene muchas consecuencias, la principal es que no hay empatía con el alumnado; otra, no menos importante,  la mala preparación, el no querer seguir aprendiendo más, quedarse estancado con lo poco y lo mal digerido con que se acabó la carrera –si es que se terminó–. Las consecuencias son obvias, se sigue, como si de una biblia se tratase, al libro de texto, que sí ayuda, pero es solamente una guía –y para chingarla con faltas de ortografía–  que no puede sustituir el trato HUMANO de un docente.

Además, cómo poder educar cuando el pobresor llega a duras penas a fin de mes. Para poder vivir medianamente bien tiene que trabajar el día entero. Cómo ponerles atención a los niños si se tienen más de trescientos alumnos.  Por más que se quiera las fuerzas y el ánimo se agotan con titánica empresa. La calidad es sustituida fatalmente por la cantidad.

La empresa de ser un buen maestro es titánica por el esfuerzo que se tiene que hacer, tanto intelectual como empático;  pero al mismo tiempo es la más noble de todas porque enseña a pensar, y eso es lo que realmente forma a un ser humano. El profesor pone los pilares de lo que será el niño –no las bases, porque ésas sólo los padres– a lo largo de su vida. Cuando se dice que se está educando al futuro de México, no es una simple metáfora, no debemos verla tampoco como un lugar común, sino como lo que realmente es, dándole el valor real, la importancia vital que tiene la frase; y por ello el gobierno de cualquier país debería tener como prioridad la educación  y la alimentación por encima de cualquier otra necesidad. Y los padres, a su vez, tendrían que enseñarles a sus hijos a respetar a un profesor, sea bueno o malo, porque éste está dando de sí para que esa bola de mugre y mocos sea una mejor persona, un mejor ser humano. Porque un maestro no sólo enseña ciertas materias, no, sobre todo humaniza, hace sensible de sí mismo al niño, pero también del otro y le enseña algunas de las herramientas indispensables para asir el mundo.

Pero mientras sea una computadora  quien eduque y el tamaño del celular lo más importante que tenga un niño, cómo tener esperanza en el futuro, cómo se va a respetar a esa figura que tiene las manos llenas de gis.  La principal reforma debe de venir de casa, porque si no es así, las cosas no cambiarán y esto es algo que afecta al niño en todos los ámbitos de su vida; un ejemplo claro es el problema de obesidad; si no se hace nada para quitar celulares, para apagarlos, y eso incluye a los padres, y mandar a correr a los botijas, a jugar futbol, etc., ese problema de salud seguirá en aumento.  Se debe enseñar a usar la tecnología como lo que es una herramienta y no como un estilo de vida.

Se está construyendo un mundo inhumano, impersonal y es paradójico que sea precisamente la incomunicación, en este mundo tan globalizado, uno de los rasgos distintivos de nuestros tiempos. La soledad más atroz nos ahoga y ni siquiera nos damos cuenta. En países como Japón ya sucede, mujeres y hombres insatisfechos porque estos últimos prefieren masturbarse a buscar entablar una relación humana con todas sus complicaciones sí, pero con todo lo insustituible que otra persona nos puede ofrecer.

La pereza nos invade, no queremos invertir tiempo en el otro y sí perderlo jugando infinitamente candy crush. Nuestro tiempo lo llenamos de tiempo muerto, la vida se nos va en estar enajenados, sin vivirla realmente. El arte no vale la pena, para qué estudiarlo si podemos “sentirlo” y “hacerlo”. Todos podemos opinar de todo peritamente, a la mano está Wikipedia para ello; pero nada sabemos, repetimos el discurso de alguien más que es igual de ignorante que nosotros porque la pereza nos gana, para qué aprender algo que podemos “sentir”, pero muy pocos sienten realmente.

Y toda esta deshumanización, y es una verdadera vergüenza, comienza en casa y continua en la escuela.  Si yo, como profesor,  no enseño a que el niño vea a su compañero de banca como un igual no estaré haciendo mi trabajo, si no logro que sienta que el mundo está en estrecha relación con su manera de vivir estaré fallando, si como profesor de literatura no le hago entender lo maravillosa que es, lo divertido que puede llegar a ser y el valor que tiene pues todo arte habla, dialoga e interroga sobre el ser humano no puedo decir que de verdad esté haciendo mi trabajo. Pero además si en el hogar no se enseña al  querubín a comprometerse consigo mismo, con su desarrollo, este mundo seguirá igual que ahora.

Hace falta enseñar amor y respeto consigo mismo y con los demás. Hace falta dar el ejemplo de apagar celulares en la mesa, de agarrar un libro por gusto para que el chamaco vaya observando que leer no es un castigo, sino un regalo. Pero también hace falta tener la panza llena para poder realizar todo esto y desafortunadamente es una utopía pensar que el gobierno resuelva ese problema que afecta a la mitad de la población. La enseñanza no se resuelve bajando los aciertos del examen de admisión a las preparatorias o haciendo una reforma que afecta únicamente los intereses de los sindicatos, el problema de la educación es un problema de educación global que afecta antes que nada a los padres y a los docentes que parece que desconocen la importancia de pensar que es lo que finalmente debe de enseñar un profesor.

Al principio quería hablar de la reforma educativa, del cacicazgo ejercido por los sindicatos y que al ver mermados sus cotos de poder empiezan a ejercer el control político que tienen al tener a su disposición a la carne de cañón que son los maestros y que irónicamente son los que parecen ignorar que son mangoneados para que los primeros puedan seguir conservando sus atribuciones dictatoriales en todo lo concerniente al ámbito educativo: plazas –venta, herencia, etc. –, planes de estudio, certificación; que deberían realizar personas que de verdad sepan del asunto y no unos analfabetas que ven por sus intereses particulares y no por el bien de la niñez.

Y sinceramente pelear porque se modifique esa ley o no es un sinsentido porque la reforma por la que deberíamos luchar primero es por la que debe empezar en casa, en los padres y en el corazón –perdóneseme la cursilería – de aquel que se para delante de esa monstruosidad que es un alumnado e intenta transmitir todo, y de verdad debe ser todo lo que sabe y debe saber para impartir una materia.

viernes, 23 de agosto de 2013

LLUEVE


He sentido la lluvia desde anoche, pero cuándo empezó a caer, desde qué noche, porque la lluvia nunca es diurna, su ámbito, su raíz está en la obscuridad.

Nunca para, no hay tregua, gota a gota constante, tercas, pequeñas conmoviendo los cristales de esta habitación sin ventanas, los cristales de mi rostro, de los espejos vacíos que de pronto, en medio de la tormenta, brillan para diluirse en su propia soledad.

Llueve, escucha la marcha, los casquillos de agua y truenos contra el pavimento, el golpeteo certero, infatigable, los tambores que van levantando el asfalto allá fuera, conmoviendo un mar de luces, de relámpagos y de piedras y tezontle cada vez más fragmentados.  Charquean los pasos, la prisa, los paraguas florecen, se enredan unos con otros. No hay rostros, sólo movimiento y sonido: humedad entre la ropa, el ruido de las cubetas o de las ollas de peltre, los tambos y el tanque en la azotea, los gatos; sobre todo el tañido de sus sombras resuenan en esta noche.

Un balazo, un grito, sirenas que no cantan, que gimen en rojos y azules, que giran desesperadas en su teatralidad, sobre su escenario de lluvia y de noche. Siempre llegando tarde, si es que llegan. Dibujan una línea, un hombre de gis en el pavimento, luego se alejan, con el aullido apagado. Sólo la lluvia sigue constante, desliendo la tiza, la huella de sangre, de humanidad deshumanizada . Sigue, escucha, aún ahora con el sol a plomo, aún ahora que un niño bosteza al matar a otro. Sólo la lluvia llega, lejana siempre y nos empapa todo. A veces esconde al verdugo, otras la felicidad, la sanación, siempre el recuerdo y el olvido.

Recostado, desnudo, pegado al sudor de mi frente y de mis muslos que caen en el desconsuelo del colchón: abierto, blanco, silencioso; espero. Estoy empapado de adentro hacia fuera por una divinidad pluvial, por una enredadera de agua, por un islote de sacrificios.  Afuera de mí, el sonido descompasado que ya no puedo contener, el dique de lo que soy se ha roto y se precipita por todo el cuarto, escaleras abajo, entre el espacio de la puerta y el suelo que da a la calle busca su cauce. Todo lo anega, brota de todas partes,  moja el aire, germina y cae como una mujer bañándose a mitad de la nada o de la calle. La imagino llorando y no veo su rostro, llora y danza, como si estuviera pariendo al mundo y no quisiera, pero no pudiera evitarlo, sigue, gira en ella misma, es su centro y su eje;  mira el presente y teme su humanidad, la mordida que la va devorando, el caudal que entre sus pies se derrama. Sangre y agua se mezclan en un grito. Amputado me desboco.

Me sacudo, berreo, los metales del agua despiertan al coloso dormido. Una vez más se levanta, milenario, lentamente sigue, se yergue. Acostumbrado a respirar de la sombra inflama su tronco, eco en el bosque, la piedra, el tótem en el paraíso,  chorro endurecido de mis palabras. Afuera ella baila. Ágil, morena. Adentro todo está quieto, nada se mueve, la columna permanece inconmovible soportando al mundo.

La lluvia me constriñe. Escucha, no ha parado ni parará. Escúchala penetrarte. Siente la humedad de sus rostros que son los tuyos. Nada y todo ha surgido. El tiempo expande sus ondas, su corriente es un círculo que choca y estalla y recomienza; su entraña es el sonido que te palpita en el corazón, es la metralla que te perfora la sangre, que humedece tu lengua. Llueve. Llueve. Afuera alguien baila, siéntela vibrar en las paredes de tu cuerpo, te baña, te crea. Toca tu rostro o la noche. Siente el eco de su sexo cimbrarte, te derrumba en su corriente. Busca tus pies en la obscuridad y anda, no hay puertas. Afuera llueve y todo comienza.

miércoles, 14 de agosto de 2013

IT'S ALIVE


Desde que ando circunciso he sufrido una metamorfosis. No  es debido a un repentino crecimiento de caireles a cada lado de las orejas o a la irrupción, de la noche a la mañana,  de una nariz superlativa. Nada de eso ha sucedido, sigo con el mismo pelambre mestizo y con el diminutivo de protuberancia olfativa de siempre. Pero a pesar de seguir igual, todo ha cambiado de la noche a la mañana.

Créanme, tampoco es por un dejo de misticismo o por algún acercamiento a la verdad o al nombre de dios. Ninguna de estas cuestiones tienen que ver con los trescientos gramos que me fueron arrebatados de tajo. Porque no creo que del dolor, de la herida abierta, de la piel perforada e hilada se pueda alcanzar la armonía divina.

Ciertamente tiene que ver un poco el no poder recibir ni un cariñito en tan pantagruelezca parte. Y es que, me disculparán, pero llevo dos semanas así y eso de no poder tocarme, de no recibir un poco de amor, de terminar siempre ardiendo en fuego y deshecho en llanto es verdaderamente atroz. Tanto ha sido la abstinencia que pareciera que en mis testículos se estuvieran gestando los mares de un nuevo universo de seres peludos y chaparros.

Todos tarde o temprano tenemos un hormiguero mordiendo milímetro a milímetro las cavernas del falo, pero sólo aquel que está en ayunas sabe lo terrible que es ser el alimento del deseo, consumirse sin llegar a humedecer, ya no se diga un par de muslos, sino la propia mano. En el estado en el que me encuentro no hay goce posible, sólo dolor, amarga llama de mis sentidos.

Mi aspecto físico ha sufrido menoscabo, estoy flaco, débil, entristecido, la mirada opaca, el pelo lloroso, no puedo enfocar mis pensamientos, las horas de repente se quedan detenidas frente a mí, acrecentándose, doliendo, estancándose cuando tengo una erección, haciendo más eterna la tortura: el jalón, la agudeza del cáñamo cortando la piel, rompiendo las costras; y el dolor, el dolor que va buscándose un cuerpo, una forma.

Todo esto es debido, pienso, a que el falo es un apéndice simple, sólo siente en blanco y negro, no distingue entre dolor o placer. Por cualquier sensación se hincha, trata de deshacerse de los arponazos que el médico, en su locura, le ha propinado, lo peor es que no se parece a moby-dick sino al monstruo creado por Victor Frankenstein.

Más de dieciséis puntos, cicatriz bajo cicatriz, fluidos escurriendo por lo largo y ancho de su envergadura,  que van desde el denso, lumínico y turbio esperma, hasta la negra sangre; sin faltar los restos de orín entre el cascajo de las costras o de ciertos líquidos endurecidos que desconozco.

Por las noches, sin esperarlo, siento como si de él, de la carne abierta y del tejido unido a fuerza de terquedad, pinzas, agujas e hilos, surgieran unas especies de ventosas, pegándose a todo, incitándolo a erguir su casco, manchando las sábanas blancas con diminutas huellas de sangre, poblado de espectros carmesí, dolores de mi propio dolor. Es, entonces, cuando me arrepiento de todo sin saber de qué precisamente, que me pongo en posición fetal tratando de que no se hinche más, hago multiplicaciones, rememoro poemas, lugares, pero es inútil me doblo sin poder domesticar al dios de ese pueblo fantasma.

Por debajo de esa blancura, sé que está vivo, que ya respira, él empieza a despertarse, rompe uno a uno los puntos, sangra, me sangra, me quiebra. Soy un grito, un borrón, un pedazo de aguada carne ante ese odio hecho girones, ante ese relámpago de muerte revivido que me  hinca un campo en llamas y desclava los clavos, las estacas que lo confinaban para dejarme marcado por senderos de angustia.

La sangre, el esperma y la orina se mezclan, respira, respira cada vez con más fuerza. Se agita la sábana y de repente, tras los cristales de la ventana, una tormenta se amolda a sus movimientos:  truenos , rayos, lluvia; todo estalla o es mi propia cabeza ante el insomnio tenaz en que me abrasa.

Una erupción tras otra, la sangre va ladera abajo llenando el pelambre que muy poco puede hacer para contener el reguero de sangre. Vena a vena el dolor se apodera de mí, mis manos se encarnan  al colchón tratando de que el dolor de mis falanges detenga aquel ímpetu.

Él ríe ante ese infierno o purgatorio que ha hecho de mí. En medio de la herida, sin que yo lo esperara, aguardaba su nacimiento; porque nada surge de la tranquilidad. Vivir es desgarrar la propia vida, es romper el equilibrio. Y él, al fin, venablo preferido del diablo, enseña las babas de su carcajada. Enorme surge su mástil, su titánica maldad, orgulloso girón, monte no de mi deseo, nunca del mío, sólo suyo, terrible flor que escurre su lava en los labios horrorizados de las niñas, ahogando sus gritos, sus plegarias, ahogándome a mí, blando, vencido y corrido.


domingo, 4 de agosto de 2013

MIS XV


Estoy en los quince años de una conocida, me he puesto el menos gastado, digo, mi único traje, la mesa parece una zona de minutos perdidos, de manecillas en huelga. No puedo beber y mucho menos cubas, saludo de dientes para afuera a algunos familiares que no esperaba ver. Nos damos abrazos entrañables, apretones de manos con el deseo de ir a comer y platicar de la vida alguna vez en el futuro cercano que nunca se concretará; después de unos segundos volteamos en la espera de un salvavidas, algo que nos haga evitar el silencio incómodo, el dolor en la sonrisa postiza, en las palabras habitadas por todos y por nadie; por fin algo, una mirada que robo y me hace ser libre, sentir el nudo de la corbata menos tenso,  siento la frescura de ese adiós lleno de adiós, por fin me alejo.

Como siempre en esas fiestas mi mesa queda cerca de los baños, la señorita de al lado bosteza, yo me aguanto y me salen un par de lágrimas, monótonas y simples, como la música que suena, no hay texturas, no, sólo un amasijo de tonos neutros, prescindibles, si hay extremos es en lo chocante que resulta la fingida naturalidad de todo, como las flores de las mesitas y lo aniñado del pastel y de las voces de tantas cantantes “únicas” por ser hechas en serie: Karla Venegas, Julieta Morrison, Sarnadiaña, etc.  El rock ha quedado fuera de tono, si acaso se escucha para enarbolar algo de lo que se carece: gusto propio, personalidad, libertad de elección. Pero no por un placer sincero. Hoy todo es uniforme en esta juventud tan original. Ahora la diferencia es el lugar común de nuestra época, y para serlo se tiene que desenterrar un pasado, una moda que era parte de otra época, de otros rostros, de otra juventud que sí, quería ser diferente y lo fue, que tenía un ideal porque tenía ideas y no imágenes, ésta...

Ahora todo se decora de un verdiazul pastel, de un rock and roll apopado, hueco y lento, lento que nunca llega a perforar el gusto. Después de la lata Campbell todo es arte y ya nada lo es. La contracultura se oxida, su pintura se corre y no forma ni siquiera un rostro contrahecho, diluido. Todos son objetos puestos en un collage de cuatro fotografías con diferentes colores, ya nada sorprende ni molesta, ya nada nos interroga ni nos punza.

Han edulcorado al pasado, se abarata, paradójicamente, con el alcance de la cartera. Arte para la globalización, arte de cartera. ¿Arte? La ingenuidad tiene su base en la ignorancia, en no cuestionarse nada, en ni siquiera mirarse el color del moco que se acaba de sacar de la nariz, lo peor es que esta época es la del icono, la imagen como sustituto de la idea, de la identidad. Esto se debe a la prisa del mundo, no hay tiempo para nada y el arte es para pocos porque pocos tienen el tiempo para adquirir la sensibilidad y los instrumentos necesarios para apreciarlo y aún más, para ejercerlo.

La sensibilidad necesaria requieres educación y tiempo para el ocio, en un país como el mío saber leer, que no es otra cosa que ser analfabeta funcional, es un logro. Para aprehender la forma artística tenemos que pensar y eso es un trabajo de toda la vida que compromete lo racional y lo irracional que nos conforma y a la vez nos compromete con nosotros y el otro; y esa carencia de tiempo para ejercitarnos en el arte de pensar es la causa de tanta basura visual que nos rodea.

Se prostituye la nostalgia. La infancia es sobada de arriba hacia abajo por la oferta y la demanda. Los juguetes dejan de serlo para convertirse en fetiches, para ser un objeto sin uso, un carrito de hierro sin la alegría de un niño montado en él. Se compra para recuperar algo perdido, pero la alegría, la ingenuidad, la sorpresa ante el mundo que nos rodea no se compra.

Eterno Peter Pan sin vuelo, con su Neverland en ruinas, nubes sin niños ni espadas de palo venciendo a verdaderos piratas de sueño. Nada queda sólo juguetes arrumbados en un asilo de viejos prematuros. Pero eso sí, el culto por el pasado, el espejismo de recobrar lo que nunca regresa está al alcance de la cartera. La infancia se ha convertido en una puesta en escena, los juguetes son de utilería, recipientes vacíos, arte pop.

La moda nerd se impone: lentes, bigote, pajarita, vestidos de estampados, botitas sin suelas, medias de colores y lentes y más lentes y lentes grandes, muy grandes, entre más ridículos mejor; o el toque “original” de la camisa de cuadritos y el pantaloncito de colores –entubado por supuesto–, y el toque del bonito calzado italiano o del tenis bien lavadito o perfectamente mugroso. La bolsa de mujer es también esencial y asexual y ese aire de mundo tan ipad y Wikipedia calcado en la sonrisa del intelectual dominguero en la oficina del café con Wi-Fi todos y cada uno de los días de la semana.

¿Por qué enarbolar una bandera de intelectual o nerd cuando en la puta vida se ha amado un libro o se ha preocupado por conocerse más a fondo? Cedemos el asiento a la apariencia, al performance, a la instalación o al happening sin saber qué está sucediendo. Sí, siempre ha pasado de ese modo, pero hoy, pienso, es más descarado, más falto de imaginación, somos una especie de muñequitos de plástico con un trajecito de un sólo modelo en diferentes colores interpretando un único y malogrado papel. Aunque todo esto me lleva a una pregunta, ¿por qué la mayoría de jóvenes de una supuesta clase media quiere ser intelectual o “creativo” o al menos disfrazarse de…?

Yo cuando era niño quería ser arqueólogo, después vi que el gusto por leer era más fuerte y mi cuerpo y mi espíritu se fueron acoplando a ello, hasta transformarme en el monstruo que soy actualmente. Pero qué pasa con esa gente que finge algo que no es, que vaya, ni siquiera tiene un libro para equilibrar la pata de un sillón.

Se finge porque se desconoce, porque no se tiene ni puta idea de quién se es.  Compran recuerdos que no les pertenecen porque su vida no la han vivido, no tuvieron tiempo de ser niños, de disfrutar el recreo o la salida con los amigos, de gozar realmente su infancia. El mundo-tecnolgía los alejó del mundo, les impuso una pantalla, una telenovela con ciertos estereotipos que debían seguir al pie de la letra.

La niñez se termina a los nueve, diez años, después de allí hay que vestirse como adulto y actuar como adulto, seguir el papel de puta y el de macho. En eso se reduce todo, en actuar y mal un papel que no se siente y es falso o que no se debería de interpretar aún, para qué cortar la edad de la imaginación, de las metitas, de las porterías con mochilas y del resorte.

Ser intelectual para aquel que no lo es, para aquel que se disfraza de éste se vuelve una especie de misticismo, de ocultismo, de conocimiento ultraterreno porque se vive en la total ignorancia, porque no se conoce a un intelectual, no existen y por ello se inventan un arquetipo que termina siendo un estereotipo telenovelero. El intelectual ni lo sabe todo, ni lo quiere saber todo, a veces es el que menos sabe de la vida.

            Si vieran lo que es un intelectual o lo vivieran en realidad sabrían que no hay glamour en ello. Hay trabajo y más trabajo, el goce, en mi caso que me dedico a la literatura, es leer de tres a cuatro o cinco horas al día, es oler el olor del papel como si estuviera en una panadería, es codiciar un libro, es no tener dinero ni para unos zapatos porque todo se ha ido en esa antología o en esa novela inconseguible.

El que vive de alguna profesión artística o humanística rara vez se interesa por su atuendo, al menos no es su prioridad, no le interesa que el mundo lo vea con x o z gadget, de hecho rara vez le interesa que el mundo lo vea, aunque sí es ególatra, narcisista, porque sí, hay mucha vanidad en él, pero es en lo que hace, en su obra, le gusta que la reconozcan, sí, que valoren para bien o para mal su trabajo, aunque hay muchos que no soportan una crítica o un comentario en contra y se convierten de buenas a primeras en enemigos jurados, porque sí, también hay mucha inhumanidad en las humanidades, mucha ponzoña, demasiada podredumbre.

A un verdadero intelectual no le importa tanto –porque también algo de vanidad es necesaria- el colorcito de la pasta de sus lentes. Mientras tenga lo suficiente para vivir, sin lujos, pero bien, será suficiente. Me importa un bledo si un amigo va a Europa y me cuenta lo que compró, lo que me interesa es que me cuente su experiencia, qué vivió, de qué manera lo hizo crecer, qué preguntas o qué fue lo que sacó en claro, no me interesa ver sus miles de fotos en los centros comerciales.

Yo desconfío del intelectual que está más al pendiente de su físico que de su cabeza, del amante del café que no toma café y lo único que hace es presumir las nalgas de su frente; del pintor que no pinta, del poeta que no lee poesía, que escribe con faltas garrafales de ortografía y que no es crítico con su trabajo ni generoso con lo que sabe.

El que no desconfía de lo que ve, y sobre todo de su propio trabajo, es porque no lo analiza y si no lo hace no piensa, decía Diderot; y si no piensa, que es la otra cara de imaginar, no puede ser un intelectual por más lentes y pajaritas y colores y frases hechas y vocabulario rococó que tenga. Y perdonen que me pare y me retire, ya estoy cansado y no soporto mucho las reuniones de “allí les entrego a mi’hija pa’que la… cuiden”, hay gente con la que se me revuelve el estómago estar sentado y prefiero andar en calzones y cenar en casa.