jueves, 23 de febrero de 2012

DOLOR



Es difícil escribir con calma cuando el dolor ha dejado de concentrarse en el cuerpo para irse expandiendo hacia dentro de mí, llenando cada estría de la mente, cada parte que vivía en una –quizá cruel– indolora ignorancia.
Pero aunque trate, sé que es imposible ser feliz –al menos para mí– sin el impulso de la propia voluntad por conocer, no el conocimiento mismo, pues no creo –al igual que los románticos– que uno piense y luego exista.
No, uno existe por la voluntad de hacer suyo el conocimiento, de crearlo y con ello, en la medida de sus posibilidades, forjar una realidad que pueda hacer habitable este mundo –y sigo en el pensamiento romántico. Uno es acto, es potencia, es movimiento, el pensamiento no es un fin, es un medio para seguir activo y en el mundo.
El dolor es una –de las muchas posibles– constatación de que se está vivo. También por la herida se conoce. Lamentablemente no es una experiencia grata, al menos para mí; aunque esta limitación, al mismo tiempo me hace sentir inabarcable.
Limitado porque soy un pedazo de carne descomponiéndose; infinito porque no puedo ponerle un coto, un cerco a esta punzada, a este venablo que comienza en mi cuerpo y termina no sé en dónde, quizá en la escritura; pero ésta sólo es una de las muchas posibilidades en que el dolor puede expresarse y expresarme.
La indeterminación es consustancial al gemido, a la enfermedad, al deseo. Podemos dibujar un tigre; pensar en los cuernos ensalivados por el agua que desenmascara a Pan viendo el baño de Leda; quizá sentir la geografía ebúrnea de la ninfa pero no por ello puedo abarcarla en palabras; no la sensación de su piel en los ojos agitados del fauno, no el dolor que causa en mí su proximidad y mi lejanía; dolorosas, pues estoy fuera del juego amoroso que veo o creo. En otras palabras: ni me quemo ni me mojo.
Quizá lo último sí, pero es una humedad solitaria; como el dolor, no me es dado compartirlo. La enfermedad es mía y se va extendiendo a todos los objetos que me rodean, que parecen quebrarme –en su certeza– al reflejarme en ellos.  No es posible que yo sea este reflejo de mis ojos o peor aún, el reflejo cóncavo que guarda el florero de mi cara.
Porque mi dolor no es sólo una deformación física, no está únicamente en el espasmo y contracción del estómago o en los fermentos de mi corazón. No, no, no… El dolor es eso que, como la belleza, es inútil mentar, aunque termina delimitándome –hasta cierto punto– sin poder ver la frontera de lo que soy o no soy.
Y el dolor, como la belleza, siempre como ella –porque lo antitético nos define al definirse– termina destruyéndome.

jueves, 16 de febrero de 2012

OBRANDO



Estaba decido a hablar de la belleza, de mi manera de embrutecerme con ella. Lamentablemente mi estado es una densidad acuosa y verdinegra que me impide escribir de cosas gozosas, es más, todo a mi alrededor tiende a tomar esa consistencia.
Lo único que puedo comer es caldo de pollo y atole, pa’chingarla es de fresa, de un rosa antinatural que contrasta con la podredumbre de mi organismo. Me pregunto si así será la mierda de Rosita Fresita cuando tiene diarrea.  Da igual, en este momento es el color de mi agonía.
Otra cuestión, en el mismo orden de lo irrelevante es: ¿si Baudelaire habrá escrito algunos de sus poemas en este estado de putrefacción; oyendo en el silencio de su cuarto los retortijones que le harían dejar un verso malparido para ir en un estruendo de chirridos de bisagras y en un zumbido de puertas a defecar algunas de sus florecillas del mal?
A mí se me han ocurrido algunos versos en el baño. Aunque confieso que nada bueno puede salir de la mierda, al menos de la mía. En estas doce horas que llevo enfermo no me ha salido un verso decente, ni un párrafo que pueda servir para algo.
Recuerdo que una vez, hace muchos, muchos años, Jaime Augusto Shelley, en un taller que tenía, me dijo: este poema ni para limpiarme el culo porque me raspa. Es verdad, ahora que lo tengo tan sensible sé que aquellos versos serían una mentada de madre para cualquier persona, y más en papel fotocopia.
Pero hay veces que simplemente no puedo, que escribo sin querer escribir, a pesar de que la enfermedad me quiera poner un punto y final, al menos un punto postergado, pero yo, necio, aferrado a escribir algo, lo que sea. No por el gusto de la palabra, ni por ver qué pienso. Simplemente escribo para sentir el teclado y el tamborileo de los dedos y observar cómo se va llenando esta hoja de tinta, sin saber, ni importarme realmente si de verdad lo que escribo servirá para algo más que para poder saciar mi adicción a la palabra, a la monotonía de teclear y teclear sin un fin en específico, sólo por expulsar algo de mi cuerpo, que no necesito pero tengo la imperiosa necesidad de defecar.
Por tanto, escribir es lo mismo que tener chorrillo: es inevitable. Aunque se luche siempre es el mismo resultado: o se caga o se termina cagado y siempre es mejor la primera opción.
Escribo por enfermedad y en la enfermedad, embarrado, con la mierda hasta la garganta, sin ganas de hacerlo, sin oficio y a pesar del oficio que me tiene maniatado en este párrafo cuando ya la traigo a flor de labio y tengo que dejar inconclusa una idea que estaba a punto de lubricar la hoja y quizá apuntalar con un poco de firmeza este aguado artículo, pero si no corro, me agarra Chole de la mano, ustedes dispensarán…

jueves, 9 de febrero de 2012

JENRUCHITO



Hoy desperté en el suelo. Últimamente me he hecho a la idea de buscar una nueva cama. La mía, al ser individual, no es apta para dos personas, mucho menos si se comparte con un elefante. Desgraciadamente, una más grande no cabe en mi cuarto. Pero no los he puesto en antecedentes, ustedes perdonen.
Hace tiempo –el seis de enero para ser exactos– llegó –junto con una discografía de Nina Simone que cantaba grave y heridamente contra la ley SOPA– un elefante. Causaba sorpresa, sí, pero ya estoy acostumbrado a este tipo de incoherencias en mi vida.
Al principio no sobrepasaba mi cintura. Era como un perrito faldero, me seguía a todos lados, me movía la colita y ponía su trompa entre mis manos, olisqueándolas, buscando la sal que me sobraba de los cacahuates o algunos rastros de manzana.
Le puse Jenruchito porque –mea culpa– estaba demasiado consentido, además se daba a querer, no podrían culparme si lo vieran. Lo que yo no vi al principio –y ahora me lamento– era una carta que decía que el elefante no era mío. Pero fue demasiado tarde cuando la leí, ya me había encariñado demasiado.
Jenruchito me seguía a todos lados, sobre todo al baño –pienso que quizá, en cierto sentido, al estar desnudo, descubría un extraño parecido entre nosotros. Un día que me estaba bañando, vi la sombra de su trompa detrás de la cortina y me asusté, pensé que era una serpiente que se iba acercando poco a poco. Mi miedo a las víboras me hizo salir a toda prisa, me tropecé en la puerta del baño, se me cayó la toalla –ni pensar recogerla–, y corrí desnudo hasta la sala.
Para mi mala suerte había visitas y hacía frío. Su paso lento y armonioso –al salir del baño– contrastaba con el bochorno y las risas –muy mal disimuladas de los presentes. Al verme con las manos en la entrepierna, me sonrió, urdió un ruido como de trompeta destemplada y corrió hacia mí e hizo un movimiento con la trompa para olfatear mis dedos, que me hizo recordar aún más mi miseria.
Pero aparte de ese tipo de pequeñas vergüenzas y de lo incómodo que es dormir con él –sobre todo cuando le empiezan a salir los colmillos, pues tengo que ponerle unos corchos enormes y por si fuera poco, no se está quieto y siempre me destapa. Tuve que coser seis cobijas juntas para no pasar frío.– le he tomado verdadero cariño.
Mi cartera –claro– no es la misma, no me imagino lo que sería de mí si tuviera novia, además ya escucho el: “o el elefante o yo”; y ni pensar escoger, siempre he sido muy desidioso, además no podría dejar desamparado a Jenruchito y con lo que come…
Le encantan las sandías y las manzanas. Una vez tuve la inconsciencia de llevarlo al mercado. Tuvimos que trabajar los dos para pagar la cuenta de los puestos de fruta que devoró. Ese día, perdí el apetito.
Cuando vamos al parque le gusta estar donde hay muchos niños o perros, pero sobre todo busca al globero. No me puedo descuidar ni un segundo, porque me he llevado algunas desagradables sorpresas, como aquella vez que tronó todo un ramo de globos y la verdad no sabía dónde meter la cabeza.
Allí, tengo que aceptarlo, negué que conocía a Jenruchito; le enseñé al globero la carta que me dejaron –y que tanto me ha torturado porque no quiero entregarlo– donde decía que él no era mío, que si a alguien le debía de cobrar sería a esa persona que señalaba el remitente y que por lógica no era yo. ¿Qué podía hacer?, la verdad son tiempos difíciles y más para una persona y su elefante.
Con el tiempo, me di cuenta que le gustaban sobre todo los globos rojos y azules, así que le compro dos y se los amarro en cada cuerno, así el globero –en apariencia– y yo   –disimulando bastante mal– estamos tranquilos.
Quizá a Jenruchito le gusta ver su cara más redonda de lo normal reflejada en ellos o sienta felicidad de ver a otro como él, aunque de un color distinto. Sé que está contento porque empieza a correr por todo el parque y hacer ese ruido que se asemeja mucho a una buena carcajada.
Cuando veo que no hay ningún peligro, y puedo estar en paz unos momentos, me dan ganas de fumarme un cigarrillo. Al principio, no sabía por qué, nunca me ha llamado la atención ese vicio. Presiento que fue a raíz de traer para arriba y para abajo esa carta –llena de manchas de nicotina, café y olor a tabaco– que no me deja dormir y que amenaza con llevarse mi felicidad o lo que sea que ese bodoque trajo a mi vida.
La letra es muy femenina. A Jenruchito le gusta olfatear la carta –aunque nunca le he mostrado su contenido. Hace un ruido raro cada vez que la huele, como si pronunciara el nombre de aquella persona y el cual no mencionaré, porque ahorita, sobre mi hombro, está Jenruchito leyendo y no quiero sentirme con más remordimientos de los que ya tengo. Pero bueno, ya basta de desahogo. No puedo escribir más por el momento. Además, pesa demasiado para seguir soportando su peso sobre mis hombros… 

jueves, 2 de febrero de 2012

TROPIEZO Y TERQUEDAD (el inicio del oficio)




Estoy pensando en escribir un cuento que me sugirió la lectura de Alberto Leduc. Me imagino el cuchillo y la sensación de la arena que no sé si realmente esté pegada al filo del acero. Pero no me convence la idea de la playa. Me gusta el ocaso para el mío en lugar de la noche, para ver fundirse en la piel desnuda el acero de la tarde.
El personaje es femenino, pues cuando hablo de carne no puedo referirme más que a la de una mujer. Pero, mujer + playa= morena; costeña + playa + cuchillo= asesinato; y pasional –reglas del trópico. Desafortunadamente, esta sumatoria me lleva a la deshonrosa realidad: ése es el cuento de Leduc, no el mío.
Tengo que confesar que lo primero que llamó mi atención no fue ni el cuchillo, ni la mujer ni el hombre o los hombres –pues, si hay un crimen, por necesidad hay un otro u otros–, sino el manejo de la luz; la manera en que el escritor la va dosificando, usando para crear la atmósfera y por ende al personaje, tanto anímica como físicamente.
Alberto Leduc, no es uno de los primeros nombres que se me vienen a la mente cuando pienso en narradores mexicanos del XIX. Pienso en Altamirano, en Ángel de Campo, en Pedro Castera, Nájera –por supuesto–, Amado Nervo, Urbina o Payno. No es porque  Alberto esté impedido al lado de estos monstruos, sino por un simple olvido de mi parte. Pues un cuento que lleva un título en diminutivo, lo empequeñece;  inconscientemente me hace sentir que es prescindible –aunque no lo sea. Al menos me consuela que no haya mucha gente que tenga estos mismos prejuicios, pues ¿qué hubiera sido del Principito si demasiadas personas sufrieran de mi inconsciencia?
“Fragatita” –ya pensándolo con más calma–, es un título que connota muchas cosas, entre ellas, la ironía; pero al mismo tiempo la fragilidad y la manera de ver, estar y vivir en y el mundo. Que no tendrían consistencia si Leduc no hubiera sabido escatimar la luz en el  momento preciso.
Ésta sale a escena para alumbrar y ocultar; juzgar y procesar. No, una venganza, ni un crimen, sino un hecho de vida, una pulsión instintiva que el mar y la noche son los únicos que parecen entender y aliviar. Pues hay situaciones y acciones que sólo se pueden desarrollar en ciertos lugares y en cierto tiempo, donde la racionalización no es posible, al menos no de una forma articulada discursivamente. 
Toda esta perorata hizo que me diera cuenta lo difícil que es escribir un cuento basado en “Fragatita”. Ya no sólo la mujer y el cuchillo son necesarios –como pensé antes de comenzar a escribir este artículo–, sino que lo fundamental es el uso de la claridad y la obscuridad; ese juego que a veces pesa tanto, que desdibuja los contornos en su afán de revelarlos, que los deslumbra en lugar de alumbrarlos.
Ahora bien, quizá pueda prescindir del cuchillo, pero de la mujer no, porque las ganas de escribir el cuento me vinieron de la desviada idea de hacer mía a Fragatita, de darle un poco más de vida, de desnudarla y descubrir sus duros pezones abriendo mis labios –porque yo seré el personaje de mi cuento–, mientras mis dedos lamen la fruta madura de su sexo enterrado en ese cuerpo que es una burla en contra del tiempo; tan tierno y tan duro que ni estatua ni carne, sólo un breve jadeo.
Sin embargo, para serle fiel a ella y al escritor que la creó, necesito aceptar la carne y la sangre de su deseo y de su rabia, necesito hacerlos míos para poseerla. Porque si no, estaría inventando a una mujer diferente, no aquella que vi agitarse entre la húmeda tinta de Leduc.