sábado, 26 de mayo de 2012

ECOS REFLEJADOS


Uno abre la ventana y espera algo o a alguien; uno se mira en el espejo como tratando de hallar la belleza o la ternura que nadie ha podido ver más que uno y uno no puede creer que nadie pueda verla.
Uno observa al otro o a la otra y espera que aquellos ojos sean un espejo de los nuestros, que sus manos sean un flagelo de deseo como las propias, como nuestro cuerpo: hormiguero negro, soledad sitiada por aquella o aquel que no sabe la profundidad del agujero en el que estamos enterrados.
Necesitamos el eco del reflejo, necesitamos que alguien acuda a nuestra sombra que se extiende fuera de la ventana. Estamos discapacitados para la soledad, porque en ella está la muerte o la locura. ¿Quién puede vivir a solas con sus pensamientos? ¿Quién teniendo voz prefiere el silencio? ¿Quién teniendo cuerpo acepta vivir ignorante de sus límites y de sus alcances?
Escribir no es diferente porque espero que me lean. Necesito creer que me comunico, que alguien es el eco de este reflejo que nace de mí, que me entiende o me cuestiona o me niega o me deforma.
La vitalidad de las palabras, de la escritura es precisamente la lectura y quizá –si el texto es bueno– la reescritura, que puede ser la creación de otro texto o el replanteamiento de las propias ideas y del mundo. 
       El puente se tiende no al vacío, nadie levanta uno o crea una línea férrea sin esperar llegar a alguna parte, ni siquiera Arreola –aunque parecería lo contrario. Quizá, la comunicación –con ese supuesto lector que necesito creer que existe– esté en un no entendimiento de lo que escribo, un rechazo violento y virulento de cada oración que pienso y plasmo –lastimosamente– sin la perfección con que la imagino –así sucede con todo lo humano. Pero en ello también hay un diálogo, porque al otro mi texto, corporal y psíquicamente, le causa malestar, lo enferma. Entonces la comunión se da o se construye por las discrepancias, por la repulsión, que es, a última instancia, una afirmación de nuestra individualidad ante el otro y lo otro.
De eso precisamente nos dotan los demás y lo demás: de límites, de un pensamiento propio y de un cuerpo. Nos afirman nuestra personalidad o nos van dotando de una, de lo que somos. Porque sólo podemos conocer nuestros extremos si tenemos a alguien más allí que los haga evidentes, que nos señale, que enfatice las diferencias. Quizá existan puntos de comunión, pero serán las discrepancias, sobre todo, las que nos harán sentir escindidos –en ciertos sentidos– de una totalidad, pero al mismo tiempo, nos hará únicos e irrepetibles.
El otro –incluidos nuestros reflejos– nos delimita, pero del mismo modo, nos conforma. Saca lo propio que hay en nosotros y eso es precisamente lo que aportamos a los demás. Quizá alguien carezca de lo que tengo y a su vez yo necesite de aquello que tiene el otro. Allí nace el diálogo, la amistad, el amor, el deseo, el arte –cuando se quiere y se intenta representar cualquier expresión humana. Pues es una necesidad del hombre entender su mundo y a aquellos que lo habitan, de cuestionarlos y cuestionarse, de saber quién es y por qué ha llegado a ser precisamente eso y no otra cosa. El arte, y para mí la escritura me ayuda a entenderme o al menos me hace formular algunas preguntas que en otra circunstancia probablemente no me haría, no podría atisbarlas seguramente; y como dice Gabriel Zaid de la poesía que para toda expresión artística vale–: nos ayuda a ser más reales.
Pero también ese diálogo al hacernos "reales", esa comunión con el otro y con lo otro, al mismo tiempo que nos individualiza nos hace sentir infinitos; quizá por breves instantes –como el orgasmo–, como si las cercas de la carne se pudrieran o nosotros, por gracia de aquel o aquella, crecemos tanto que cualquier límite nos parece insignificante, irreal. Nuestras fronteras: el amor, la amistad, la muerte; se expanden tanto que olvidamos que antes servían para diferenciarnos, delimitarnos y posicionarnos con respecto a los demás; porque esos mismos ahora sirven para hacernos partícipes de la totalidad del mundo.


viernes, 18 de mayo de 2012

LA REALIDAD ESTÁ EN CASA


Por qué tengo una ventana al lado de la computadora y por qué ésa no da a una calle sino a una sucesión de cemento, de paredes fragmentadas por la pereza que supone el esfuerzo de levantarme de la silla y mirar si hay algo más que concreto, que muros.
Para qué me engaño, no hay nada, qué puede haber; y si lo hay es sólo la contundencia de las casas, del enladrillado del vecino y más allá, otra pared despintada por el olvido y por el final de la tarde. Me duele la vista al ver el modo en que el color se le quiebra, se cae como una dentadura floja, tan agotada por sus años que no puede mantener ni el crema ni el rojo que presumía, quizá, en tiempos mejores, dicen que los hubo. Yo no podría dar fe de nada.
Por fin cae la noche y la rotundidad de afuera poco a poco se diluye como las líneas de un rostro en un espejo empañado. Tras la ventana el tiempo se corrompe, se desvanece, se hace sombra o fantasma. Aquí tengo la blancura definida de cada una de las letras del teclado, aunque evasivas siempre -hoy sobre todo- haciéndome sentir como un mono ante un objeto que no comprende, pero a diferencia de él, yo lo preciso, necesito ajustarme a su ritmo, a su respiración, a ese azar que necesita todos mis sentidos y de mi razón para hacerse presente en la pantalla, para mostrarme lo que creí ignorar y ya latía en mí, tal vez, desde hace mucho.
La certeza de lo que poseo ahora: la luz eléctrica, los minutos en el reloj, la computadora, el celular –que esconde muchas veces la felicidad o el terror–, el ruido de Adelaida en voz de Josep Plà; me aplastan, me cercan. Todo es tan concreto, el sonido y la luz dirigen hacia mí sus cuchillas, las siento encarnarse en mi cuerpo. Como si lo que mirara hace unos minutos por la ventana se hubiera metido de golpe y a golpes, a pedradas, sin darme cuenta hasta muy tarde, siempre es tarde cuando nos damos cuenta de lo que pasa o pasó, la herida duele unos segundos después de que fue hecha, así sucede siempre.
Pero al mismo tiempo, tengo miedo de apagar la luz, de darles a mis dedos entera potestad y olvidarme de mí, de la escritura, será porque no creo en una prosa desautomatizada. Siento que la locura se apoderaría de mí y por ello dejo que una, dos, que mil piedras gocen de su dureza en mi cuerpo fofo y sobrealimentado.
Afuera todo ha desaparecido, quizá nunca existió nada, no hay paredes ni muros, sólo los que la noche crea en mi mente; porque del otro lado del cristal nada existe, excepto lo que yo quiera creer que existe. Ahora, aquí, frente a la computadora, en esta habitación iluminada hasta la nausea, la realidad me encara, me empequeñece.
Respirar cuesta trabajo, pues el aire casi es visible aquí dentro, tiene consistencia, ocupa un volumen determinado; cómo poder tragármelo para seguir viviendo, cómo eso me puede dar vida, si lo siento acumularse en mi garganta, taparla; y jalo y jalo más aire y más sobreviene la sensación de asfixia.
Ahora necesito salir, me gustaría. Estoy harto de distinguir mi mano de la pared, quisiera confundir mi aliento con el aire o con el rumor de las hojas o los cables eléctricos, quizá, de la misma noche. Pero me da miedo perder la cabeza, que la sangre pese más o diga más que las propias palabras; por ello prefiero la asfixia de todo, el derrumbe de la casa sobre mí. No puedo apagar la luz, aunque sienta que me sofoco, no debo; al menos, hoy no, no podría.

viernes, 11 de mayo de 2012

SIMULACRO DE UNIVERSO


La tarde está amurallada, los ladrillos parecen hipopótamos dormidos, grises pensamientos que se enmohecen como recuerdos de lluvia: uno sobre otro y otro hasta construir cada una de las paredes que rodean mi casa, que me encierran en unas horas duras, fijas y constantes; como si estuviera preso en la cuadrícula de un cuaderno y ésta, a su vez, subyugada por unas operaciones matemáticas que abarcan la mayor pesadilla de mi niñez y pubertad            –ilusamente, creo superada.
Los números me van restando realidad, las “x” son un ejército de espías encubiertos. Todo mi ser está en descifrarlos, pues de ese esfuerzo vendrá la calma. Pero estoy acorralado, ahora una “y” –que siempre es femenina– me interroga, me pone un cuatro y caigo en la ilusión de su numeralia, buscando en ella su forma precisa, la posición a la que estoy de su delgadez en el plano cartesiano y a la que está esa “x” que quizá comparta algo más que la incógnita con la señorita “y” y eso me enfurece, estoy celoso y quisiera derrumbar de un manotazo todos esos números, pero eso haría evidente mi estado y mi falta de control.
Sumo, divido, resto, multiplico y sigo solo. Con mis dedos   –cada cuenta que hago– construyo un simulacro de universo, una arquitectura que pretende simplificar y con ello, explicar el mundo. Estoy enamorado y tengo trece años, sus dos senos cerca de mi nariz, su boca entreabierta como mis manos, desciendo y muerdo la parte interna de su muslo –ya tengo dieciséis. Eyaculo –nueve o diez años–, trato de no gemir, mi madre en la sala ve la tele mientras escucha cómo mi novia se muerde los gemidos –perdí la edad en la adolescencia.
Hago la tarea encerrado en esta hoja tachonada de números tratando de comprobar que la vida es fácil –en la secundaria nada lo es–, que las “x” y “y” tarde o temprano se despejan. Canta un pájaro, miles, y aletean sobre los hipopótamos dormidos, no despiertan, aunque siento que inflan con mucho más brío su pecho y fruncen el ceño y por primera vez siento que cada tabique es distinto del otro, como si les estuvieran picoteando, a diferente velocidad, el sueño.
Las matemáticas son la otra cara de la filosofía, las dos son teorías inútiles –al menos para mí–, espejismos del hombre. La literatura al menos es más cínica y hay un desencanto que las otras intentan negar a través de ecuaciones, silogismos y preceptivas. En la escritura todo es una posibilidad, una conjetura, un engaño y una verdad múltiple y única. Nada se enmascara, porque es la máscara su verdadero rostro. Detrás no hay un vacío, al menos que no lo haya; y los gatos allí, todos, sin excepción –exceptuando al que se pasea en este momento por la pantalla de la computadora– tienen tres patas y el amor nace siempre en una perrera azul que bien podría ser el mundo.
La literatura es una eterna adolescencia que termina en la sonrisa de un niño o en la de un viejo o en esa edad que no tiene nombre entre los treinta y los sesenta –según Gabriel Zaid. Nada se sabe, el camino es demasiado negro, blanco y ancho y se bifurca y a veces regresa y otras nunca se le ve el fin o el sentido. Le sigo mordiendo los muslos a esa mujer buscándole lo negra y me excita el olor de su coño, tanto que me vuelvo un mandril entre sus piernas. Me olvido de mí, ¿tengo un nombre?, ¿soy alguien?
Mi lengua es un tiburón en medio de un paraíso de sangre y de señoritas “Y” –ahora, en este momento, recupero mi edad– secándome, urgiéndome a descifrarlas aunque me arranquen toda la dentadura y el deseo, ya volverán a crecer.
Leo, me escribo, soy otro y puedo si quiero darle un rostro a cada “y” sin necesidad de sumar o restar ni explicar el mundo ni desenmascarar a ese “x” que ahora tiene el rostro de aquel espía, Leamas, de The spy who come in from the cold de Le Carré; me consuela la pared de su muerte, ya no le tengo miedo, he visto su final, soy libre.
Pierde el interés –el niño que vivía en una operación aritmética–, ya mi mente lo ha sacado de mi casa y le he robado algunas “y” –es muy niño para llevarlas consigo y para guardarlas en un cuaderno; como yo lo estoy para preocuparme por el: dos por cuarenta y cinco entre diez igual a… Qué sentido podría tener ahora.
Miro hacia fuera y el enladrillado es otra hoja y otra escritura, más dura o gris y constante y más muerta, el pájaro ha volado, se ha hecho tarde o crepúsculo; pero antes del retorno a la pesadilla, el niño que, en lugar de dejar ir, terminó en mi estómago me ha contagiado de su miedo y eso me permite, sin pudor alguno, correr las cortinas que dan a la calle, que son casi negras de tan azul cielo… Me gustan las estrellas, qué lástima que no hay suficiente tela para abrigar con una buena constelación a esos hipopótamos tan, pero tan perdidamente dormidos.

jueves, 3 de mayo de 2012

“EL ALMA COLOSAL DEL PAISAJE”


El azar, más frecuentemente de lo que parece, es una constatación de nuestros pensamientos o deseos, ya sea para negarlos o para clarificarlos. Más feo y sentimental que de costumbre, por su mano, me hallé de pronto caminando por reforma, mis pasos ahogados por la tarde hacían de mi calzado una piltrafa ambarina que se iba extendiendo por todo aquel prodigio de luz que pronto desaparecería.
No supe por qué había llegado allí, la verdad sólo quería perderme un par de horas, caminar por las calles menos transitadas, moverme con la misma pereza con que los árboles prodigaban sus últimos verdes o las cortinas de alguna casa, por la que yo pasaba, se corrían lentamente y alguien, quizá, me observaba desde su penumbra como si fuera un sujeto digno de análisis científico o con un arrebato de amor, de esos que duran tan sólo un parpadeo y que a mí me han salvado tantos días de mi vida. Pero ya me estoy desviando demasiado de lo que el azar me deparaba.
Mi caminata fue cercenada por los restos de un gran naufragio que se abría ante mí. La luz descendía como un surtidor sobre aquellos restos decapitados, resaltando las líneas de su perpetua tristeza o nostalgia –no sé, es tan difícil definir un rostro; pero al mismo tiempo, había una especie de conformidad en ellos, de destino aceptado, un rescoldo de alegría, quizá, que yo veía sobre todo en sus ojos.
Entré en silencio donde se encontraban, como si ingresara a un templo de dioses muertos y abolidos, un templo que era más un mausoleo despojado de cualquier arquitectura, no había nada de ornato allí, sólo la constatación de otro tiempo. La homilía era dada por el aliento embrutecido de la naturaleza y por el silencio que me negaba a quebrar y al mismo tiempo me aplastaba.
Las monumentales cabezas encalladas sobre el pavimento formaban un triángulo y sus tres diferentes gestos señalaban el origen, el transcurso o el final de su tragedia. No eran de bronce, no, ni de acero, pero el tacto tan acostumbrado a la carne y a las cosas forjadas por el hombre no podía sentir otra cosa. En pocas palabras, no eran de metal alguno, porque sus formas orgánicas contaban de árboles nunca vistos, de maderas tan fuertes como el oro, pero despojadas de cualquier codicia que podría imaginar el hombre.
La primera, parecía confundir sus ojos con los del ocaso y sus lágrimas con aquella luz del horizonte, hubo un momento en que dudé si aquellas gotas en su rostro se quedaban fijas en las fronteras de sus lagrimales o se derramaban por todo lo largo de los pómulos, para después descender por sus labios entreabiertos que parecían querer vencerse al goce del último aliento, en consonancia con el final del crepúsculo; al mismo tiempo, la mirada impalpable se desvanecía en una especie de añoranza, en algo que aquella gigantesca cabeza parecía observar en el horizonte y que yo, por respeto, preferí no mirar.
La segunda cabeza parecía derramarse como un río, como un alcatraz de agua en la dejadez absoluta de la vida. Al verla, recordé que en la tristeza y en la orfandad también hay erotismo y no sólo muerte. Para ella el tiempo estaba en sus ojos, en el ayer, porque hacia allí se encontraba mirando, pero todo era un cauce, y ya lo decía un filósofo: nadie se baña dos veces en el mismo río; y por ello lo suyo era pasar siempre, era recuerdo y ausencia.
La tercera cabeza se hinchaba como si tuviera el poder de domeñar la volubilidad del viento, éste era lento y reconcentrado, amoldándose a todo sin ser nada, como el vidrio soplado o como el metal en la fragua antes de quedar clarificados en una forma, antes de ser certeza, instante concluido. Pero apenas podía con esa ligereza que la hacía elevarse a pesar de que sus pensamientos eran, de las tres cabezas de aquel naufragio, los más fincados a la tierra, a ese momento que transcurría y que, como la tarde, cerraba al fin sus ojos y soñaba en que estaba soñando en aquel sueño hecho de presentes, de ahoras y por ello el paisaje onírico aparecía ante ella como una ceguera, como un papel en blanco, pues el presente no se puede dibujar, ni añorar; quizá, era eso precisamente lo que añoraba: al propio sueño; que está hecho de pasados y deseos y por ello se encontraba en ese rictus de dolor erguido, sin terminar de caer o por fin elevarse del todo.
Yo, purificado por aquella magnanimidad, -quizá más grande por encontrarla quebrada, cercenada-, por su sacrificio, por su añoranza y por su tozudez, me adentré al fin al ruido de la noche, a su garabateado juego de luces, con un crepúsculo aún ardiendo en mis sentidos que gobernaba, con mano firme, el tanteo azaroso de mis pasos que parecían dictarme el ritmo de unos versos de Enrique González Martínez: Busca en todas las cosas el oculto sentido, lo hallarás cuando logres comprender su lenguaje; cuando sientas el alma colosal del paisaje y los ayes lanzados por el árbol herido…